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La Corte de los Milagros

El jueves 16 de 1899 de mayo se produjo uno de los grandes milagros castristas: el general Cipriano Castro, el ambicioso y caricaturesco Napoleoncito andino hizo su entrada triunfal a la ciudad de Valencia, como preludio de su llegada a Caracas.

Tres días antes, en el anochecer del día de la batalla, estaba derrotado. Si aquello fue una victoria, lo fue a lo Pirro. Él mismo había quedado afectado, no por una herida sino porque al caerse de su caballo se lujó un pie. Si el presidente Andrade le hubiese hecho caso a Antonio Paredes, habría bastado con amenazar a Castro el 14 para que sus maltrechas fuerzas se dispersaran y se acabara así aquella aventura loca. Pero, o Andrade no recibió el telegrama de Paredes, como alegó después, o no confiaba en aquel valiente y honorable oficial que era la única luz militar en su bando. Pero el presidente Andrade intrigó hasta contra sí mismo, y ni se dio cuenta de que aquella “Revolución” de Castro estaba derrotada. En el texto de Paredes hay demasiados condicionales, demasiados “si” que no encontraron respuesta en su momento. Parecería que Castro y él fueron los dos extremos de un sistema de suerte: para Castro, toda la buena, para Paredes, toda la mala. Salvo la mala que le tocó a Andrade, que fue bastante. También Andrade, además de que no estaba preparado para el cargo, no tenía la menor fortuna: fue vencido por su propia incapacidad y por una inmensa red de deslealtades. Entre otras la de su ministro de Guerra, Ferrer, la del general Luciano Mendoza y, aunque en mucho menor grado, la de Manuel Antonio Matos, el banquero, concuñado de Guzmán Blanco, fundador de los bancos Caracas y de Venezuela.
Jacinto López, que fue el último secretario de gobierno antes de que se le entregara vilmente el país a Castro, escribió en 1908 desde New York: Pactar el Gobierno constitucional con el inválido que acaudillaba la rebelión en Valencia era absurdo y de un oprobio insuperable. Nada explicaba ni justificaba aquellos tratos que encontraron sin embargo mensajero en el señor Manuel A. Matos, y que solo podrían servir para disolver la resistencia en todas sus partes y deshonrar a Andrade y dar a su autoridad personal golpe de muerte. Castro en Valencia era más que nunca un jefe anonadado; sin parque, sin dinero, sin bandera, absolutamente incapaz de combatir, ni de expedicionar, ni de ninguna acción de guerra de importancia. Este fué el mayor error de Andrade, tratar con Castro. Inseguro de la lealtad del ejército de La Victoria, y resuelto ya a abdicar, su sola desaparición decorosa del poder era la transmisión legal de la Presidencia al Vice-Presidente, a condición de que la paz fuera en el acto restablecida por el ejército de la República, y se consolidara el orden constitucional. ¿Por qué en lugar de aquellas tentativas de transacción con el desconocido expedicionario, impotente en Valencia, no trató Andrade con el general Víctor Rodríguez, su sucesor legal? (Ante Verba, en Cómo llegó Cipriano Castro al poder).
El propio López da la respuesta un par de párrafos más adelante: tampoco Víctor Rodríguez supo qué hacer. No entendió que con la huida de Andrade él era presidente de la República, y en vez de formar gabinete con un grupo de notables que López había comprometido, creyó que su papel era el de entregar la silla a Cipriano Castro. Dejó que su mente se sometiera a la de Manuel Antonio Matos, que no quería ofender al pequeño capachero quien, seguramente, no podía creer en su propia suerte, o empezaría a suponerse escogido de Dios.
