Entretenimiento

Jorge Tuero

—¡Epa, tocayo! —viene y me dice (porque, por esas imposturas a que obligan las artes escénicas, desde muy temprana edad le tocó cambiarse «su apelativo original» de Alberto Debrot, para decirlo en su jocoso lenguaje, por un nombre artístico), advirtiéndome que ahora está en otra gran obra.

En aquella época de verdaderos prodigios de la escena criolla, en la que abundaba el aprecio por las creaciones costumbristas de gente como Rafael Guinand y Aquiles Nazoa, la aparición de un muchachito de tan corta edad (apenas 10 años) demostrando tanta capacidad histriónica como la suya en el mundo de las tablas, era en verdad todo un acontecimiento. Y él lo hizo.

Tanto, que le correspondió la calificación de niño prodigio que el país entero le otorgó desde aquel entonces gracias a lo que ya era el evidente inicio de una inusual y dilatada trascendencia artística. Toda una vida dedicada íntegramente a su arte y a su hermosa familia… y nada más.

Sus primeras andanzas, algunas de las cuales estuvo asido de la mano de glorias por aquellos tiempos incipientes, como Román Chalbaud, lo catapultaron al cariño de la gente, más que a una circunstancial fama de la cual, sin embargo, para satisfacción nuestra, nunca más pudo desprenderse. Un cariño potenciado por su incontrolable capacidad para recrear siempre esos cada vez más extraordinarios personajes humorísticos, con los que llena a la gente de la alegría que él tan dispendiosamente regala por donde va pasando.

Ha sido así, desde aquel legendario «Gafo Antonio», uno de los primeros personajes exitosos de nuestra historia televisiva, y el «Juanpueblito» de alpargata y sombrero de cogollo, constituido hoy, por la sola fuerza de su personificación, en verdadero gentilicio de los necesitados y olvidados del país, hasta el «Terror del Llano» que es ahora, con la frescura que sólo él puede imprimirle a un personaje tan maravilloso y a la vez tan incisivo y mordaz como necesario en este tiempo de calamidades y de circunstancias difíciles; la más auténtica expresión de una venezolanidad que de puro intelectualizarla en demasía se nos desvanece a cada rato.

Ahora viene y me dice que se va. Que está harto del paso del tiempo; un tiempo que no termina por decidirse a hacer algo útil por la gente. Que él ya no quiere saber más de las penurias terrenales que siempre agobian. Ni del hambre de los pobres, ni del ostentoso logro de los inmorales, ni de nada. Que se va llamado a una obra fundamental. Una a la que nunca se negó pero a la que siempre supo sacarle el cuerpo con su proverbial e inagotable jovialidad.

Y entonces agarra la grandeza de su calidad humana; y sus recientes triunfos sobre las inclemencias del tiempo con el organismo; y su permanente humor; y su infinita lista de merecidos premios (por los cuales hoy me pregunta Eduardito); y su emblemático tapiz del partido, honrado por él a punta de decencia y honestidad, como nadie desde los tiempos de Andrés Eloy; y la imponencia solidaria y siempre alegre y cariñosa de Gladys; y a Sonia, su única hija; y a la pequeña Solange, y decide que se va.

Y a mi se me pone que es como todo aquello de la poetisa argentina, que por eso mismo se hizo eterna.

Y pienso que, si es verdad que se va, es bonito que se vaya con el mar que él tanto quiere. Y que se vaya así; grande, estruendoso, sin sufrimientos, distanciado sólo por un segundo, y, además, junto a su gente, pero, sobre todo… inmortal.

Y que es bonito que entre a esa gran obra de las alturas con los bombos y platillos que ya este pobre y mezquino país le intentaba ningunear tan inconscientemente sólo por aquello de los santos nuevos.

Y le digo:
—Vaya, tocayo; avance usted. Interprete ese papel de la posteridad con la garra de su valioso talento y de su hermoso don de gente, que aquí nos quedamos los demás, doliéndonos de nuestras miserias, pero alegres y orgullosos de su bella gloria.

(%=Link(«http://analitica.com/bitblioteca/aaranguibel/»,»Alberto Aranguibel en La BitBlioteca»)%)

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