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¿Así se sirve a la Caracas del futuro?

Del populismo se habla mucho en casi todos los discursos sobre política o políticos. Pero en pocos países del mundo se ha ejercido como en Venezuela, caso especial por ser un país petrolero que ha entendido mal la consigna de «sembrar el petróleo» lanzada a todos los vientos por Arturo Uslar Pietri hace más de medio siglo. Se ha entendido que se trata de «repartir» la renta petrolera. No en inversiones (que tienen el riesgo de ir acompañadas de la corrupción, endémica en un país de bajas defensas morales) sino literalmente en dádivas, en ayudas sociales de distinto tipo y calidad siempre orientadas a través de la mano generosa del Lìder. Así que en la Venezuela de hoy, apoteosis populista, todo se debe al Gran Conductor, como se debía el destino de Alemania al Führer, el de la Unión Soviética al Padrecito Stalin y todo lo imaginable a Fidel, en ese territorio aislado del mundo que es Cuba.

Pero no sólo hay que ser petrolero. Allí está el caso de Perón y el peronismo en Argentina, un país de altísimo nivel cultural comparado con el nuestro que sin embargo sigue medrando en la figura de un populista casado con una santa. Uno no se explica Argentina sin el populismo y sus terribles pesos. Que se heredan por generaciones como se han heredado en muchos países de América Latina. O en países europeos inalcanzables para nosotros en términos de cultura y economía, como Italia. Y España ¿porque no es acaso populismo puro el debate PSOE-PP?

Pero el caso venezolano actual es una situación límite. Se intenta construir un totalitarismo a base de dinero que compra votos, lo digo con insistencia, un caso único en la historia. Apoyándose en el carisma de un líder falaz, astuto y conocedor de los flancos débiles que al Poder le ofrece la gente en general. Intuitivo y seductor. Ha arrastrado a su grey gente de todos los calibres. Calibres que por cierto y en virtud de esas debilidades, demostraron ser muy bajos.

Ese manantial de dinero rentista petrolero, como he escrito muchas otras veces, hace invisibles todas las incoherencias. Pero para lograrlo se cuenta además con una sociedad bien abonada para las insensateces. Inmadura, en la cual los abuelos de cualquier familia urbana se siguen comportando como si estuvieran bajo un techo precario reposando en la tarde después de un día de trabajo de campo. Nuestra cultura urbana es tan reciente que aún va naciendo.

Cuando siendo adolescente debía decidirme por la arquitectura, la profesión era desconocida, la gente te recomendaba ser ingeniero-arquitecto, una especialidad que, se decía, habían creado en los Estados Unidos. Había dos docenas de arquitectos graduados aquí a mediados de los años cincuenta del pasado siglo, Hoy deben ser veinte mil en momentos en que la arquitectura atraviesa una sequía que puede considerarse excepcional. A los arquitectos que hemos entrado en la séptima década de vida se nos considera fallecidos. Se nos reconoce y respeta pero se nos juzga incapaces de construir una arquitectura de interés. Cuando hago notar que muchos famosos y activos son mayores y que Zumthor es apenas cuatro años menor, se me responde con silencio. Porque el estancamiento es tal que los más jóvenes creen que sólo enterrando prematuramente a los mayores tendrán alguna oportunidad. Y además, en una sociedad en la que hasta los mismos arquitectos no creen en la arquitectura la situación se hace aún más difícil. Y digo esto último porque se encuentra uno a cada paso arquitectos que «colgaron los hábitos» como se dice en el mundo clerical católico. Se convencieron que todos los demás arquitectos son más o menos inútiles, por las razones que sea, y deciden convertirse en una suerte de técnicos del mundo de la construcción que sirven para todos los efectos menos para el de afirmar una cultura arquitectónica. Hace poco decía en una reunión de profesionales una arquitecta graduada en una buena universidad nuestra, que diseñar una cocina industrial «no era un problema de arquitectura». Sino industrial, supongo yo. O sea que la planta de celulosa de Alvar Aalto (Sunila, Finlandia, 1936-54),  o, más cerca, el Central El Palmar de Tomás Sanabria en Venezuela (El Consejo 1955-57) no son arquitectura.

