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La religión del poder

Desde los tiempos más remotos se ha utilizado alguna religión para apoyar el ejercicio del poder absoluto y vitalicio; los faraones egipcios, los emperadores romanos, los incas, los califas y tantos más.

Más cerca de nosotros, a partir del Renacimiento, los monarcas absolutos de
Europa invocaron el derecho divino para concentrar en sus manos todos los poderes que antes, en el sistema feudal, eran compartidos.

Esta idea de que el poder temporal tenía fundamentos religiosos terminó siendo barrida en Occidente por el pensamiento de la Ilustración y las revoluciones que éste inspiró en Norteamérica y en Francia. Se adoptó como ideal de gobierno la república o la monarquía constitucional.

Por un tiempo los despotismos, empezando por el de Napoleón, quedaron desnudos: sólo la fuerza y a veces la gloria los sustentaban, frágil garantía de permanencia vitalicia.

Las ideas modernas no lograron hacer mella en la Rusia de los zares. Cuando en 1914 ésta tomó la fatal decisión de desencadenar la Primera Guerra Mundial, era un despotismo anacrónico que se apoyaba en la Iglesia Ortodoxa Rusa. Los desastres militares condujeron al derrumbe del zarismo, sucedido primero por una revolución liberal y, casi inmediatamente, por la revolución bolchevique de Lenin. (Lenin había sido transportado hacia Rusia desde su exilio en Suiza por los alemanes que, con acierto, juzgaron que sería más destructivo para su patria que todo el armamento de los Krupp).

Lenin transformó a Rusia, ahora llamada la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en un inmenso laboratorio dedicado a probar la verdad de las teorías de Carlos Marx. Los gobiernos locales, las empresas confiscadas, las unidades de las fuerzas armadas fueron puestas en manos de consejos de “proletarios» (soviet significa consejo en ruso). Según la teoría, una vez eliminado el dominio de la burguesía, el proletariado, guiado fraternalmente por el Partido Comunista, se desintoxicaría del veneno capitalista, la “alienación”. La codicia sería substituida por la solidaridad. La productividad aumentaría, y con ella, el bienestar. Llegaría el momento en que no se necesitarían autoridades de ningún tipo: el Estado desaparecería.

El triunfo de los bolcheviques suscitó casi inmediatamente una insurrección y una sangrienta guerra civil que tardó varios años en ser definitivamente dominada. Las potencias occidentales la apoyaron con dinero, armas y hasta tropas. Lenin dictaminó que la etapa paradisíaca final del comunismo iba a tener que esperar, pues lo primero era defender la revolución. Instauró el llamado “comunismo de guerra»: planificación central, comisarios del partido en las fábricas, en las unidades militares y en la requisición de la producción agraria, con poderes para enviar a Siberia o al paredón a quien incumpliera las metas fijadas o se desviara de la línea del partido. Y, por supuesto, la Cheka, la policía secreta, experta en torturas y ejecuciones.

En 1921, ante la inminencia del colapso de la industria y la agricultura soviéticas, Lenin instauró la NEP, la nueva política económica. Se permitió a los campesinos vender sus excedentes, se autorizó dentro de ciertos límites la libre empresa y hasta se invitó la inversión extranjera en la industria.

Lenin no llegó a disfrutar del éxito de esta política económica ni de la victoria definitiva en la guerra civil: su control absoluto concluyó abruptamente con un masivo derrame cerebral, en 1922, que lo apartó del ejercicio efectivo del poder hasta su muerte en 1924. Ese poder pasó a ser ejercido conjuntamente por varios de sus principales colaboradores, Trotsky, Zinoviev, Kameniev, Bujarin, y el georgiano Ioseb Besiarionisdze Yugashvili, alias Stalin. Este último no tardó mucho en salir de todos sus rivales.

Es imposible saber con certeza si Lenin creyó hasta el final que su dictadura (denominada eufemísticamente “dictadura del proletariado”) sería sólo una etapa transitoria que conduciría inexorablemente al mar de felicidad del comunismo perfecto. Lo que sí parece muy claro es que ese sueño nunca fue tomado muy en serio por su sucesor.

Stalin se propuso y logró ser el nuevo zar de Rusia, y para ello transformó el comunismo en una nueva religión: la religión del poder, y le dio el nombre de marxismo-leninismo.

Marx era el Mesías, Das Kapital los evangelios, Lenin el profeta, el Partido
la Iglesia, Stalin el Papa, el capitalismo el demonio. La nueva religión proclamaba el ateísmo, pues no admitía competencia. La herejía se castigaba con Siberia o con la muerte. Los servicios secretos eran la Inquisición. Se eliminó completamente toda fuente de información no oficial. Todo lo que no provenía del poder provenía del enemigo.

Se eliminó la Nueva Política Económica. Se confiscaron todas las empresas subsistentes y se colectivizó la agricultura a un costo de varios millones de muertos.

Se desarrolló el culto de la personalidad del Jefe: en todas partes estatuas, retratos, títulos, elogios, leyenda de infalibilidad. Se falsificó la historia para adaptarla a la conveniencia o al gusto del Jefe.

Se publicaron volúmenes y volúmenes sobre la teología de la nueva religion, que obtuvo conversos en el mundo entero. Había que tener fe: a través de la represión y las privaciones, una vez que se hubieran liquidado todos los enemigos, llegaría el paraíso terrenal.

Esta nueva religión sirvió a Mao Tse Tung, a Tito, a Kim Il Sung, y a Fidel Castro para dar fundamento y justificación a su poder absoluto y vitalicio. La religión Stalinista tuvo también hijos bastardos: Mussolini y Hitler, profetas de las sectas herejes del fascismo y el nazismo.

En la actualidad, subsisten en el mundo cinco países que se consideran comunistas: China, Vietnam, Laos, Cuba y Corea del Norte. Los tres primeros abandonaron desde hace tiempo el modelo stalinista pues, aunque conservan el total monopolio del control político del Partido Comunista, han adoptado una dirección colectiva y permitido la empresa privada y la inversión extranjera. Corea del Norte, más stalinista que Stalin, se ha convertido en una monarquía monástica y hereditaria. Cuba, sin duda mucho menos sanguinaria que cualquiera de sus hermanas comunistas, ensaya la sucesión dinástica colateral.

En algunos otros países hay quienes sueñan con emular a Stalin en pleno siglo XXI.

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