Castro, escogido no por Dios sino por dioses deleznables, ya era atendido y adulado por lo que desde entonces se llamó el “Círculo Valenciano”, formado por unos cuantos hombres civiles, sin valor político alguno, como Ramón Tello Mendoza, quien hasta entonces había vivido de lo que le producía un tren de carros, y quien había tenido alojado en su casa a Ferrer durante la permanencia de éste en Valencia. Cuando Supo este señor Tello que Andrade pensaba ir a tomar el mando del ejército acantonado en Valencia, decoró su casa lujosamente para ofrecérsela; mas como los acontecimientos tomaron un rumbo diferente del que había previsto, y como al fin fué Castro quien se presentó en la ciudad, ofreció la casa a éste y le prodigó las mismas atenciones que reservaba para Andrade; Manuel Corao, quien aseguran estaba al presentarse en quiebra en un pequeño negocio que tenía; Julio Torres Cárdenas, M. Arias Sandoval y Manuel Pimentel Coronel, redactores de unos periodiquillos sin importancia, quienes hasta el día anterior al del combate habían estado pregonando las mayores adulaciones a Andrade y diciendo en todos los tonos que Castro era un facineroso; y por último los dos hermanos Francisco y Santiago González Guinán, ambos inteligentes y de alguna ilustración, pero que, de tiempo atrás, estaban en una especie de degredo moral por haberse exhibido excesivamente serviles y bajos en sus relaciones con los gobiernos de Guzmán Blanco y otros (Cómo llegó Cipriano Castro al poder). Dicho en otras y más cortas palabras: un grupo de adulantes que no buscaban otra cosa que su propio provecho. Aunque siempre los ha habido, posiblemente ningún “círculo” ha sido tan descarado ni tan dañino como el que rodeó al caudillo tachirense y lo aisló de la realidad. La adulancia es la prostitución de la política. Y aquel grupo de pelanduscos ha sido uno de los peores entre los que se han aprovechado entre sonrisas y elogios al jefe, de las debilidades del jefe.
El 22 de octubre de 1899 entra a Caracas Cipriano Castro, y el 23 saca de la silla de una sonora patada por el trasero a Víctor Rodríguez para ponerse él como jefe de Estado de facto. Cierto es que para algunos puede haber sonado esperanzador aquello que proclamó Castro: “Nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”, pero también es indudable que desde el mismo comienzo se vio que no tenía la más mínima intención de cumplirlo. Su primer gabinete está formado por Juan Francisco Castillo (el que fue candidato liberal, en de las mozas), como ministro del Interior; Andueza Palacio (el liberal ex-presidente que quiso continuar en el poder), ministro de Relaciones Exteriores; José Ignacio Pulido (viejo caudillo militar que fue ministro de Guerra dos o tres veces y hasta encargado de la presidencia de la República), ministro de Guerra; Víctor Rodríguez (el que le entregó el poder a Castro), ministro de Obras Públicas, Manuel Clemente Urbaneja (sobrino del Premier de Guzmán Blanco y viejo liberal amarillo), ministro de Instrucción; Ramón Eduardo Tello, cabecilla del “Círculo valenciano”, ministro de hacienda; el Mocho Hernández ministro de Fomento, y Celestino Peraza y Julio Sarría secretario general de la presidencia y gobernador del Distrito Federal. Con la excepción de Tello, que está allí por adulante y para que el dinero se maneje como quiere el jefe, todos son viejos hombres de la ya vieja política del siglo XIX, no los nuevos que trajo desde la frontera, entre quienes había personas tan honorables como Manuel Antonio Pulido y gente de gran carácter como Juan Vicente Gómez, por ejemplo. En un acto eminentemente demagógico, Castro va en persona a La Rotunda a liberar al Mocho Hernández, que irá de la cárcel al escritorio de ministro de Fomento, pero el Mocho tiene otros planes y el 28 de octubre, el día de San Simón, tras haber sido ministro por cinco días, se alza en armas, sólo para demostrar otra vez su poca solidez y ser derrotado y humillado unos siete meses después. En Puerto Cabello el general Paredes mantiene el único foco de dignidad del país, pero calcula a partir de una lógica militar que Castro, ante el peligro del Mocho no va a desviarse para tomar Puerto Cabello, y con Castro esos cálculos no funcionan. Se desvía, toma Puerto Cabello, a pesar de una palabra empeñada hace preso a Paredes y de nuevo la suerte le funciona.
Castro, desde el comienzo, se convierte en dictador unipersonal. Más que ocupar la Casa Amarilla, que era la residencia presidencial, la invade, y sus famosos “chácharos” duermen suspendidos en sus corredores y usan su patio como retrete. Desde muy pronto corren por Caracas rumores de los abusos sexuales del hombre de Capacho, y su sentencia: “no cobro andinos ni pago caraqueños” habla muy mal de su visión del país. Son recurrentes las historias de jóvenes de todas las clases sociales lo “visitaron», como en la colonia ocurría con don José Francisco Cañas y Merino, gobernador y capitán general de Venezuela entre 1711 y 1714, famoso por sus costumbres disipadas, que incluían la violación y seducción de niñas. Castro, obnubilado por la alta sociedad, invadió la Casa Amarilla y la convirtió en sitio de grandes fiestas y alegres encuentros. Fiestas en las que, como cuenta Carmen Clemente Travieso, en los corredores del alto se servía un ‘buffet’ con 500 pavos y otros tantos jamones y postres que aderezaban las familias caraqueñas para las fiestas de la Casa Amarilla. (…) El señor Maury era el encargado del adorno de la casa que tenía el aspecto de un palacio encantado.
