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¡Sintetiza Saúl, sintetiza!

No lo hago, pero antes me burlaba de alguna gente de prestigio porque eran abstemios. Luego descubrí que los detestaba no porque rechazaran el alcohol sino porque no eran santos de mi parroquia. Hoy abrazo a mis amigos abstemios. Acepto y aplaudo la afirmación que lanzó Billy Wilder cuando rodó con Ray Milland The Lost Weekend en 1945, refiriéndose a los tragos de un periodista alcoholizado como perfecta medida de los límites del alcoholismo: «¡Uno no basta; cien no son suficientes!» 

En tiempos literarios de Sardio (1958-1961), los varones del grupo nos reuníamos buscando tragos en lugares de medio pelo y bares de mala muerte con aserrín regado en el piso para controlar el pichaque de la cerveza de sifón.

Eran reuniones delirantes en las que pasábamos de un tema o asunto literario o de urgencia política a otro de atractivo interés general con la velocidad del rayo. 

Uno de nuestros mejores amigos, Saúl, era parsimonioso, callado y de lento hablar. Cuando intervenía para expresar su opinión sobre un determinado asunto callábamos por básico y elemental respeto, pero lamentablemente siempre se refería a un punto ya hablado y discutido media hora antes y al tomar la palabra nos enervaba a todos porque no solo detenía o entorpecía el torrencial dinamismo de la discusión sino que la disolvía, se deslizaba en circunloquios: “No soy yo el mas indicado para intervenir…” Y se perdía en un bosque de palabras que buscaban el camino principal sin encontrarlo, daban vueltas en círculos sin atinar la salida a sus propias contradicciones y convertían su intervención en pesadilla.

Adriano González León, vehemente, de inteligencia veloz, no soportó ver a Saúl chapoteando en el parsimonioso pantano en que se hundía. ¡No pudo! Se arrodilló en aquel sucio, húmedo y miserable piso de aserrín con fuerte olor a cerveza y juntando las manos en actitud de plegaria y oración como si fuese una de las fervorosas Siervas del Santísimo Sacramento exclamó casi en medio de lastimeros sollozos: ¡Sintetiza, Saúl! ¡Sintetiza! 

Mis amigos, muchos de ellos, no tenían cultura alcohólica casera. Solo se echaban los tragos en los bares y murieron en un bar de Sabana Grande ponderando la República del Este, la tardía bohemia en la que atolondradamente sepultaron el fracaso de la República política que iba a surgir de las guerrillas de inspiración cubana. 

La rara ocasión en que alguno de ellos bebió en el comedor de mi casa se volteaba, miraba hacia la cocina y daba palmadas para que un invisible mesonero le trajese otro trago, o al terminar de beber y ya para irse, sacaba la cartera del bolsillo trasero del pantalón y se empeñaba en pagarle a mi mujer creyendo que trabajaba de mesera en el bar donde creía encontrarse.

En las reuniones nos decíamos todo! ¡No nos ocultábamos nada! Comprendimos a tiempo que sólo la palabra poética era capaz de enriquecer nuestras almas y entonces, la pronunciábamos con altivo orgullo y para exorcizar la dictadura de Pérez Jiménez derramábamos ingenio y virtuosismo de lenguaje dando vida a cadáveres exquisitos, el afamado juego de los surrealistas franceses.

Se dice que los venezolanos hablamos demasiado y decimos poco. Pero en Sardio hablábamos mucho y nos abrazábamos al universo y no nos enredábamos en ninguna retórica! ¡Pero el país, a pesar suyo, es retórico! Basta con escuchar a los políticos. Manejan un discurso que confunde a quien lo oye y todo queda igual a como era antes; nada cambia y el dinero del país va a esconderse en algún paraíso financiero. 

El eufemismo es moneda de curso legal y nadamos en él: el chofer ya no es chofer sino conductor y el autobús que conduce no es un autobús sino una unidad. ¡No hay médicos en las telenovelas y mucho menos en las conversaciones retóricas: hay galenos, pero la gente se sigue muriendo como si no hubiesen médicos!  En Barquisimeto, Eladio del Castillo, un anciano de prestigio que registró para la botánica al semeruco larensis buscaba un alarife sin encontrarlo cuando debía buscar un albañil que los había muchos en la ciudad de los crepúsculos. Se habla, en el nefasto socialismo bolivariano, de bomberos y bomberas. Tenemos al reo, pero también a la rea. ¡Una aberración! Los únicos Larrea que conozco y aprecio son amigos míos de Quito, hijos de Hugo Larrea Benalcázar, autor de una estupenda novela sobre el Ecuador de los años cuarenta titulada «Cuando tú te hayas ido».

Una parienta cercana me dijo: “¡Tú no eres sordo! Tú eres hipo acústico!” ¡Encontré que era un eufemismo encantador porque el del  conductor de la unidad es una banalidad. Le dije a la parienta: Voy a proponer un nuevo Manifiesto comunista que comience diciendo: «¡Hipo acústicos de todos los países uníos!».

No importa que Adriano siga suplicando a Saúl que ¡sintetice! o que no encontremos alarifes allí donde hay albañiles a patadas. Lo que me aterra es que la familia Larrea de Ecuador se vea obligada a sentarse en el banquillo de los acusados o que, por el contrario, me haga reir en pleno carnaval que los fascistas bolivarianos pretendan ponerse máscaras de demócratas en un intento para confundir a María Corina Machado.

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