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La atmósfera axiológica: ¿un legítimo fundamento normativo?

Tendría que comenzar esta exposición citando un texto de Aníbal Romero (próximo a ser publicado por la Fundación Polar) titulado: «Visiones del fracaso: intelectuales y desilusión en la Venezuela moderna». En ese ensayo el autor concluye lo siguiente:

«Pareciera que la sociedad, y buen número de sus intelectuales, han optado por separarse cada día más. Así vemos cómo se amplía la distancia entre, por una parte, el fervor popular y la confianza restaurada de la novel dirigencia, y por la otra, el reiterado pesimismo e inocultable escepticismo de no pocos de nuestros hombres y mujeres de pensamiento. Queda abierta la interrogante acerca del significado de este hecho para el porvenir venezolano».

Debido a que Romero considera mis trabajos un buen ejemplo de este fenómeno, me veo obligada a reflexionar sobre la interrogante que despierta esa distancia, sin duda existente, entre el intelectual y el país. Distancia que, como argumentaré más adelante, es pertinente considerar en este encuentro. Comenzaré, entonces, discurriendo con desenfado por ese «reiterado pesimismo».

EL PESIMISMO.

«Es difícil —dice Romero— extraer de los escritos de esta autora, recomendaciones más concretas en materia económica y político-institucional. Su caso, por lo demás, no es único.La reflexión de nuestros pensadores se mueve en el plano de la crítica a una condición cultural, es decir, a una enfermedad de nuestra cultura cívica general, en la que juegan papel clave las consideraciones sobre la mentalidad rentista de liderazgo y población por igual, y nuestra fascinación por fabular paraísos imposibles».

Las investigaciones que he desarrollado sobre las relaciones entre cultura política, ética y decisión han estado dirigidas a comprender el fracaso de un país que, en mi opinión, ha poseído condiciones económicas inmejorables. Es cierto que el desencanto reflejado en esas investigaciones podría ser objetado apelando a la sensible y sistemática evolución del país desde el inicio de la explotación petrolera en 1917. Sin embargo, una tesis reciente que sostiene que toda la sociedad venezolana se ha empobrecido me permite insistir en el tema. Sostengo, entonces, que la tesis del fracaso es defendible desde una evidencia, hasta ahora irrebatible, con la que inicié el libro sobre petróleo:

«Un siglo de existencia, una civilización que se erige bajo su dominio y, no obstante, a comienzos de siglo era posible imaginarlo efímero y asociarlo a un universo sombrío de desgracia y corrupción. No referimos al petróleo» (Pérez Schael, M. Petróleo Cultura y Poder en Venezuela;15).

Pero esta no es sólo una visión de comienzos de siglo, en 1983 reapareció con la vitalidad de una argumentación plausible y razonable. Por eso, la leyenda negra sirvió para explicar la crisis económica que comenzaba en ese año y que se ha prolongado hasta el presente.

Puedo entonces afirmar que el fracaso de este país debe juzgarse a partir de otros criterios. Uno de ellos, y muy importante, se origina en la evaluación de las posibilidades del país y, en este sentido Venezuela, desde comienzos de siglo, ha poseído en abundancia el bien más preciado de la civilización moderna. Eso significa que la sociedad ha tenido la posibilidad real de elegir un rumbo que la condujera en dirección al bienestar y al progreso moral y cultural que hoy poseen los países más avanzados. El que así no haya ocurrido, unido al hecho de que la visión animista y desdeñosa del petróleo sobrevive, justifican la desilusión. También explicaría el interés por el significado e importancia de los prejuicios, las creencias, y las pasiones de los hombres en las decisiones políticas.

Lo hallazgos de este primer trabajo desviaron mi interés hacia las relaciones entre el fracaso económico y el universo cognoscitivo de la cultura. Descubrir en ella una probable causa del mal no podía dar lugar a otra cosa que a la decepción: si la explicación de la ineficiencia y de las erradas decisiones no se encontraba en la racionalidad de los individuos sino en la cultura ¿qué esperanza quedaría para cambiar de rumbo?. Una interrogante de esa naturaleza no deja otra alternativa que el pesimismo. En su favor hay que decir que ese estado de ánimo es mejor consejero que el entusiasmo o la ilusión.