De inicios de su gobierno es también una de las situaciones que más afectó su imagen: El 29 de octubre de 1900 Castro tenía un año y una semana en el poder, y ya era detestado por muchos en la capital. Y esa madrugada, a las 4 y cuarenta y dos minutos, un movimiento de la tierra derrumbó no menos de veinte casas, mató a una veintena de personas y dejó heridos a más de cincuenta. Al sentir el temblor, el presidente Castro perdió la compostura y saltó en paños menores y pantuflas de uno de los balcones de la Casa Amarilla. Una altura respetable, aun para un hombre menudo y liviano. Además del ridículo y las burlas del pueblo, el general Castro sufrió la lujación de un tobillo. Fue entonces cuando decidió mudarse al Palacio de Miraflores, la edificación que el general Joaquín Crespo no pudo terminar. Estaba construida a prueba de terremotos. Y el miedo es libre.
Pero retrocedamos en el tiempo. Los comienzos del (des)gobierno de aquel hombrecillo no podrían haber sido peores. Castro consigue un préstamo y pide un segundo crédito, confiado en que el hombre que tanto lo ayudó a llegar a la cumbre, Manuel Antonio Matos, va a obedecer dócilmente. Pero no es así: los banqueros niegan el dinero. Y allí se produce otra escena trágica de película cómica: los banqueros son encadenados y exhibidos públicamente como monos de circo, y encerrados en La Rotunda. Así consigue el dinero Castro, pero también el odio de los banqueros y de lo que hoy llamamos el “sector privado”. Eso hubiese sido suficiente para quitarle el piso político, sobre todo si consideramos que en el Táchira se alzó Rangel Garbiras, en Guayana Nicolás Rolando, en los Llanos Celestino Peraza, en Oriente Pedro Julián Acosta, en Carabobo Juan Pietri, en fin, el país se le incendiaba. Pero de nuevo, como veremos pronto, acude en su ayuda la suerte, en las manos de Manuel Antonio Matos, el banquero mayor de su tiempo.
Las locuras de Castro no se limitan a sus relaciones con los banqueros. También quiere restablecer la Gran Colombia y convertirse en el Bolívar del siglo XX. Y así, ignorando la Historia, promueve una alianza liberal latinoamericana con el fin de invadir Colombia, derrocar al gobierno conservador de José Manuel Marroquín, el dictador académico que va a derrotar a los liberales luego de años de guerra; sueña con reunir la Gran Colombia y, por qué no, lograr lo que imaginaron Miranda y Bolívar. El jefe del partido liberal colombiano lo apoya, así como Eloy Alfaro y José Santos Zelaya, presidentes liberales de Ecuador y de Nicaragua. El 25 de julio de 1901, un pequeño ejército colombiano, mandado por el venezolano Carlos Rangel Garbiras, invade el Táchira y Castro lo vence con un ejército venezolano, uno de cuyos estrategas es el colombiano Rafael Uribe Uribe, jefe de los liberales. Como respuesta, Castro envía una grotesca invasión venezolana por la Guajira que muere en una emboscada, en Carazúa, el 13 de septiembre de 1901, después de que varios centenares de soldados venezolanos son engullidos por el desierto y la disentería. Allí fallecieron, también de diarrea, los sueños bolivarianos de Castro.
No conforme con pelearse con los ricos y con los conservadores (y gobernantes) colombianos, Castro inicia una acción contra las empresas norteamericanas y europeas, y fustiga especialmente a la New York and Bermudez Co., que había adquirido los derechos de explotación del asfalto del lago de Guanoco, inicialmente concedidos al norteamericano Horacio Hamilton en 1883, y que por diversas razones (y entre otras cosas respondiendo a intereses tan poderosos como los de la empresa asfaltera) había motivado acciones de varios gobiernos, pero ninguna tan enfática como la de Castro.
Esos ingredientes, mezclados entre sí, proveyeron el punto de partida de una de las más singulares revoluciones de nuestra historia, que bien podría ser también la última de su estilo: La Revolución Libertadora.

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