Y ese desprecio por el conocimiento, por la cultura en suma, es típico residuo del populismo, de un modo de ver las cosas desde lo expeditivo. Una herencia que ha hecho cuesta arriba hacer arquitectura en cualquier nivel. Insisto de nuevo en recordar que los arquitectos que se han afiliado al régimen político que sufrimos, algunos de ellos gente que fueron mis estudiantes e incluso grandes amigos personales, se han convertido en despreciadores de los valores de la arquitectura y sobre todo de los arquitectos que la persiguen. Porque consideran que los lemas políticos populistas con aspiraciones totalitarias, convertidos en catecismo bien digerido, importan mucho más que las destrezas profesionales o la pasión por el oficio. Y han impulsado las cosas más absurdas cerrándole el paso a la posibilidad de que de los ríos de dinero quedaran aportes a nuestro patrimonio edificado. Y son parte de un grueso contingente de todas las proveniencias y todos los antecedentes, universal, que está dispuesto a poner de lado los valores culturales intrínsecos del nuestro ejercicio, en nombre de una especie de utopía, de una realidad imaginaria, en la cual esos valores emanarán no del aporte personal sino del tejido de luminosidades paridas por una sociedad distinta. Sociedad de la cual la realidad presente no da la más mínima muestra. Pero no importa. se trata de ser fieles a una Fe.

En eso estamos en Venezuela. En medio de un cruce de expectativas, de arideces, de visiones pobres o falsamente enriquecidas, entre las cuales tiene que surgir nuestro aporte. La tarea es tan difícil que desalienta. Se deben repetir los intentos una y otra vez. Hace un par de días, por enésima vez en mi vida profesional, termino un proyecto dedicándole todo mi esfuerzo para ser informado que hay muchas posibilidades que no se construya. ¿Cuantas veces he tenido una experiencia así? Ya voy por la veintena. Y son proyectos hechos como quien hila pacientemente en el desván. Dibujados por un puñado de personas, sin grandes soportes de dibujantes, técnicos, o ayuda exterior. Y los últimos, tal como los hace Glenn Murcutt en Australia, en mi propia casa-oficina: un amigo, yo y mi esposa apoyados en «outsourcing» de la máxima calidad pero manejado por muy pocas manos. Murcutt sin embargo, vive en un país que tiene peso y finalmente construye sus cosas y lo hace bien, con todos los requisitos. Aquí no, nuestra industria está tan maltrecha que hacer lo mínimo exige energías desmedidas. Lo que logramos sale marcado por muchas imperfecciones y limitaciones.

Pero allí está a pesar de todo y nos enorgullece de modo modesto. Sin que perdamos de vista la pregunta que pende sobre nosotros: ¿A quien le interesa Venezuela y lo que aquí se hace? Australia es mucha Australia, Venezuela es un país agobiado, apagado, que dispensa dólares que todos codician.

Y está marcado por el populismo.

 

¿ASÍ SE SIRVE A LA CARACAS DEL FUTURO?

Oscar Tenreiro / 21 de agosto 2011

El populismo es difícil de definir. Se hace tratando de fijar sus características, como «el «rechazo a las élites económicas e intelectuales» …»y a los partidos tradicionales», y se dice que hace «constante apelación al pueblo como fuente del poder». También se insiste en que los líderes populistas «afirman enfocarse en el pueblo y velar por este». Y son populistas «las medidas que toma un político buscando la aceptación de los votantes».

Es esto último lo que más me interesa porque se refiere al rasgo más negativo a largo plazo del populismo, la idea de que la aceptación es el objetivo inmediato de toda conducta pública y, como consecuencia de ello, que lo «aceptable» es lo que debe hacerse. Un rasgo que pesa en los hábitos sociales que acompañan al populismo, y terminan, como he insistido en el caso venezolano, penetrando todos los niveles sociales. Porque esta es una nación donde el populismo ha reinado por medio siglo, creando patrones de comportamiento y orientando, es lo más nocivo, los juicios de valor sobre la acción pública, esfera esta última que es el ámbito natural del «modo» populista.

Es verdad que toda búsqueda de votos en democracia exige hasta cierto punto adoptar sesgos populistas. Logrados los votos, sin embargo, ese sesgo puede (y debe) atenuarse.  Los grandes estadistas, precisamente por serlo, terminan dejándolo de lado y ofreciendo caminos de riesgo que defienden con su prestigio. Aunque sucede con frecuencia, particularmente en medios culturalmente pobres, que el político siga la corriente que lo llevó al Poder y termine consolidando modos de proceder públicos basados en la simple aceptación general, en asuntos de coyuntura.