LA ACCION POLITICA.

Al escuchar las afirmaciones anteriores cualquiera podría preguntarse qué hace una persona con esas ideas en un seminario sobre Acción Política. Se podría reprochar que si de cultura se trata, la discusión debería realizarse, tal vez, frente a un auditorio de antropólogos quienes, por cierto, tendrían muchas cosas que decir al respecto. Sin embargo, el pesimismo al que me refiero intenta resolver problemas; por eso estas reflexiones tienen interés para la acción política. ¿Quién no querría que las cosas fuesen mejor de lo que son?. De esta manera el pesimismo se convierte en una fuerza activa y vital. Sólo la felicidad y el paraíso condenan al hombre a la inmovilidad.

Esta primera desilusión al descubrir los límites cognoscitivos de la cultura, hizo emerger una nueva y más profunda inquietud: si la explicación del fracaso radicaba en los límites de la inteligencia colectiva ¿qué quedaba entonces del agente, de la razón y de la responsabilidad individual?. Seguramente muy poco. Fue al enfrentar esta evidencia, que parecía conducirme por los caminos del materialismo vulgar, que surgió la pregunta sobre el juicio moral, el sentido de la responsabilidad y de la capacidad de elección individual en la comprensión del comportamiento político y, en consecuencia, en la explicación del fracaso del país.

De esta inquietud surgió una segunda investigación cuyo destino fue, de nuevo, el encuentro con ese saludable pesimismo tan ajeno a la cultura voluntarista y sentimental del venezolano. Tal vez deba aclarar que el pesimismo —y este es un error de interpretación en el que incurre mi exégeta— no es lo mismo que la crítica. El pesimismo no es una postura hostil, es más bien un estado de ánimo que se alcanza luego de evaluaciones o juicios críticos que conducen a la conclusión de que los milagros no existen. Para un pesimista las cosas son lo que son aunque, quizá, podrían ser de otro modo.

Decía que me interesó comprender la naturaleza del comportamiento individual en política y, para ello, dediqué algunos años de investigación a los problemas de racionalidad, ética y decisión en la esfera de los asuntos públicos. Las consecuencias fueron peores. La historia fue revelándome la silueta de un sistema político que, citando a Tocqueville, califiqué de «servidumbre dulce y apacible» .

Los actores políticos más relevantes del siglo XX, me refiero a Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, mostraron una humanidad impulsada por toda suerte de pasiones, como las de cualquier ser humano, pero ambiguas con respecto a los principios de la democracia que afirmaban defender. Y, al hablar de principios no aludo a los fundamentos procedimentales del sistema democrático (alternabilidad y separación y autonomía de poderes); me refiero, más bien, a los valores que lo sustentan. En otras palabras, que incluyo la dimensión práctica que resulta de un sistema de libertades así como también, las exigencias éticas que impone todo régimen fundado en el respeto a la autonomía del individuo.

En este segundo trabajo, y debo reiterar que también se debió al pesimismo, logré identificar la esencia de la legitimidad de Caldera durante su segundo mandato así como también el espacio ideológico que advertía los futuros triunfos del comandante Chávez. Me refiero a la vitalidad de la vieja y descolocada tradición del republicanismo cívico-militar. Por otro lado, tengo que reconocer que el pesimismo tiene sus límites: no me permitió imaginar que las circunstancias preludiaban un destino infame. En el año de 1996 escribí lo siguiente:

«Ese día (me refiero a la sesión conjunta de las cámaras que sucedió al golpe de estado de 1992) Venezuela presenció una histórica sesión de las cámaras conjuntas. La nación entera vio erguirse —y nada fue más conmovedor— una silueta encorvada y afligida, límpida metáfora de lo incorruptible, cuya voz quebrada por la emoción se alzaba como un madrugonazo para rescatar añoranzas y pronunciar el alegato que, sin disculpar los medios, vindicaba la razón de los golpista. En ese instante, Caldera dio vida a las almas vencidas en espera de una revancha, el único sentimiento —resentimiento— que en medio de la turbulencia el país podía reconocer y expresar. Al igual que Betancourt en 1945, Caldera convertía al ejército en militares civilistas y repetía la pirueta necesaria para apoyarlos y rechazarlos. La democracia ambigua, tan cara para Andrés Eloy, el poeta, volvía con ímpetu inusitado a ser la rutilante estrella; de nuevo luminaria en un deslucido espectáculo de consecuencias impredescibles e inquietantes.» Pérez Schael, M. El Excremento del Diablo. Ensayo sobre la democracia y sus protagonistas: Betancourt, Caldera y Pérez. 1996; p.83).

