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Manuel Díaz Rodríguez, grande entre los grandes

El primer novelista venezolano que realmente fue reconocido y apreciado fuera de las fronteras de su país fue Manuel Díaz Rodríguez, médico y positivista, que llegó al mundo en la hacienda de sus padres, los canarios Juan Díaz Chávez y Dolores Rodríguez, en lo que hoy es el Parque del Este, entre Chacao y Los Dos Caminos. Nació el 28 de febrero de 1871 y murió en Nueva York el 24 de agosto de 1927. Luego de estudiar en su casa natal y en el Colegio Sucre de Los Dos Caminos, que dirigía Jesús María Sifontes, en 1887 entró a la Universidad Central, en donde se graduó de médico e los veinte años, es decir, en 1891. Allí fue alumno del Dr. Adolfo Ernst, que lo reclutó para el positivismo. Hizo entonces un largo tour por Europa (1892-1896), que le permitió vivir algún tiempo en París y en Viena, con algunos pases por Italia, especialmente por Florencia. Hacia el final de su periplo europeo publicó en París su primer libro, “Sensaciones de Viaje”, que de inmediato le ganó una posición importante en el medio intelectual caraqueño. A su regreso a Caracas se hizo colaborador de El Cojo Ilustrado y de Cosmópolis, que a pesar de su corta vida fue el órgano fundamental del positivismo venezolano. Junto con Pedro Emilio Coll. Pedro César Dominici, Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, César Zumeta, etcétera, formó parte de la Generación del 98. En 1897 se editó su segundo libro, “Confidencias de Psiquis”, con prólogo de Pedro Emilio Coll, y en 1898 se dio a conocer el tercero, “De mis Romerías». En 1899 se casó con Graziella Calcaño, hija de Eduardo Calcaño, uno de los hombres más importantes de la intelectualidad de su tiempo, y publicó “Cuentos de color”, que contiene nueve historias, cada una asociada a un estado de ánimo que representa a su vez un color. Entre el 99 y el 1901 vive de nuevo en París. Al regresar a Venezuela ya había decidido no ejercer en absoluto su profesión de médico y dedicarse, en cambio, a la literatura. Fue entonces cuando publicó su primera novela, “Ídolos rotos”, una de las más importantes obras de la novelística latinoamericana, que colocó a su autor como el gran novelista del modernismo, lo que fue plenamente ratificado con su segunda obra: “Sangre patricia”. “Ídolos rotos” retoma el tema ya trillado del deslumbramiento del intelectual latinoamericano ante la cultura europea y su frustración por el mundo en donde su nacimiento lo condenó a vivir. Alberto Soria, el protagonista de esa primera novela de Díaz Rodríguez, y siente una profunda admiración por lo europeo, trata de imponerse en un medio asfixiante, y fracasa en su intento, lo que constituye una dura crítica a la Venezuela de fin del siglo XIX. “Sangre patricia”, que en cierta forma es una estupenda continuación de “Ídolos rotos”, narra la desgracia de Julio Arcos, radicado en París en espera de su esposa, que muere en el viaje y es “sepultada” en el mar, al que finalmente también se arroja el viudo. Es un verdadero drama, pero sin sensiblerías ni exageraciones. En realidad, la verdadera novedad de la novelística de Díaz Rodríguez está en el lenguaje literario, en la maestría de la técnica narrativa, que hasta entonces había padecido de un cierto descuido adolescente en Venezuela. No fue, por cierto, bien tratado por la crítica venezolana, pero sí fue reconocido como excelente escritor fuera de su país, en especial por Miguel de Unamuno en España. “Sangra patricia”, continuó con grandeza la línea seguida por la primera. De ella dijo Unamuno: “Interesante es la novela Sangre patricia por lo que en ella se narra y las ideas que anidan en sus páginas, pero no es menos interesante por la manera de narrar aquello y de exponer éstas. Corre por sus renglones todos un soplo poético, lírico…” etcétera. No es poca cosa. De hecho, con “Sangre patricia”, Díaz Rodríguez se consagró como el gran novelista de su tiempo, en “novelista por antonomasia del Modernismo hispanoamericano” (Miliani). Como ha ocurrido en varios casos, después de “Sangre patricia”, el gran novelista parece haber sufrido un eclipse, que entre otras cosas le generó una crítica negativa notable, que opacaba la positiva. En cierta forma se dejó tentar por la política “gomista” (o gomecista, como diríamos ahora), alternó tiempos de funcionario público importante con períodos en los que prefirió aislarse en sus propiedades del este de Caracas. En 1920 publicó su tercera novela, “Peregrina o el pozo encantado”, subtitulada “novela de rústicos del valle de Caracas”, pero ya había perdido el tren. No quiso seguir con la línea anterior, precursora del surrealismo y abiertamente poética, y prefirió tratar de adaptarse a lo que estaba en uso, que era el realismo moderno (“En este país” de Urbaneja Achelpohl, “El último Solar”, de Rómulo Gallegos) y de primero pasó a último en la fila, pero su gran obra ya estaba allí, para siempre. Fue también en esos tiempos, como Presidente (gobernador) del estado Nueva Esparta, cuando tuvo como segundo de a bordo a un joven que ya se insinuaba como un gran narrador: Enrique Bernardo Núñez, que ya había publicado un par de novelas y escribió en Margarita su inmenso monumento novelístico: “Cubagua”. Como Urbaneja Achelpohl (y Arturo Uslar Pietri algún tiempo después), Díaz Rodríguez fue también un excelente cuentista. Adicionalmente cultivó con mucha propiedad el ensayo (“Sensaciones de viaje”, “Alrededor de Nápoles», “Camino de perfección”, etcétera. Durante la dictadura de Gómez, además de Presidente de Nueva Esparta, lo fue del estado Sucre, y también fue Vicerrector de la Universidad Central de Venezuela, Director de Educación Superior y de Bellas Artes en el Ministerio de Instrucción Pública, Senador por el estado Bolívar, Ministro de Relaciones Exteriores y Ministro de Fomento. También fue Ministro Plenipotenciario de Venezuela en Italia. En 1926 se incorporó a la Academia Nacional de la Historia, y un año después (el 24 de agosto de 1927) murió en Nueva York, a donde fue a tratarse un cáncer de garganta. Su nombre fue el primero en realmente trascender las fronteras de Venezuela. Tenía, en efecto, en novelística, la misma posición que en poesía tenía el nicaragüense Rubén Darío en el mundo.

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