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Diques rotos

A cuenta de la calamidad con la que el gobierno hoy trastea sin escrúpulos, la imagen de una historia de la infancia se hace recurrente: es la de Hans, el niño holandés que ante la amenaza de un nimio agujero en el dique que protegía a la ciudad de Haarlem, decidió taponar con su dedo la fuga de agua y así salvar a su pueblo de la trágica inundación. El pequeño Hans fue un héroe, en efecto, y su iniciativa lo bastante eficaz como para dar tiempo a que llegaran los expertos que repararían el daño; pero no siempre tales empeños son tan útiles en otros casos. A veces la fuerza desbordada de las aguas se cuela a través de las rendijas de lo que antes fueron diligentes muros, sin que haya chance para que dedos o manos enteras logren moderar lo que ya no admite contenciones.

Así, el gobierno: un niño que con atolondrado gesto busca taponar al mismo tiempo no una, no tres, sino las múltiples filtraciones que día a día se abren en el dique que la revolución levantó para protegerse. Muros apuntalados por una deslucida fe, atalayas de mentiras repuestas, trajes exiguos para un emperador que hace rato deambula medio desnudo y sin rumbo cierto, muestran sus bochornosas rajaduras, sin que la estrategia de acusar a enemigos imaginarios sirva para desviar la vista del boquete. En este sentido, las imágenes del cruce por la frontera hacia Colombia, el río humano colmando cauces del puente “Simón Bolívar” para encontrar los bienes que la escasez y la inflación prohíben, no podía ser más revelador. “A las 6:22 am una cola atravesaba San Antonio del Táchira por la mitad”, refiere la crónica de Andrea Fernández; con maletas, bolsas, cédula en mano -un recordatorio del estigma vencido- casi 130 mil venezolanos (amén de los 35 mil de la semana anterior) desmentían a una canciller que aseguró que nuestro país ha importado comida suficiente para tres países. Apenas eran las 9:00 am del domingo 17 de julio, cuando las autoridades colombianas dejaron de pedir cédulas: no alcanzaban las manos, y el dique empezaba a ceder.

Muchos descubren en este elocuente episodio algunas analogías con la caída del muro de Berlín, el día en que fue imposible detener a miles de personas que agolpadas en los puntos de control de la RDA decidieron cruzar a la RFA. No es para menos: aunque ciertamente no podríamos decir en nuestro caso que como entonces en Alemania la presión popular se tradujo en el fin de una era, tampoco es menos cierto que tales síntomas forman parte de una secuencia de eventos políticos e institucionales que pujan desde hace un tiempo por el cambio (ojalá sin mayor colapso) de un régimen autoritario a otro democrático. Las dinámicas transicionales varían, crean procesos únicos, nunca calzan en hormas idénticas, pero en todas ellas pueden identificarse rasgos comunes: y son justamente esos elementos de resistencia y movilización colectiva o el indócil aumento de las presiones, entre otros, algunos de esos factores. Tal como sugiere el profesor en Ciencias Políticas, Sidney Tarrow, la respuesta colectiva a la expansión generalizada de oportunidades políticas, en la que costos y riesgos de la acción colectiva aparecen menguados en relación al incremento de las ganancias potenciales, termina gestionando un impulso crucial para la transformación que se construye “desde abajo”. El hambre que niega el Viceministro Ricardo Menéndez –la demanda elemental de pan, también simbólico reclamo que por cierto recuerda la encrespada marcha de 7 mil mujeres a Versalles en tiempos de la Revolución Francesa- ofrece motivos difíciles de eludir en este caso.

Es llamativo el desarrollo de las presiones que a favor de la solución pacífica de la crisis venezolana saltan desde todos los flancos: en lo externo, la mirada atenta de la OEA, los recelos de Mercosur, la crítica de antiguos aliados, ahora alineados con el patrón democrático; las categóricas declaraciones de la Unión Europea o la preocupación por parte de la ONU y su llamado a aceptar la ayuda humanitaria. Hacia lo interno, lo inusitado: no por la oposición al régimen por parte de partidos políticos y una vastísima mayoría ciudadana, articulados en torno al revocatorio, sino por las declaraciones recientes de figuras vinculadas al chavismo que suman voces en apoyo a esa misma propuesta. La antigua herejía –criticar al régimen, desde adentro- empieza a ser un rito aceptado. El propio ex ministro Héctor Navarro ha dicho que si Maduro pierde el referéndum, no sería el chavismo el derrotado, sino “los que lo usurpan” y “sacrifican a la revolución”… ¿una ocasión para otro tipo de purga?

Innegable, pues, la fuerza de esas aguas para ir descalabrando, taladrando el dique oficial. Mucho aún está por definirse –la eventual posición del ala de los “duros” ante un posible colapso, por ejemplo-; pero todo sugiere que los dedos prestos a tapar orificios no bastarán para cortarle el paso al océano. La potencia de ese flujo, de esa corriente dinámica, no se detendrá: y es preciso que ese niño ofuscado, caprichoso y entumecido lo comprenda. Es hora de moverse. Es hora de crecer.

@Mibelis

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