Si el pesimismo hubiese sido más lúcido habría, quizá, advertido en qué dirección vendrían las consecuencias inquietantes. Pero era difícil pensar que Caldera se equivocaría tanto y tan profundamente y que Chávez daría en el blanco tan rápido y en forma tan contundente. Esto me permite penetrar en uno de los aspectos más interesantes que despierta el tema de este seminario. Me refiero al significado de la crisis.

LAS CRISIS

El término crisis alude y, así lo asumo, a «la fractura jurídico-política característica de la democracia venezolana finisecular» mencionada en la convocatoria de este seminario y obliga, como es lógico, a interrogar la naturaleza de la Acción Política. Los límites de esta reflexión están también sugeridos en ese mismo enunciado pues se nos convoca para «debatir con radicalidad crítica argumentativa los discursos y las prácticas políticas» que signan esta coyuntura de fractura. Debo precisar entonces cómo interpreto estos requerimientos.

Desde una perspectiva teórica se nos induce a reflexionar sobre los modos prácticos y discursivos con los cuales la acción política enfrenta la actual situación de crisis. Esto, en mi opinión, exige reflexionar sobre las decisiones, es decir, sobre aquellas estrategias y procedimientos destinadas, en este caso concreto, a crear (o inventar diría Chávez) un diseño institucional que garantice la gobernabilidad y la felicidad. Es inevitable, también, que tales decisiones pretendan regular los conflictos y producir bienestar. Estas exigencias deberían conducirnos a un tipo de análisis sobre racionalidad y ética pública que considere, además de dimensiones teórico-filosóficas propias de la discusión normativa, los aspectos históricos y empíricos de la praxis que actualmente se verifica. Digamos que una reflexión de esa naturaleza, en la cual es necesario incorporar dimensiones descriptivas y analíticas, sólo podría resultar de investigaciones que, por el momento, no existen. Queda, sin embargo, la posibilidad de apelar a un contexto interpretativo que delimite el espacio de plausibles hipótesis sobre los acontecimientos que se producen. En ese sentido es conveniente establecer algunas premisas.

El contexto interpretativo preliminar que propongo responde a mi interés por las referencias empíricas y la historia. Ellas son, en mi opinión, aliadas incondicionales del pesimismo en las tareas de reflexión y predicción. Advierto, entonces, que desilusionaré a quienes esperen reflexiones de carácter normativo en esta exposición. Al menos no es esa mi intención por el momento. Pretendo, más bien, discutir sobre posibilidades y, para ello, estoy obligada a sumergirme en los vericuetos de la realidad con el lastre de mis conocimientos teóricos. Y digo lastre ya que sería relativamente sencillo colocarse en alguna perspectiva teórica de esas que dicta la filosofía moral, la teoría de la decisión o la sociología política y desde allí determinar, por ejemplo, el grado de irracionalidad y la consecuente debilidad ética de los actores, o establecer el carácter retrógrado y muy probablemente antidemocrático de la doctrina que anima la acción política en las actuales circunstancias. Podría ser sencillo criticar y yo, insisto, prefiero el pesimismo y éste es, como ya dije, una consecuencia, un estado de ánimo al que se llega. No es jamás un punto de partida, una actitud o una disposición.

Por otro lado, debo advertir que la idea de crisis es en sí misma un problema por lo que, sin duda, me referiré a ella en sus relaciones con los discursos y la acción; sin embargo, ello ocurrirá mediante un rodeo que aclare de qué hablamos cuando utilizamos el término: crisis. Debo pues perfilar su significado. Propongo que la crisis sea interpretada como una «circunstancia motivacional», es decir como ciertas condiciones del espíritu relacionadas con ciertos dircursos y con determinadas acciones. De allí que deba comenzar delineando las fronteras de esa «circunstancia».