¿Somos populistas?

En Venezuela el populismo se le sale por los poros a cualquier político con aspiraciones. Las ideas son sustituidas por la búsqueda de aceptación. Que se expresa en convenciones repetidas a lo largo de décadas. Y siendo la experiencia de estos últimos doce años una exacerbación del populismo, da la impresión de que todo discurso se articula bajo su influencia. Eso es posible aceptarlo como parte de la debilidad de la democracia que acabo de mencionar, la de la búsqueda de simpatía. Pero cuando se trata de debatir sobre lo que hay que hacer luego de la locura destructiva que hemos vivido, la actitud debería ser distinta. Allí se imponen las ideas y la disposición a impulsarlas. La afirmación de una concepción de la democracia que devalúe los mitos de doce años de adoctrinamiento a base de lemas que han terminado por crear un núcleo ideológico duro, sostén de este Régimen.

Y debería ser igual en lo que se refiere a la acción pública. Porque si no es de extrañar que un alcalde o gobernador del Régimen tenga mentalidad populista, al de oposición se le pide demostrar que la superó.

Y al decir esto se me hacen evidentes las luchas de años a favor de la justa valoración de la arquitectura como instrumento de cambio, olvidada por el populismo. De la enorme importancia de la arquitectura de las instituciones para mejorar la calidad de vida urbana: la educación, la salud, la cultura, la recreación. Me consta lo difícil que ha sido en el caso de las escuelas por ejemplo, que se trate como un tema de arquitectura, y en consecuencia, que se acepte un nuevo nivel de costos y prestaciones, basado en una visión renovada. La rutina revestida de eficacia logra relanzar la tara populista de imponer cantidad sobre calidad. Y se abre una lucha terrible en la que para vencer es indispensable el apoyo, la convicción política. De un líder que decida dar un paso adelante…y lo sostenga convenciendo.

Ese tema ha sido recurrente en este espacio, y vuelvo a él a propósito de la Alcaldía de El Hatillo en Caracas, municipio en el que vivo desde hace 45 años.

El Hatillo es una muestra.

Allí  vive mucha de la gente más pudiente de la capital y sin embargo es el sector donde el nivel de las instituciones municipales es más precario. La historia de sus alcaldes es gris. Tan gris que ilustra este comentario la imagen de un edificio (un rancho)  que mas oscuro no puede ser. Ubicado en un lugar de la ciudad con un costo de terreno astronómico (Plaza Las Américas) revela el modo como un alcalde de oposición entiende la ciudad. Allí está el rancho recién construido, para la Policía Municipal, a la vera de una importante vía por la que suben a sus viviendas, mayoritariamente confortables y de alto costo, decenas de miles de personas diariamente. No había dinero para más, se podrá decir, porque en años de ejercicio «opositor» no se ha podido modificar la estructura de ingresos municipales de una zona «rica» de la ciudad. Y por ello no se «pueden» construir instituciones urbanas con vocación de permanencia.

¿No es esta una cara de la triste paradoja venezolana? ¿Que en la propia capital del país se proceda con esta pobreza de espíritu, mientras se habla pestes de «ellos», los que apoyan al Régimen? Es la misma escasez de criterio, aunque tenga otro signo político. No son «ellos», es la sociedad entera, por lo visto.

Y no es mi intención centrar todo en El Hatillo y sus males, que son por cierto muchos. Ni siquiera en que sus votantes siendo de la clase media más alta parecen optar siempre por fórmulas de la vieja política o por salidas falsas como la del alcalde anterior. Lo que me interesa destacar es la amplitud de la crisis de nuestra sociedad. El modo como se ha afirmado en los espíritus un modo de pensar hijo directo del populismo: en lo privado lo mejor, para la ciudad mediocridades aceptables. Nada de ideas, sólo repetición de vaguedades como lo hacen a diario los precandidatos opositores. No se han dado cuenta de que al Gran Jefe lo sostienen las ideas, aunque sean congeladas y del pasado. Y eso es lo que hay que entender: las ideas mueven a la gente.

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