Cultura

Real de Catorce: El México Sagrado

La estética de la fe  crea   un  acercamiento a lo trascendente.    Rasga el velo de lo efímero a través del vuelo del alma. Huye de lo cotidiano al reencontrarse con el tiempo del mito  y del rito. Trueno interior que mueve a la acción.  Da significado a lo insignificante al     expandirse  la realidad   a través de la dimensión simbólica. Este hombre religioso que llega a Real de 14, en el desierta de San Luis de Potosí, México,   es capaz de  convertir  un casco de seguridad  de plástico en algo trascendente como  lo es la indumentaria romana,  que recuerda la crucifixión;  convierte un pañuelo en metáfora de lo uránico y lo pluvial;  muta máscaras carnavalescas en símbolo milenario,  al convertirlas en iconos de antiguas  creencias, tal como se evidencia entre septiembre y octubre de cada año, entre esas montañas sagradas para los huicholes.

La peregrinación como encuentro con la divinidad es  detonante de todo esta ebullición del Ser,  movida por un calidoscopio de causas  sagradas y profanas que disfrazan la necesidad humana de imbuirse en lo extático a través de la posesión, el hundimiento en lo inconsciente en el arrobamiento místico. Se busca  el milagro para la sanación de cualquier  mal. Los exvotos de la Iglesia a Panchito lo evidencian.   Vendrán con estos gritos de alma   las lluvias para que las milpas y sus frutos broten. Miles de personas con su familia se  trasladan y cruzan e desierto  para llegar a este pueblo de milagros. Van al reencuentro de sus ancestros   a través de Panchito, o san Francisco para los cristianos, icono ubicado en el Templo de la Parroquia de Real de Catorce, México. Unos llevan los milagros con formas de manos, cuerpos, carros…, otros  el exvoto pintado por artistas populares como evidencia del bien divino recibido. Los  ancestrales mexicanos, los huicholes guiados por   el mar´a´kame (chamán) y el espíritu de Tatewarí (nuestro abuelo) y  Káuyúmarie (el venado),    confluyen en ese tiempo y espacio a la peregrinación por la  caza del  peyote en  Wirikútu (el Cerro de la Quemada).

En  este abandonado pueblo del estado de San Luis de Potosí, entre septiembre y octubre,   dos peregrinaciones se entrecruzan, con  sentidos diferentes, pero unidas en su  anhelo por lo numinoso. Por un lado está la religiosidad nacida del choque de dos culturas  que dio nacimiento a una realidad mestiza-sincrética-cristianizada   y por otro está la milenaria peregrinación de los huicholes que van a la montaña sagrada donde termina la caza del niño sol, el peyote, que transmite poder espiritual para curar las enfermedades y reinterpretar  a través de sueños y visiones  la realidad y el sentido de existir.

Todo este movimiento del ser colectivo mexicano,  evidencia la riqueza de la espiritualidad latinoamericana, se da en pleno desierto.  La aridez de la tierra  contrasta con    el verdor del alma.  Este pueblo fantasma   es invadido por miles de fieles que llegan a pie, de rodillas, en mula, en   autobuses y carros,   impulsados por un anhelo  místico que  se viste con  manto de fiesta, recordando ese legado prehispánico, donde  se evidencia como sentido de vivir acobijado del cosmos  la alegría,  lo  festivo  y lo extático  como dones  preciados para sobrellevar  la vida.  Así,  este pueblo    interrumpe  su soledad por  marejadas de seres humanas que  invaden el antiguo pueblo minero, que una vez fue rico hasta que se agotaron las minas de plata. En  Wirikuta (el Cerro de la Quemada), ombligo cósmico de los huicholes, se da  una  oculta peregrinación, plena de tabúes y purificaciones rituales, donde un charco puede  convertirse en lago celestial gracias a la doble visión o una roca en  ancestro.

En ambas peregrinaciones no importa la distancia, el medio de transporte   o el cobijo sólo importa pagar la  promesa o  llevar a buen término la caza del peyote.  Estas realidades  hacen  brotar una estética, que la fotografía con su  único ojo  intenta atrapar, robando al olvido estos instantes donde el copal  asciende  entre oraciones en diversas lenguas y dialécticos con un sólo fin: reencontrar la fe. Esta oleada humana,  convierte en cobijo, comedor o baño  cualquier rincón de Real de Catorce, desde la calle Lanzagorta hasta la Plaza de Toro. Destacan  los estandartes, indumentarias  de los  fieles, que  compiten entre sí por mostrar su devoción  y   la  creatividad de sus  escenografías espirituales.  Mujeres vestidas de santas, con rostros de arrobamiento pisando más allá de la piedra, viviendo   un tiempo y espacio sacro,  captados por las fotografías. En composiciones a ritmo de   peregrinación,  entre la cual  destacan  los huicholes, nacidos del desierto, silenciosos y lejanos   vestidos con  indumentarias blancas tejidas con  colores contrastantes, formas y elementos que hacen del lengua mítico   estética. Cada contraste cromático tiene  un contenido simbólico, el azul y el verde, asociado al agua y a la caza del peyote, el rojo al fuego y al Cerro de la Quemada.  Se evidencia en estos ropajes la forma del ojo divino, que  se inspira en la estructura geométrica del peyote. Pies  protegidos por  gastados guaraches, vienen a vender sus artesanías de  cuentas, cera, jícara, madera y lana, donde sus mitos y creencias se materializan, siguiendo los diseños simbólicos de las Kurí (jícaras votivas).  A su alrededor, se percibe una tensión, una urgencia por   quienes los rodean. Son peregrinos, y turistas  hambrientos de la dimensión  espiritual, llegan anhelando un acercamiento a la dimensión extática olvidada,  comercializada y negada por occidente. Vienen  sedientos de Ser, se acercan anhelantes  a los huicholes que vienen  a la búsqueda del niño sol. Muchos de estos  visitantes volverán a sus países sin haber logrado penetrar este hermético mundo, pero se habrán acercado  a él. Otros descubrirán que parte de la revelación es el silencio del desierto, su resplandor, la profundidad de sus noches que nos reencuentran con nuestras sombras,  ángeles y demonios y quizás algunos  hasta lleguen, tras un largo acercamiento a esta encrucijadas de tiempos y espacios sacros,  arrobarse entre  un pedazo de cielo y eternidad.

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