Una de las premisa de orden contextual que propongo sugiere que la continuidad política en Venezuela ha estado signada por el fenómeno de «las crisis». Esto significa que las crisis no representan momentos de ruptura o de discontinuidad en la lógica política; antes bien, garantizan una continuidad que podría considerarse similar a una ceremonia religiosa, suerte de ritual conmemorativo de las raíces indoamericanas, del bolivarianismo o de cualquier sucedáneo que apele al argumento de la identidad perdida. Este recurso revitaliza el consenso y puede resolver, si necesario, las crisis de gobernabilidad. En tanto que práctica simbólica también sería útil para organizar algunos de los fundamentos ético-filosóficos que justifican los discursos y prácticas políticas que vemos actualmente en escena. Las crisis son así, un ejercicio cíclico mediante el cual el país —ese rebaño de liberaloides desorientados— vuelve al redil de la comunidad primitiva o república originaria y recupera su identidad olvidada.

Desde esta perspectiva, las crisis presentan un rostro singular: tienen la capacidad de disfrazar su naturaleza retrógrada con el traje deslumbrante de las vanguardias y de la revolución. En esto radica, tal vez, su secreto: seducen y liberan fuerzas de tal naturaleza que bajo su imperio es imposible encontrar elegantes, sutiles y hasta novedosos procesos de transformación. Su objetivo es el retorno del mito y con él las posibilidades de realización del sueño utópico de un paraíso original. Las crisis son, en Venezuela, reaccionarias y esto, sin duda, es una fatalidad. También, a juzgar por la opinión de Mariano Picón Salas, son inútiles: sus manifestaciones gloriosas y trágicas se condensan en esas experiencias de saqueos verificadas con regularidad suiza cada treinta años. Recordemos aquellos del 36, los de 1958 y más recientemente los de 1989.

Es interesante detenerse en la paradoja crisis-continuidad. ¿Qué significa que las crisis exijan avanzar pero, en realidad retrocedan?. ¿Porqué la promesa de transformación que traen se convierte en una apariencia ilusoria y superficial que muy pronto se desvanece?. Es necesario justificar esta tesis dentro del esquema prelimitar que propongo. Para ello apelo a una interpretación de A. McIntyre que me permitió dilucidar el engañoso conflicto —magistralmente tratado por Luis Castro Leiva en sus «Intenciones Liberales» — entre figuras prototípicas de los acérrimos enemigos que se han enfrentado, con diferentes rostros y nombres, a lo largo de toda nuestra historia republicana y que, por supuesto, son los protagonistas de la actual revolución pacífica. Me refiero al conflicto entre «civilidad» y «militarismo» que separa a los liberales salvajes de los virtuosos republicanos. Demostrar que no se trata de una confrontación inédita no requiere mayor esfuerzo intelectual. La historia política de la segunda mitad del siglo XX es reveladora de esta escena de conflictos. El comportamiento de los adecos en el 45 (de izquierdas frente al imperialismo de derechas), posteriormente el de Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno (neoliberal contra los retrógrados nacionalistas) y, el último Caldera, (virtuoso republicano contra los ultraliberales) antesala, a su vez, de la revolución pacífica de Chávez (patriota y bolivariano frente al cosmopolitismo de la globalización) permiten constatar la esencia de una racionalidad compartida que anima el espíritu colectivo y que habita en estos personajes:

«La herencia de éxitos legada por estas figuras de la política venezolana permite tejer la urdimbre de posibilidades desde donde se nutre y refuerza una racionalidad que repite y reinterpretar el modelo de una misma experiencia. En cierta forma, puede decirse que ese discurrir entre virtuosos y corruptos, civiles y militares, anarquistas y déspotas constituyen un conflicto de interpretación dentro de una misma tradición y lógica de pensamiento. Por ello, el aparente enfrentamiento entre distintas versiones no implica crítica o enfrentamiento sino la puesta en marcha de un mecanismo mediante el cual (y ahora son palabras de McIntyre) «se expresa la significación de los acuerdos fundamentales» (Pérez Schael Pérez Schael, M. El Excremento del Diablo. Ensayo sobre la democracia y sus protagonistas: Betancourt, Caldera y Pérez. 1996; 92).

