Entretenimiento

Laureles para Laura Antillano

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La literatura debería ser la más precisa imagen de lo que somos. Cada vez
que deja de representarnos delata un problema de autoconciencia. Y sin
embargo, durante mucho tiempo el documento de identidad de las letras
venezolanas las prontuarió como preponderantemente masculinas, adultas,
capitalinas y alambicadas. Desde sus primeros libros La Bella Época (1969) y
La muerte del monstruo-come-piedra (1970), Laura Antillano invalida estas
reglas del juego.

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¿Tiene la literatura sexo? ¿Tiene el de quien la redacta? No escogemos
nuestro género, pero sí nuestra perspectiva. Un juego de salón desafiaba a
descubrir el sexo del autor de un texto presentado en forma anónima. El
matemático Alan Turing propuso dilucidar si era posible la inteligencia
artificial desafiando al lector a que adivinara si un interlocutor
desconocido era un ser humano o una máquina. Al fundir ambos juegos y
aplicarlos a las letras de una nación tendríamos un resultado perturbador:
la literatura femenina es acaso el más irrefutable destello de la
inteligencia de su género; este fulgor esclarece a una mitad de la humanidad
en gran parte oculta o muda. Sentimos la fragancia y el latido de media
Venezuela gracias a Dime si adentro de ti no oyes tu corazón partir (1983) y
a Perfume de Gardenias (1980).

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¿Tiene la literatura edad? Madurez es la condición en la cual ha concluido
el proceso de formación del yo. Nuestra literatura presumió de adulta por
haber roto todo vínculo con la niñez, vale decir, con la novedad del mundo,
con la permeabilidad de la conciencia en construcción y con la capacidad de
crecer. Sus protagonistas están de manera casi unánime anclados en una
precoz mayoría de edad, parapetados en sus trece, con brazos nunca dados a
torcer hacia el pasado o el sentimiento. Apenas un personaje de Teresa de la
Parra, otro de Antonia Palacios, dos de Pocaterra y el niño Sixto, el
invisible narrador de El osario de Dios, de Alfredo Armas Alfonso, se
atreven a ver en la blancura de la página la del amanecer. Otra visión
puede ofrecernos quien escribe desde la adolescencia misma. A los dieciocho
años publica Laura Antillano su primer texto, seguramente madurado desde
los pupitres. Niñas y adolescentes protagonizan Un carro largo se llama
tren (1975); pero también su última novela, Si tú me miras (2007) nos
trae un sorbo de vacaciones, de mascotas, de infancia. Con Laura
reconquistamos lo irrecuperable, vale decir, el origen.

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Asomarse a la literatura femenina es contemplar desde su centro el cosmos
constitutivo de la nuestra sociedad, la familia extensa. Narrativa de
puertas afuera, la venezolana nació con vocación de ágora, de explorar
vastedades americanas o misterios civilizatorios. Cuando se detenía en los
vínculos privados, como Manuel Vicente Romerogarcía en Peonía, José Rafael
Pocaterra en Política feminista y La casa de los Abila o Rómulo Gallegos en
La trepadora, era para proponerlos como símbolos de la corrupción pública.

Otra rama de nuestra ficción se solazó en el traumático desgarramiento de la
familia entre castas enfrentadas por el prejuicio o la guerra civil: sobre
él versan novelas del mestizaje o mas bien de la orfandad, como Pobre Negro
de Gallegos, Cumboto de Ramón Díaz Sánchez o El mestizo José Vargas de
Guillermo Meneses. Otro mundo alentaba sin embargo tras la doble puerta del
zaguán y los postigos de las ventanas enrejadas: el de los sosegados astros
hogareños, con sus abuelas ensimismadas en recuerdos incomunicables, sus
madres vagamente victimadas por la angustia, sus domésticas primordiales y
sensatas, sus niñas inclinadas sobre costureros y muñecas de papel y sus
varones austeramente ausentes. Laura Antillano narra el desmadejamiento del
nido hogareño cuando estremecen su árbol las sacudidas políticas o sociales,
testifica el desamparo con el cual intenta retener familiares que se mudan,
viajan, caen en prisión política o fallecen, como una Tierra que con su
gravitación quisiera atraer cometas o estrellas fugaces que por instantes
rayan los firmamentos del olvido o la muerte. La luna no es pan de horno es
desde 1988 el doliente satélite de esta maternidad telúrica como sólo hay
una, o infinitas.

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Así como el alma ha de llegar a términos con el cuerpo, la literatura debe
construir una relación armónica con su cuerpo constitutivo, que es el
lenguaje.

Nuestra palabra y nuestro soma deben brindarnos movilidad, comunicación y
sobre todo placer. No lo lograrán encerrados en los corsés ortopédicos de
la represión y de las academias, ni constreñidos en los moldes del
alambicamiento y la artificiosidad. El almidón convierte en máquinas de
tortura los cuellos y las oraciones. Aún hoy, tenemos la sensación de que
nuestras literatas regañan a sus asistentas domésticas en un idioma y
escriben en otro, que exige la absoluta rigidez del meñique y del párrafo.

Sólo bien entrado el siglo XX echan a andar por la calle nuestra narrativa y
nuestras mujeres, y perfeccionan una expresión directa, sencilla,
transparente, que acorta las distancias que separan el objeto del deseo del
lector, como en el habla de Los Haticos casa número 20 (1975) o de Cuentos
de película (1985).

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Contradictorio resulta sostener que actividades como la comunicación o la
literatura sirvan para negar vínculos. La historia de una persona es la de
sus lealtades. Y sin embargo, verifica Antonio López Ortega un proceso de
desterritorialización en parte de la literatura venezolana. Muchos de
nuestros intelectuales se complacen en textos que evaden cualquier
referencia al país donde escriben. Solitaria, solidaria (1990) demuestra
que son una sola las escindidas patrias de la introspección y el compromiso.

Laura Antillano vive la dicha de no disociar sus lealtades de sus amores.

En su narrativa lenguaje, familia, terruño, solidaridad e ideas son una

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