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La rosa menos romántica de San Valentín

Pocos europeos saben que muchas de las rosas que hoy regalan para decir «te quiero» tienen raíces kenianas y no muy románticas: en las últimas semanas, miles de recolectores han cobrado tres euros por dieciséis horas de trabajo al día para que Europa disfrute de su San Valentín.

«Están explotando a la población de Kenia y destruyendo nuestra tierra», asegura el ecologista y activista keniano Isaac Ouma, que nació en Naivasha y ha visto en las últimas décadas cómo su región se ha transformado con un único objetivo: cultivar flores para abastecer a Europa.

En la actualidad, el 90% de las flores que crecen allí se exportan, lo que ha convertido a Kenia en el principal proveedor del viejo continente, por delante de Etiopía, Ecuador y México.

Las orillas del lago Naivasha, el único de agua dulce en el Valle del Rift (noroeste de Nairobi) donde conviven poblaciones de hipopótamos y una diversa fauna avícola, son una ubicación ideal para la floricultura por su clima y altitud.

A tan solo unos metros de los papiros y acacias que delimitan el lago, decenas de invernaderos rompen la armonía estética del paisaje e invaden la región, tradicionalmente dedicada a la pesca, agricultura y ganadería.

La industria de las flores se afianza año tras año como uno de los pilares de la economía keniana –las exportaciones superaron los 440 millones de euros en 2013 y en la actualidad emplea a más de 500.000 trabajadores, en su mayoría mujeres–, pero con una contrapartida: sobreexplota el suelo del que vive su población.

«Kenia recibe donaciones de comida del Programa Mundial de Alimentos pese a tener en Naivasha un lago de agua dulce que nos permitiría cultivar y alimentarnos. Pero preferimos aprovechar el agua para cultivar flores y enviarlas a Europa. Es inmoral», denuncia Ouma.

Ahora, cuesta encontrar a alguien en esta zona que no trabaje en los invernaderos. «No tenemos otra opción. No hay otro trabajo», confiesa Esther, nombre ficticio de una mujer de 29 años que, pese a trabajar siete años como recolectora de flores, teme perder su empleo por hablar con periodistas.

Aunque las empresas garantizan a sus empleados el salario mínimo interprofesional –que ronda los 7.000 chelines mensuales (67 euros)–, los trabajadores denuncian sus condiciones.

«Normalmente trabajamos diez horas diarias, pero en las últimas dos semanas hemos trabajado hasta dieciséis. Y el salario ha sido el mismo. No es justo, pero no tenemos alternativa», lamenta Esther.

Ella es una de las miles de mujeres que cortan, seleccionan y empaquetan las rosas que se venden a precio de lujo en las calles europeas.

John, que desde hace dos años es camionero en los invernaderos, forma parte del sindicato de trabajadores y lucha por mejorar esta situación.

«Es muy injusto. Yo ya estoy buscando otro empleo, pero no encuentro nada. Ahora intento conseguir dinero extra con otros trabajos para poder sacar adelante a mi familia», cuenta.

La presencia abrumadora de los invernaderos en Naivasha también está provocando daños medioambientales: deforestación, bajo nivel del agua en el lago, aumento de los asentamientos informales (donde viven los trabajadores) y contaminación por fertilizantes y pesticidas.

La comunidad local es la que más sufre estas consecuencias: la pesca se debilita y las condiciones para el ganado y el cultivo son cada vez peores.

Ante las críticas, las empresas han puesto en marcha varios mecanismos para mitigar su impacto, como el reciclaje hidráulico con el que reutilizan hasta un 30% del agua.

«Al menos una vez al año nuestro equipo acude a los invernaderos para supervisar su trabajo y asegurar que realiza una producción sostenible», asevera Jane Ngige, directora del Consejo de Flores de Kenia (KFC, en inglés), que agrupa al 70% de las explotaciones del país.

Además, el KFC «tiene un sistema de certificación para garantizar un ambiente de trabajo seguro que se ajuste a las leyes kenianas».

Pese a la concienciación de los productores y sus esfuerzos por conseguir la etiqueta de «respetuoso con el medioambiente», el crecimiento imparable de la industria –alimentada por la enorme demanda extranjera– sigue teniendo consecuencias inevitables para la comunidad local.

«Pueden decir que respetan los derechos de los trabajadores y el medioambiente. Pero la realidad es otra», añade John.

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