El núcleo central de ese acuerdo fundamental en torno al bolivarianismo reposa en el mito prometeico de un hombre providencial y de su voluntad creadora. Así mismo es compartida la ilusión de un retorno a ese momento en el cual el país pudo ser «otro» —y auténtico— distinto del que es y ha sido.

No es fácil, en este contexto argumental, adivinar a dónde conduce la tesis de una «circunstancia motivacional». Por el momento es posible atribuirle la capacidad de excitar el pensamiento a niveles susceptibles de abandonar las estructuras elementales del pensamiento lógico. Este sería el último de los rasgos que integraría este contexto interpretativo previo. El dictamen de la Corte Suprema de Justicia señalando que la Asamblea Nacional Constituyente es «supraconstitucional», es decir, que se autodetermina pero que, a su vez, puede ser controlada por la misma Corte, da prueba de la capacidad de comunicación y originalidad de un pensamiento que, en los límites de sus propios términos, parece contradecirse. Esta natural convivencia con la ilogicidad no es un fenómeno de este momento. Durante la constituyente del 45 se produjo la gloriosa creación de un sistema bicéfalo, contradictorio en sus términos, que el poeta Andrés Eloy Blanco bautizó como «centrofederal». En la actualidad nada puede ser más representativo que esas propuestas de la ANC en las que, por una parte se declara la democracia con toda suerte de epítetos conocidos e inventados y, por la otra, se diseña un poder ejecutivo autosuficiente.

Otra alternativa, sujeta a discusión, es aquella que propone el Dr. Delgado Ocando en su intervención. Según este destacado jurista la aparente ilogicidad encuentra su solución en «las normas presupuestas» o «atmósfera axiológica». Este fundamento normativo, suerte de consenso silencioso e imperturbable que subyace en la conciencia colectiva, puede ser una fuente de legitimidad y de normatividad a la que podría remitirse la solución del vacío que deja la ausencia de una constitución. En cierta forma, esta atmósfera axiológica pareciera remitir los problemas de legitimidad a una instancia exterior al sistema jurídico y a la estructura de derivación que garantizan las reglas constitucionales. No queda más remedio que asociar esa «atmósfera» a lo que se conoce como «la voluntad del soberano» .

Esta tentadora tesis sobre la cual parece basarse la legitimidad de la actual revolución pacífica no deja de presentar problemas.

Baste mencionar las dificultades que suscita el criterio de validez «externo» al sistema. Es evidente que al eliminar las bases constitucionales el sistema político pierde sus límites y se convierte en un sistema infinito: todo es posible. Sin embargo, esa infinitud encontraría sus límites, como parece sugerir la tesis del Dr. Delgado Ocando, creando niveles jerárquicos externos al sistema, en este caso esa exterioridad la representarían esas normas presupuestas. Esto sinembargo es problemático y su dificultad se revela al analizar lo que hubiese sucedido si Nixon no acepta los límites constitucionales en el caso Watergate:

«El Presidente amenazó obedecer sólo a una <> de la Corte Suprema. Luego reivindicó el derecho de decidir qué debía considerarse <>. Esta amenaza nunca fue ejecutada, pero si lo hubiera sido, habría desatado una confrontación monumental entre dos niveles de gobierno cada uno pretendiendo, más o menos con justa razón, su <> sobre el otro. Esto habría despertado la interrogante de ¿quién tiene la razón?. El Congreso no podría haber sido la solución porque si ordenaba al Presidente obedecer a la Corte, éste habría podido rechazar la orden argumentando que tenía derecho legal a desobeder a la Corte (y ¡al Congreso!) en determinadas circunstancias. … La ironía es que una vez alcanzado el techo y viendo que no es posible salir del sistema para recurrir a una autoridad superior, no queda otro recurso que regresar a las fuerzas que parecen menos definidas por las reglas pero que son, sinembargo, la única fuente de las reglas de más alto nivel: las reglas de nivel inferior que, en la ocurrencia, significa la reacción general de la sociedad». D. Hofstadter. Gödel, Escher y Bach. «Les brins dune guirlande eternelle1985;780

