Entretenimiento

A florencia no le falta nada

La belleza resiste todo incluso

a los turistas norteamericanos

Sinclair Lewis

Florencia resume, quizás como ninguna urbe del planeta, lo que una ciudad ideal ha debido ser: bellas edificaciones, buen vino, artistas inigualables, gobernantes universales, manjares inimitables, pensadores originales, colores y aromas incomparables, incluyendo su buena dosis de intrigas palaciegas, de chismes de vecindad, de envidias derivadas del talento, de rivalidades ancestrales, en fin, de todo aquello que le da carácter a una ciudad para que cualquiera que la visite no pueda renunciar a intentar convertirse también en protagonista de las aventuras de diferente sino que, en su momento, inmortalizaron a los Medici, los Pazzi, los Bardi, los Rucellai, los Cavalcanti, sin dejar de lado a Miguel Angel, Da Vinci, Savonarola, Cellini, Fra Angélico y Fra Bartolomeo.

Hayden Chart, arquitecto, hombre de bien, viudo deprimido intentando reponerse de la muerte accidental de su insoportable esposa en un accidente de tránsito, producto de su propia impericia al conducir, norteamericano promedio nativo de New Life, Colorado, es el personaje central de la novela póstuma de Sinclair Lewis, el primer Premio Nobel estadounidense, Este Inmenso Mundo, quien luego de una larga convalecencia, experimentó la necesidad de “renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos y su madera, para vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos”. Este arquitecto al que “le reventaban los tétricos bloques de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez”, luego de un largo periplo por Europa, se topó con Florencia para deslumbrarse con “el formidable poder de sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos, el monte Fiesole”.

Poder de sugestión variado, ejercido por una ciudad a la que nada le falta, porque puede esgrimir ante el visitante un pasado de edificaciones civiles y religiosas, de príncipes, papas, intelectuales, artistas, al más inflexible y estructurado de los turistas, exhibiéndolo incluso ante esos infaltables norteamericanos, provistos de guía y cámara, cargados de sus novedades pasajeras (una estrella de cine, un avión a reacción, el último escándalo sexual de su Presidente, los asesinatos en serie, el sermón del predicador de moda) que, sin embargo, demuestran “una reverencia provinciana ante la cultura europea”, mientras procuran, en su encuentro con ciudades como Florencia, “ver la misma elevada ambición en las catedrales góticas que en los himnos góticos y la misma gracia y luminosidad en los palacios y en las villas del renacimiento que en las esculturas y en las canciones de la época”.

Florencia inasible que eleva al cielo, orgullosa, las innumerables torres de sus palacios e iglesias para no pasar inadvertida ante los habitantes de la tierra y mucho menos ante los que habitan las alturas. Cúpulas majestuosas como la de la Catedral de Santa María dei Fiori, torres marfileñas como el campanario de Giotto o como la del Palazzo Vecchio que “domina al mundo mejor que un rascacielos de cien pisos de hormigón armado”, sirven para testimoniar la majestad de una ciudad “mil años más joven que Roma” que por efecto de sus “rojos y amarillos medievales y por sus sombríos pasadizos parece, sin embargo, más vieja” que la capital del imperio de los imperios.

Este inmenso mundo es el recuento de la titánica tarea de un arquitecto estupefacto, decidido a romper con sus tradiciones pacatas, asépticas e ingenuas, para enfrentarse tanto a aprender el italiano, “un idioma que para los indocumentados sólo consiste en melodías y tra-la-la y damas nobiles y pregones de helado”, como a descubrir la sabiduría medieval escondida, oculta, intrínseca a la ciudad, esa sabiduría que hay que cultivar “por amor a ella misma y no por las supuestas ventajas que le atribuyamos”. Hayden recorrió Florencia y sus alrededores, se trasladó al sorprendente San Gimigniano con sus antiguas y numerosas torres, a Siena con su combativa Piazza donde se desarrollaron palios y batallas bajo la atenta mirada de una torre inaudita que remeda a la más espigada montaña, para volver siempre a Florencia, la sinigual ciudad “llena de antiguas resonancias y moderada energía con sus viejisimos pasajes, retorcidos y misteriosos, cubiertos con arcos de piedra sobre los que había grabados escudos nobiliarios”.

