Opinión Nacional

El enemigo único

El 11 de abril del 2002 no estaba en Venezuela. Lo que supe fue por testimonios de amigos y familia que estuvieron en la marcha. Esa es la única verdad que conozco. No vi a los medios, no vi la renuncia televisada, no vi a Pedro Carmona auto-ungiéndose. Lo que sé de ese día es porque me lo contaron en franco horror. El horror de la emboscada. Y ese horror se quedó en mí. Me confirmó los miedos surgidos cuando oía los discursos de Chávez en campaña en el 98. El de un hombre con vocación de dictador disfrazado de demócrata y revolucionario. Que no titubeó en ordenar el plan Ávila, y que hoy no titubea en recordar a seguidores, ejército y población en general que la consigna nacional es «socialismo o muerte».

A esta fecha, cinco años después no se sabe a ciencia cierta qué pasó esos días de abril. Hay muchos cuentos, como siempre de «primera mano», de lo que sucedió tras las bambalinas del poder. Y desde hace cinco años tenemos un gobierno que ha gastado fortunas en hacer documentales, financiar libros y propaganda sobre lo que, según su versión, sí ocurrió. Gobierno que paradójicamente no se ha preocupado porque se establezcan responsabilidades, se esclarezca la verdad y se le haga justicia a los muertos. No hay comisión de la verdad, no se sabe porqué el general Lucas Rincón pasó inmune por todo el desbarajuste de esos días, anunciando la renuncia del presidente y luego quedando allí tan tranquilo ejerciendo su cuota de poder una vez devuelto Chávez a la silla presidencial. Tras la puerta del palacio no se sabe que pasó. Hay videos y versiones nada halagadoras para el «héroe» del 4 de febrero, así como para los envueltos en lo que de vacío de poder se convertiría en una intención chucuta, torpe e irresponsable de golpe de estado.

Luego vinieron el 12 y el 13 de abril donde se derramó más sangre y fue rescatado el hilo constitucional. Los restituidos en el poder hicieron votos de revisión y enmienda, de reconciliación de un país herido y escindido. Pero cinco años después solo oímos «socialismo o muerte», o estás en el partido único o eres oposición, o eres soldado del socialismo o date de baja en el ejército, oímos en general, que Venezuela es roja, rojita y ya, y que al que no le guste que se vaya, como si estuviera en casa ajena.

Hay dos bandos que se juran enemigos. Que se prometen no olvidar porque ambos tiene muertos. Pero esos bandos son la misma gente aunque no quieran reconocerse y se nieguen a admitir que los arropa la misma patria. Madre generosa que no hace distingo entre nosotros. Todos somos venezolanos.

Lo único verdadero cinco años después son los muertos y la sangre dejada sobre el asfalto de las calles de Caracas. Hasta ahora lo único rojo es esa sangre. El rojo de la sangre que se sigue derramando y que no deja que se destiña ni pierda significado el de nuestra bandera. Ese rojo es el rojo que importa, no significa prosperidad, ni felicidad, ni amor, sino sacrificio, dolor y tragedia.

Los testigos de excepción, los que estaban allí, tienen sus versiones, sus cuentos, tienen sus muertos. Pero la verdad aún no la tenemos. ¿Por qué todavía no ha habido una Comisión de la Verdad? ¿Por qué no se ha llamado a recabar todos los testimonios, todas las versiones para llegar a la verdad, para conseguir el rostro de los responsables?

La verdad histórica no llegará pronto, quizás nunca porque no le interesa al poder. La verdad quedará en suspenso como la del asesinato de Ruiz Pineda o la muerte de Delgado Chalbaud o la de los desaparecidos de las guerrillas, o la de los muertos del 27 de febrero, los del 4 de febrero y el 27 de noviembre o la de los ajusticiados en Portuguesa, Yaracuy y Guárico, o como la de Danilo Anderson o la de los asesinados en la frontera con Colombia, o durante secuestros como los hermanos Fadoul, o como la de los estudiantes del barrio Kennedy, o como los del crimen de todos los días del país y sus miles de muertos anuales. En muchos de esos casos «todo el mundo sabe qué pasó» pero al final no se sabe nunca. Las verdades halagadoras siempre se establecen, las inconvenientes nunca pierden su condición de rumor. Y la justicia resignadamente ya no se pide sino que se le deja a los designios de la vida, a Dios.

Para mí hay un sólo enemigo y está en un palacio de poder. No en la calle. En la calle no hay poder, sólo una ilusión de poder.

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