Esta posibilidad presentada por Hofstadter muestra la dificultad propia de los sistemas que han desdibujado sus límites. También permite identificar posibles soluciones mediante la creación de niveles jerárquicos. Sin embargo, esta alternativa, a todas luces atractiva, tiene sus problemas. El más importante de ellos, destacado por Julia Barragán al formular el concepto de realizabilidad de los sistemas éticos , es el relativo al criterio de validez. La regla inferior a la que se refiere Hofstadter sería, en este caso, el ciudadano o peor aún, la opinión pública. La interrogante inmediata es obvia: ¿significa eso que el pueblo nunca se equivoca?. Dramáticas evidencias históricas —el Nazismo y las prácticas de exterminación nacionalistas en los balcanes o en el continente africano— dan cuenta del error de esta suposición. Error en el sentido lógico del término pues se equivoca en relación a la verdad de las cosas, y error en el sentido moral del término ya que se equivoca en relación a la bondad de las cosas. Eso sí, habría que concederle el éxito político en la medida en que los hombres que han impulsado estas estrategias han sido respaldados por sus respectivos pueblos. También, entre ellos Mussolini, han muerto trágicamente en sus manos.

En el caso de la crisis venezolana y de su solución (la revolución pacífica) estaría pendiente determinar la validez de la atmósfera axiológica como criterio de legitimación: ¿es acaso suficiente el criterio de mayoría establecido en el sistema electoral? ¿esa atmósfera axiológica exige unanimidad o basta que un grupo de personas, los asambleístas, decidan qué valores son legítimos para que exista legitimidad?. En otras palabras ¿pueden los representantes sustituir al pueblo en la deliberación? ¿es el voto mayoritario un sinónimo de deliberación?. Si los juristas intentan dilucidar este asunto tendrán problemas. Entre otras razones, porque la premisa de normas presupuestas o «atmósfera axiológica» como fundamento normativo pareciera legitimar, más bien, un mecanismo de decisiones oligárquico. Pero, esto es parte de lo que tendrá que resolver el país en los próximos tiempos.

ACCION POLITICA Y MODERNIDAD
Luego de esta disgresión me permito retomar el curso de la argumentación. La «circunstancia motivacional» a la que quiero referirme es aquella capaz de movilizar emociones y sentimientos susceptibles de oscurecer lo razonable que puede tener la razón. Me declaro incompetente para explicar este fenómeno aunque en trabajos anteriores me he arriesgado a presentar hipótesis al respecto. Lo que sí podría decir es que evidencias empíricas podrían revelar muchos misterios. Si nos limitamos a considerar la información histórica disponible, podremos afirmar que en todas las crisis políticas de este siglo, al menos en las más importantes, la emoción dominante es aquella que confronta al país con los desafíos de la modernidad y, por ello, las crisis están asociadas a momentos en los cuales el país emprende vigorosos procesos de transformación: el primero, durante el gobierno de Gómez y la explotación petrolera. En ese entonces son evidentes los miedos hacia el «otro» (el extranjero y diferente) y hacia lo desconocido (la tecnología y saber). Más tarde, en 1945, cuando el país enfrenta la tesis de estado rentista y el ciudadano parásito, con la propuesta de un estado productivo con un hombre liberal y autónomo, se produce el derrocamiento de Isaías Medina . Por último, el liberalismo radical y también inmoral —pero ese es otro tema— del último gobierno de Carlos Andrés Pérez provocó dos golpe de estado, una revuelta popular y su destitución.

La disyuntiva —identidad versus modernidad— se resuelve apelando al imperativo de la innovación y ello exige revivir la obsesión inaugural que signa el destino de las crisis políticas venezolanas y también, es hora de decirlo, de muchas de las crisis latinoamericanas (un trágico pero ilustrativo ejemplo se encuentra en Perón y el Peronismo). La solución a esa infructuosa búsqueda o defensa de la identidad se alcanza mediante el subterfugio reaccionario de un retorno a las fuentes, lugar donde sería posible detener el curso de la historia y regresar al momento inaugural de una país feliz y latinomericano. Este es el vigoroso mito del buen salvaje y su complemento, el buen revolucionario. Lo curioso es que en esta historia las demandas de modernización parecieran venir siempre del exterior: son impuestas. No queda más remedio que rechazarlas.

