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El descenso

Como una fruta malograda que en rapto suicida decide apretar los tiempos de su descomposición: la tenaz carrera hacia el abismo emprendida por la revolución bolivariana no deja de invocar la dinámica de la decadencia que, igual que en los cuerpos vivos, distingue a ciertos procesos históricos. Ese ciclo vital que describía Oswald Spengler, signado por un inicio y un fin determinados, si bien alude a la fisionomía de las grandes civilizaciones (“todas las culturas obedecen a las mismas leyes orgánicas del crecimiento y la decadencia”) de algún modo se ve fotografiado en el nacimiento, florecimiento y subsecuente declive del Socialismo del siglo XXI.

Cierto es que en su momento, el relanzamiento de una doctrina moribunda prometiendo “simetría social” y redistribución de la riqueza, todo bien administrado por el todopoderoso Leviatán socialista –uno distinto, pues nadaba en capitales provenientes del petróleo- lució fascinante para las masas tradicionalmente excluidas. La adhesión a ese “Nuevo Proyecto Histórico” que en boca del caudillo adquirió la rumbosa forma de la democracia participativa y protagónica, fue abrumadora. Era el auge, la leyenda dorada del chavismo. A merced de la bonanza y el frenesí adolescente, la borrachera, el ánimo juerguista se propagó como virus; hasta que la crisis de los commodities secó la chequera. Desde entonces, la naturaleza de ese “éxito” mostró en Venezuela su rostro picado de viruela. Del pomposo florecimiento sin sostén real pasamos al impúdico deterioro, nos precipitamos al fondo sin alcancías ni arneses, para topar con la agonía de una criatura que no se preparó para la muerte. Que por eso, quizás, no la reconoce ni la acepta.

Así, se nos obliga a extender nuestra permanencia en este tramo, el de la putrefactio, aún cuando todas las señales instruyen a gestionar la mudanza hacia un nuevo estado de cosas. Hace rato el hedor de la carne corrupta desmiente cualquier afán de inmortalidad, pero no hay forma de que la ofuscada fiera logre ver en el espejo no la ficción que fue, sino la ruina que es, la maldad radical, la regresión que ha invocado. Curiosamente, Spengler advierte que el factor que precipita el descenso de las sociedades -antes que lo externo, las “invasiones bárbaras” de distinta traza- radica en el desbordamiento de “la barbarie interior”, el apogeo de la Oclocracia, el “gobierno impuro y abusivo de la turba”, -como describe Polibio- al margen de toda ley, ethos o virtud: un elemento que, por cierto, siempre caló en este tránsito. Caer en cuenta, por tanto, de que en las vísceras del proyecto chavista está el otorgamiento del poder no a “los mejores” (en el sentido platónico del término) sino a quienes hablando en nombre del pueblo aseguran con su “lealtad” cuotas de dominación signadas por la irracionalidad, la incompetencia, la degradación del ejercicio político, es también intuir que el germen de la autodestrucción ha estado activado en su biografía desde siempre; y que el devenir de los últimos 18 años ha sido mera exhalación suspendida, un final azarosamente terciado por las circunstancias y dilatado más allá de su natural consumación.

La degeneración de la democracia difícilmente puede prever desenlaces más pulidos. Basta ver lo que ocurre en las calles de nuestro país, el ataque bellaco de la soldadesca, la violación del sagrado recinto de universidades e instituciones, la herida propinada impunemente por colectivos armados, el navajazo del lumpen, el resentimiento del paria, manando sin diques; la desordenada fuerza confundida con mandato, el desprecio por el uso y la costumbre democrática, por la cultura y la civilidad, nociones que estos ideologizados cuadros parecen entender como rémoras “burguesas”. Es el estallido, el hacinamiento de los vapores, la autolisis. ¿Cómo contener a estas alturas tanta íntima destrucción? Ni hablar de lo que ocurre a nivel simbólico, la precariedad que como nunca antes se expone en la vitrina del lenguaje. Las recientes cadenas oficiales muestran una dirigencia que abusa del gruñido, la jerga del bajo fondo, la vulgaridad como forma de blindar una primitiva fortaleza; se trata del garrote alzado, la boñiga en el verbo, descargas del mandamás que cree que gana respeto de sus mesnadas cuando más grita, cuanta más rusticidad exhiba. He allí una penosa caricatura del poder. Es la Mahagonny de Brecht, ciudad condenada al fracaso, donde la tóxica permisividad impera, fagocita, aniquila a sus fundadores.

El cáncer de la decadencia es implacable. Ni siquiera Roma pudo librarse de los efectos de la implosión. Ante esa certeza, el espíritu de una nación debe sanar y resguardarse. Una nueva era está siendo laboriosamente urdida a contramano del estropicio, los huesos rotos, los cartílagos deshechos, la piel drenada, y eso también es evidente. Juntemos fuerzas, entonces: para emprender nuestra recomposición como sociedad será esencial desalojar la impronta de tanto descenso al infierno. Mucho por hacer, sí. Pero todo indica que ya hemos empezado.

@Mibelis

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