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Una grave patología política

El insólito hecho de que un gobierno tan incompetente, corrupto y cruel permanezca en el poder contra el sentir abrumadoramente mayoritario de la población venezolana manifiesta una grave patología en el cuerpo político de la república que está terminando por destruir lo que una vez fue un hermoso país.

Hemos insistido en que la tragedia actual no constituye ninguna fatalidad y que el país tiene cómo superarla en plazos perentorios. Pero la oligarquía que hoy ocupa el poder muestra ser refractaria al clamor por que sean rectificadas políticas causantes de uno de los procesos de empobrecimiento masivo más acelerado que conoce la historia moderna para un país que no esté guerra. Su interés está en cómo continuar aprovechando las oportunidades de lucro que deparan la destrucción del Estado de Derecho y la ausencia de transparencia y de rendición de cuentas de sus procederes. Sin precios regulados, tipos de cambio diferenciados, monopolización de canales de distribución, leyes punitivas que facilitan la extorsión y la ausencia de supervisión externa –abatidas las normas que resguardan contra el dolo en el manejo de los recursos públicos–, no existirían posibilidades para un enriquecimiento tan súbito e impune. En nombre del socialismo, esta oligarquía ha erigido un Estado Patrimonial (Max Weber), violando el ordenamiento constitucional para borrar las fronteras entre el patrimonio público y el suyo. En este afán, usurparon la soberanía que debe ejercer el pueblo sobre la cosa pública (res publica) a través de sus órganos legítimos de representación, trampeando estructuras paralelas de poder –la designación de “protectores” en estados gobernados por la oposición y la invención de una “asamblea constituyente”— para apropiarse de manera excluyente del Estado Venezolano.

¿Y cómo, desafiando toda lógica, se mantiene tan nefasto régimen? Por la fuerza, como toda dictadura. Para asegurar la lealtad de las armas, promovió la participación del alto mando militar en el sistema de expoliación montado, factura indiscutiblemente cubana. Instauró un Estado de Terror, con tribunales cómplices que penalizan a la disidencia, en el que se tortura a los presos políticos y se reprime salvajemente toda protesta. Luego de las 140 muertes a manos militares y de bandas fascistas durante las movilizaciones del año pasado, la oligarquía confía en que el pueblo no se arriesgará a manifestar activamente en su contra. El despotismo llega al extremo cuando la cabeza visible del crimen masivo que se perpetra contra los venezolanos tiene la desfachatez de armar una trampajaula para hacerse “reelegir”, en suprema burla de la voluntad popular.

Del lado de las fuerzas democráticas el desconcierto ante la conducta abiertamente dictatorial de Nicolás Maduro y de los militares que lo apoyan hace aflorar intereses de grupo que se sobreponen a la necesaria unión de propósitos, facilitando su perpetuación en el poder. Dos cosas son centrales para que las fuerzas democráticas recobren su liderazgo y contribuyan exitosamente a resquebrajar las bases de sustento de la dictadura.

En primer lugar, deben ponerse de acuerdo sobre la naturaleza del régimen a que se enfrenta. Es más que una simple dictadura. A pesar de –o mejor por– su retórica comunistoide, su comportamiento no se distingue de la del fascismo clásico. El constructo ideológico de la oligarquía militar civil es ahora otro –no profesa la superioridad étnica o el destino manifiesto de la nación por dominar a otras–, pero persigue iguales fines: proyectar la política como una guerra conforme a una representación maniquea inspirada en épicas de una mitificada “edad de oro” –la gesta emancipadora–, en la que se arroga el papel de “pueblo”, aun siendo una reducida minoría. Quienes se le oponen son “enemigos del pueblo”. La prosecución de fines pretendidamente trascendentes “justificaría”, en tal contienda, desmantelar los contrapesos del Estado de Derecho en nombre de una “revolución” que sólo conduce a la destrucción.

Tal montaje ideológico azuza el fanatismo de una secta minoritaria –impermeable a toda crítica a su imaginario desde una perspectiva racional–, para que funja como herramienta para el control social en zonas populares y como fuerza de choque (las bandas fascistas denominadas “colectivos”), en apoyo al régimen. Por otro lado, sirve de bálsamo para aliviar las conciencias de quienes destruyen el país, cobijándolos en una fantasiosa recitación de clichés que los proyecta como “campeones en la defensa de los intereses del pueblo” y herederos del legado de El Libertador. No es que crean en estas monsergas, pero de tanto repetirlas, construyen una realidad alterna que sirve de hermético blindaje contra todo reclamo y para arrogarse una supuesta supremacía moral para chantajear a la disidencia y absolver sus desmanes. De ahí la terrible crueldad con que se niegan a corregir sus políticas, condenando a la gente a padecer hambre, desnutrición y muerte por falta de medicamentos.

Las fuerzas democráticas deben quitarles a Maduro, Cabello, Padrino y los hermanos Rodríguez toda pretensión de legitimarse enarbolando banderas que cosechan a su provecho una cultura política izquierdosa muy extendida en el país, sembrada por el estatismo adeco copeyano y una romantizada visión de “guerrilleros heroicos”. Debe desnudarse su naturaleza fascista para desmentir el sentido de misión justiciera con que embaucan a quienes los apoyan. Ello ataña al uso del lenguaje. No es posible que quien denuncie las mafias sea el propio Maduro, con el fin de ponerle la mano a los mercados municipales o desplazar a sus rivales de PdVSA. ¿Qué Cabello califique de “fascistas” a la oposición y que el gorilaje militar se escude señalando una conspiración de la “ultra-derecha”? ¡¡Por favor!!

En segundo lugar, la oposición democrática debe formular un proyecto de país alterno al actual desastre, que sea creíble y que pueda convocar a los distintos sectores sociales a la lucha definitiva por desalojar del poder a los fascistas. Decir que lo haremos mejor porque no somos corruptos y porque convocaremos a los más talentosos para gobernar, si bien es cierto en el balance, no convence: un manejo mejor de la renta está muy lejos de ofrecer las soluciones que el país demanda. Por otro lado, la gente no lee programas de gobierno, por más bien fundamentados que estén. Es menester conceptualizar política y socialmente un modelo de país que inspire acciones de cambio, diferenciándose radicalmente del régimen expoliador rentista, basado en la fuerza, que hoy nos oprime. Ha llegado el momento de profesar abiertamente la necesidad de construir un régimen democrático liberal con vocación social, amparado en un Estado de Derecho sólido en el que la igualdad ante la ley se sustente en una igualdad de oportunidades forjada por políticas sociales focalizadas que “nivelen el campo de juego”. El concepto de economía social de mercado, enraizado en las vivencias y las necesidades reales de la gente, abre posibilidades para alcanzar la prosperidad y la justicia social a través de la iniciativa privada, en un contexto institucional en el que el Estado vela por el cumplimiento de los derechos laborales, civiles, ambientales y políticos, reduce las trabas a la actividad productiva y genera las externalidades positivas que reducen los costos transaccionales y facilitan la competitividad. La remuneración y/o los proventos de cualquier emprendimiento, por más modesto que sea, deben permitir una vida digna a los venezolanos, con expectativas de superación con base en el esfuerzo, el estudio y la capacitación. El usufructo de la renta petrolera tampoco debe estar sujeto a la discrecionalidad del gobernante de turno.

Sin proyectar clara y convincentemente una capacidad para constituirse en alternativa seria, viable, con amplio apoyo popular, será difícil resquebrajar el sustento de la actual dictadura haciendo que los militares honestos se arriesguen a hacer cumplir los artículos 328 y 333 de la Constitución.

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