¿A qué período de nuestra reciente historia pertenece este texto?:
«En la adversidad el hombre y la patria… eso es lo que hace falta un hombre que tenga experiencia y moral… esclarecido y firme,… un estadista que no busque saciar su interés personal… En otras palabras, el ejemplo de Bolívar: más temido vencido que vencedor…» (Pérez Schael, M. Petróleo Cultura y Poder en Venezuela. 1993; 188).

Si dijera que se trata de una cita de algún discurso de la campaña presidencial de Chávez ¿quién podría dudarlo?. Sin embargo, el texto es una secuencia de soluciones a la crisis de 1983 ofrecidas por figuras tan variopintas como Juan José Rachadell, Eduardo Fernández, Luis Oropeza, Domingo Alberto Rangel y Pascual Venegas Filardo. En cierta forma Chávez fue reclamado mucho antes de existir. De hecho, lo inventaron los políticos tradicionales cuando en 1983 ¡clamaban, sin saberlo, por un patriarca ancestral, Bolívar el patriota protector, el monstruo que los destruiría!.

Ese texto no es sólo la evidencia de un drama, es también motivo de asombro para cualquiera que imagine que en Venezuela ha existido confrontación ideológica. Por el contrario, puede afirmarse que la acción política revela una continuidad que contradice la disparidad discursiva que parecía separar los actores políticos entre adecos y copeyanos, izquierdas y derechas, social demócratas o social cristianos, revolucionarios y militaristas. Todo indica que en esta dimensión de la vida colectiva los venezolanos recorren una cinta de moebius: creen transitar de una vía hacia otra pero al final descubren que nunca abandonaron el mismo sendero.

En mi opinión, los problemas se encuentran en el pensamiento único. No el que se asocia con las palabras neoliberalismo y globalización, sino aquel que presume acuerdos inequívocos. El que se alimenta de un resentimiento cuyos múltiples rostros y metamorfosis es todavía un misterio para el intelectual pero, por el contrario pareciera ser una emoción autoevidente para el pueblo. Me permito entonces sugerir que esa «circunstancia motivacional» anclada en el conflicto entre identidad y modernidad genera no sólo un vigoroso miedo creador de utopías; sino que produce, además, una forma de razonar que delimita y configura, cual un lejano pero siempre presente horizonte, unos límites cognoscitivos que son impermeables a la experiencia. Así se comparten sentimientos y emociones propios de un universo larvario que promete mariposas pero usualmente alumbra calamidades. De esta fuente se nutren nuestras instituciones, de este germen brota lo que es durarero. Aquí la acción política se encuentra y el país se tropieza. Esto es lo que yo llamo crisis y lo que en calidad de pesimista impenitente despierta mi curiosidad: ¿cómo es que esta «circunstancia motivacional» puede generar los fundamentos normativos del diseño institucional de este país que somos pero que no queremos ser?.

Al comienzo de esta exposición señalaba que la distancia entre el intelectual pesimista y el fervor general por las promesas de tiempos mejores era, en mi opinión, un tema pertinente en este seminario. Pues bien, la distancia entre el pesimismo del intelectual y las esperanzas del pueblo es la distancia que abren estas interrogantes. El pesimista es lo que es. No anda tras la identidad perdida. No le teme a su propia transformación y el otro «diferente» no lo amenaza. Vive de realidades y, por eso, ahora lo llaman «realista», en otras palabras, traidor a la patria.

La distancia entre el intelectual y el país será inevitable mientras la acción política sea víctima de su propia inconsciencia, de su propia inmoralidad y de su propia racionalidad. Y, esa distancia será insalvable, mientras el país no discuta sus miedos y enfrente el terror que le produce la posibilidad de su propia transformación.

