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Mario Vargas Llosa: El premio Nobel del Fin del Mundo (Parte I)

A Mario Vargas Llosa y a su esposa Patricia los encontré por primera vez en casa de don Guilherme Figueiredo, hermano del último presidente producto de la triste asonada militar brasileña. El también brillante dramaturgo y diplomático se desempeñaba entonces como rector de una universidad privada en Río de Janeiro. Debió haber sido allá por el año de 1981. El bello departamento carioca de don Guilherme se localizaba en la frontera dorada que divide las playas de Ipanema y Copacabana; allí organizaba saraos, siempre en petit comité, regados a pura champagne Moët et Chandon, producida en Río Grande del Sur, a los que era asiduo cuando fungí como cónsul y agregado cultural. Gracias a la amistad con don Gilherme conocí también a Ives Montand, quien realizaba una gira sudamericana acompañado por su gran amigo y biógrafo, el escritor español Jorge Semprún, ofreciendo un último concierto en el hermoso (y decadente) Teatro Municipal, en la avenida Río Branco. ¡Ah, qué saudades!

 

A la reunión con Vargas Llosa fueron convidadas también las más destacadas escritoras del momento, Ligia Fagundes Telles y Nélida Piñón. A esta última intelectual, de origen gallego, con quien tengo una especie de pacto de encuentros casuales por el mundo, le dedicó don Mario una formidable novela de tema brasileño. Se trata del relato de una epopeya trágica y lleva impresa una dedicatoria que reza: a «Euclides da Cunha en el otro mundo y a Nélida Piñon en este».

 

Para un compulsivo devorador de literatura latinoamericana, como lo era entonces, esa cena representó un privilegio para mí. Se daba el caso de que Vargas Llosa visitaba precisamente el Brasil para beber en las fuentes originales de su novela “La guerra del fin del mundo” que un desafecto del peruano y desparpajado Juan Rulfo afirmaba con ironía haber “leído en su original”, es decir, en la obra portentosa de Euclides da Cunha, titulada “Os Sertões ”. El gran autor brasileño, quien fuera también ingeniero militar, se había ocupado en primer lugar de la saga del iluminado Antonio Conselheiro, el beato que lideró la llamada guerra de Canudos (en Bahía), un levantamiento mesiánico de campesinos miserables del seco nordeste brasileño, a finales del siglo XIX.

 

Ese primero, pero no último encuentro con el nuevo premio Nobel de literatura, quedó salpicado de claroscuros y me puso en el aprieto de tener que matizar opiniones. Don Mario ya venía de regreso de sus pasiones izquierdistas y reprobaba la digna actitud de nuestro país en Centroamérica, especialmente, y particularmente en Cuba, país este último de quien se había vuelto un permanente detractor, con la avidez propia de un converso. Para mí, que había vivido en carne propia la otra cara de la moneda en El Salvador -entre otras infamias, la del crimen impune contra el Arzobispo Romero- la cuestión social de nuestros pueblos la enfocaba con otra óptica y me entristecía la ironía de admirar una obra tan rica y vigorosa, constatando a la vez unas profundas posiciones divergentes. Por eso cobra vigencia la sabia recomendación de no mezclar nunca los asuntos creativos con los ideológicos; nos perderíamos el placer de descubrir la magia de autores que fueron considerados antisemitas, como Louis Ferdinand Celine, o dejaríamos de leer a ese portento de nuestra poesía en lengua española y del rigor en la prosa que fue Borges; con el agravante, en el caso del argentino, de que no es fácil digerir que aceptó las lisonjas del señor Pinochet durante su criticada visita al sátrapa chileno.

 

Hago un pequeño aparte, pero estrechamente vinculado a lo anterior. También estando en el Brasil, durante una larga visita de Octavio Paz a Río, Brasilia y San Paulo, tuve la ocasión de hablar largo y tendido de la situación centroamericana con quien se declaraba también bastante distanciado de nuestra política exterior en la región. Sin embargo, debo reconocer que el autor de “El Laberinto de la Soledad” era un hombre mucho más dispuesto a permitir que su talante conservador no limitara su extraordinaria capacidad de análisis y su proverbial lucidez. Recuerdo haberlo visto preocupado y reflexivo al darle a conocer elementos de primera mano de una situación tan compleja como la que se vivía por aquellos años desde Guatemala hasta Panamá. No debemos olvidemos el auge de una guerra fría a la contribuía la debilidad intelectual, para decir lo menos, del pésimo actor y gobernante que fue Ronald Reagan.

 

Una vez puesta de lado la discusión política en la casa de don Guilherme Figueiredo, gracias a su suave manejo diplomático como anfitrión –es bien conocida la capacidad negociadora de quien ha servido para Itamaraty- las cosas se encaminaron hacia temas que realmente contaban allí, como el oficio tan alto del autor de “La Conversación en la Catedral”. En el caso de Vargas Llosa se trata, sin menospreciar la enorme capacidad  documental de Carlos Fuentes, del autor hispanoamericano más dotado y comprometido con el estudio detallado de cada fuente de sus versiones noveladas de la realidad, ya sea política, como en el caso de la “Fiesta del Chivo” o en el tratamiento de la vocación artística a ultranza, como sus estudios sobre Flaubert y García Márquez. También hay que mencionar “El paraíso en la otra esquina”, la excelente novela que desmenuza las angustias existenciales de Gauguin y recupera al heroico personaje de la abuela del pintor, la gran luchadora social de origen peruano Flora Tristán (que pudo haber sido hija de Simón Bolívar, por escaramuzas de un destino surrealista).

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