Ciudad medieval, estirpe del Renacimiento, inevitable a los ojos de un arquitecto que ve más allá de piedras, cemento y cabillas para enfrentarse a la fábula de unos caballeros andantes desafiando peligros en forma de lanza, ballesta y armadura para conquistar un precioso galardón que ofrecerá solicito a una princesa inocente, rosada de rubor. Plazas jubilosas donde aún palpita el jolgorio, la baraúnda, el bullicio de hombres y mujeres que se acercan desde el Valle de Arno para ofrecer, en ferias coloridas y vistosas, los más frescos y variopintos productos de la tierra toscana. Calles florentinas en las que es posible ver surgir, a la vuelta de una esquina o de un recóndito patio, ”alguna dama con un puntiagudo tocado acompañada por un galanteador vestido de satén con un halcón al puño”.

Florencia devota, confesional, poco ecuménica, en cuyas calles se asientan conventos, iglesias y catedrales que han presenciado, impertérritas, los dimes y diretes, los argumentos, las posiciones, las tesis esgrimidas por unos sacerdotes inflexibles que como, Girolamo Savonarola, intentaron imponer un gobierno religioso basado en virtudes inviables, en preceptos imposibles de cumplir, debido a su distancia de lo verdaderamente humano. Iglesias centenarias como las de San Michele, Miniato, Santa Croce, María Novella, San Marco, el Battistero, plenas de santos con caras y expresiones copiadas del gobernante patrocinador de turno, cálidas en las creencias aunque frías en sus claustros y aposentos donde “la Madonna más rosada parecía azulada de frío cuando un aire traicionero subía de una cripta que se había ido enfriando cada vez más desde hacía siglos”.

Arquitecto deslumbrado, empecinado en aprender todo aquello que la urbe le ofrecía gratuitamente, desafiándolo, obligándolo a hurgar en las entrañas de un conocimiento un tanto esotérico – la historia, el arte, la política, las costumbres, la gastronomía, la enología – de una ciudad que no podía, ni podrá nunca ser, reducida a un censo, a un inventario de calles, plazas y edificaciones. Arquitecto obligado a dejar de lado las insulsas conversaciones con sus coterráneos acerca de la pesca, el béisbol, el golf, el fútbol americano, para saber más de un pasado florentino que ha debido ser, sin dudas, mucho más que “aventuras de capa y espada, historias de amor entre caballeros andantes y princesas”. Imposición personal, consentida, voluntaria, que se tradujo en el mandato orgulloso de ser un erudito, de ser “un Erasmo, un Grossetest, un Alberto Magno”.

Ciudad avasallante, extrema, contradictoria, bella en todas sus dimensiones, donde el palacio, “esa casa grande, generalmente de piedra, construida hace varios siglos para que la habitase una familia muy rica y noble que adquirió riqueza y nobleza mediante una guerra y con el botín que sacó de ésta, o prestando ayuda a los papas, reyes y duques, que también acaudillaban la guerra”, convive con “humildes tejados colorados, de un rosa suave, un violento carmesí, o un naranja pálido, sobre los muros de yeso amarillo”.

Hayden Chart, diletante bisoño, intelectual de estreno, viudo con sentimiento de culpa, arquitecto empedernido, turista negado, americano redimido, poeta mudo, que al encontrarse con la inagotable Florencia “se sintió elevado al séptimo cielo; como hombre solitario que viajaba para encontrarse a sí mismo, se preguntó si allí abajo, en aquel enjambre de estrellas caídas no estaría la clave del camino que había perdido. Era indudable que se había enamorado y aunque sólo de una ciudad, sabía por lo menos que era capaz de poner en marcha la magia del amor”.

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