FUNDAMENTOS NORMATIVOS

Debido a que no podré dilucidar asuntos de profundidad teórica pues he decidido privilegiar este camino argumental, debo al menos mostrar el interés que para un seminario de esta naturaleza tienen las reflexiones que he venido compartiendo con ustedes. Presento, entonces, lo que considero un proyecto de investigación.

Me gustaría explorar las posibilidades normativas de esa «atmósfera axiológica». Imagino esa «circunstancia motivacional» asociada a fundamentos normativos singulares, ajenos y distantes a los considerados hasta ahora por la ciencia jurídico-política, al menos la ciencia que conozco.

Sugiero que el diseño de nuestras instituciones, a pesar de estar presuntamente fundadas en principios ilustrados, es decir, principios ético-filosóficos universales, en realidad derivan de un mundo que está más allá, o más acá, de la razón. No podría decir que responden exclusivamente a la dimensión pasional del comportamiento humano, pues algunos de esos fundamentos se organizan alrededor de conocimientos históricos, de relatos o mitos y también, se fundamentan en cierta fascinación por la bondad y la voluntad humanas. Es pues una suerte caos organizado de donde surge una estructura moral. En esta hipótesis no se puede hablar con propiedad de racionalidad, de equilibrio reflexivo, de justicia, libertad o equidad. Menos aún de eficiencia o maximización. El lenguaje moral de esta «circunstancia motivacional» es otro y es típicamente venezolano aunque sospecho que, en muchos sentidos es, también, latinoamericano.

Podría ilustrar brevemente algunos aspectos que podrían formar parte de este proyecto de investigación.

En primer lugar me gustaría mencionar el resentimiento. Esta emoción, defendida ardorosamente por las doctrinas de la identidad (en nuestro caso bolivariana o emancipadora) justificarían la elección de reglas destinadas a amenazar a los adversarios. El adversario es ese «otro» diferente que pretende usurpar, dominar o explotar al ingenuo y bondadoso aborigen. El resentimiento desencadena entonces una lógica dicotómica cuya finalidad sería restaurar la identidad perdida: el nosotros debe distinguirse claramente de los demás.

En segundo lugar sugiero investigar qué sitio ocupa el sentimentalismo —esa «cultura del miamor»— en la construcción de reglas de convivencia. El fundamento normativo de esta cultura es la conmiseración. Así pues, ante la evidencia de un pueblo que ha sido sojuzgado y sometido no hay más remedio que apelar a la figura paternal. El Estado entonces está condenado a organizarse para proteger. Por otro lado, el sentimentalismo muestra la importancia de las relaciones personales, por eso, ante cualquier institución vale más una sonrisa que un derecho, vale más un amigo que una constitución. Por eso en Venezuela nadie tiene porqué asombrase si toda norma es siempre letra muerta.

En tercer lugar podría mencionar el tema de la conjura, esa amenaza siempre presente de los corruptos o ladinos seducidos por la modernidad, que justifica consagrar las excepciones, por si acaso. De esta forma el poder se dota de normas que podría utilizar «si quisiera» aunque esas no sean jamás sus intenciones (no hay que olvidar que quien protagoniza la revolución es siempre el bueno de la película). Con el argumento de la buena fe se defendió el famoso «inciso Alfaro Ucero» durante la constituyente del 45 . Esta norma le brindaba poderes excepcionales al ejecutivo hasta el punto de invalidar los nuevos derechos que se consagraban. Un fenómeno similar parece reproducirse con la nueva Constitución de 1999.

En cuarto lugar las normas, cuya finalidad es la de organizar la conviviencia social, se vuelven irrelevantes si el contexto imperante pretende fundarse en la bondad de la naturaleza humana. Por otra parte, esa premisa también permite crear reglas provisionales o defectuosas. Eso explica la fivolidad de los asambleístas que, sin vergüenza y sonrojo, admiten la necesidad de inmediatas enmiendas a la nueva Constitución, la Bolivariana de 1999. La conclusión de estas bases normativas es sencilla: con tanta buena voluntad ¿quién querría instituciones?.

La gran interrogante para un pesimista como yo es si en estas condiciones es posible el bienestar. Pero ese es otro asunto y para resolverlo hace falta desarrollar, entre otras cosas, este proyecto de investigación.

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