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Memoria de Cartagena de Indias ejemplar II

El “Bodegón de la Candelaria”, así se llamaba el que fuera uno de los tres o cuatro mejores restaurantes de Cartagena de Indias en la década de los años ochenta, se localizaba en una impresionante mansión de tres plantas señoriales, dentro de un admirable palacete decorado a la usanza colonial, entre muebles de época, espejos biselados y candelabros monumentales. Allí se disfrutaba no solamente de buena comida criolla si no de diversos espacios privilegiados; el que más, era una torreta y mirador, donde tocaban sus dulces melodías algunos músicos locales. Desde esa terraza diminuta, difícil de acceder por unas escaleras empinadas de madera, se dominaban las murallas y la cúpula de San Pedro Claver y a regañadientes, se obtenía del gerente que instalara una mesa en la que no cabían más de seis apretados comensales.

 La noche del primero de noviembre de 1989, acompañado por mi agregado cultural, me había dado cita allí con varios funcionarios y ejecutivos del hotel Caribe involucrados en las jornadas mexicanas de solidaridad con Cartagena de Indias, tras la campaña criminal que buscaba minar los flujos de turismo en un destino de playa tan singular. Cartagena, además de contar con numerosos atractivos mundanos posee uno de los más importantes legados arquitectónicos e históricos en Latinoamérica: once kilómetros de murallas centenarias en perfecto estado de conservación.

México, recordemos, para contribuir a la reposición regional había proyectado una presencia maciza de sus expresiones culturales que comprendía la celebración de numerosos eventos; éstos iban desde un despliegue gastronómico amenizado por grupos de Mariachis hasta la exhibición de relevantes exposiciones, además de la sobresaliente visita, en las difíciles circunstancias de seguridad de aquel entonces, del buque escuela de la armada “Cuauhtémoc”. En ese «embajador» virtual de nuestra marina armada serían recibidos de manera simbólica los ganadores del concurso de pintura “Niños bogotanos que no conocen el mar”.

Entre los invitados a la cena, que coincidía con la celebración del día de muertos en nuestro país, destacaban dos bellas cartageneras, las gemelas De la Vega, Luisa Fernanda y Alejandra, a cargo de las relaciones públicas del hotel sede. En el momento de realizar un brindis formal y levantar una copa, un murciélago se coló en el ángulo que abría mi brazo levantado. Se escucharon algunas risas nerviosas. Los augurios no terminaron con el vuelo del animal emblemático de la noche de las brujas: un mesero, al servir los platos derribó la vela principal casi prendiéndo fuego al mantel. Ya en ese extraño clima concluimos la noche previa a la inauguración, precisamente, de un altar de muertos mexicano en el Museo de Arte Moderno de la ciudad, como parte de las exposiciones de grabados –muchos con el tema de la muerte- de José Guadalupe  Posada y de una colección de fotografías originales del maestro Manuel Álvarez Bravo.

Mientras descendíamos rumbo a la salida del restaurante comenzamos a escuchar el insistente ulular de una sirena. No lo pensé dos veces. El “Bodegón de la Candelaria” estaba instalado en una casona con fama de abrigar fantasmas. Los ominosos signos del fuego y del murciélago podrían representar que algo grave estaba a punto de ocurrirle a nuestra iniciativa. Eran épocas complejas las que se vivían en una ciudad recién castigada por el terrorismo y cualquier pieza desacomodada en ese tablero de tranquilidad provinciana lo ponía a uno a temblar. El museo donde se acababan de montar nuestras exposiciones quedaba a dos cuadras del sitio en el que cenábamos. Sin decir palabra comencé a correr hasta el edificio ya flanqueado por los bomberos. Si, era allí mismo. La instalación del altar de muertos, parte de una de nuestras más antiguas tradiciones prehispánicas, había pegado fuego. Para todo esto, cuento que habíamos tomado la decisión de dedicar el Altar al gran poeta colombiano fallecido en nuestro país, Porfirio Barba Jacob, y que la directora de la Casa de Poesía Silva en Bogotá, la brillante escritora María Mercedes Carranza,  me había facilitado una fotografía de su acervo para colocarla en homenaje al que se puede considerar uno de los autores “malditos” del continente -por la fuerza de su poesía extrema y su vida tan accidentada-.

Huelga decir que mi preocupación mayor y no exenta de legítimo egoísmo era el miedo de perder algunas piezas únicas de nuestro patrimonio cultural; pero de inmediato caí en la cuenta de que podría desaparecer el museo por entero con todo y la valiosa colección de los grandes maestros colombianos contemporáneos. Rogué a los bomberos que nos ayudaran a sacar los cuadros a la calle. El incendio apenas se cebaba en ese momento con  el altar de muertos colocado en la última sala, colindante con las gruesas murallas históricas del puerto. Todo el espacio había quedado a oscuras. La prioridad de los apagafuegos no estaba en el rescate de las obras, sino en evitar que se propagara el incendio a las históricas casonas aledañas. Antes de que decidieran abrir sus mangueras para rociar techos y paredes logré convencerles de retirar todas las piezas colgadas.  No sé bien decir cómo, pero en pocos minutos habíamos rescatado lo montado y al disiparse el humo asistí con asombro a una escena surreal: las últimas llamaradas que consumían la imagen de un Porfirio Barba Jacob que pareciera sonreír mientras se reconvertía a las cenizas.

Lo que vino fue peor. Tuve que levantar de la cama a las dos de la mañana a la directora del museo, doña Yolanda Pupo, una de las más encantadoras damas de la ciudad, alma de ese recinto único, señora muy estimada en una comunidad que sigue admirando su entrega a las causas altas de la cultura. Su reacción era comprensible y no menos justa. Con extrema pertinencia dijo -mientras yo la hacía caminar por los alrededores para que se tranquilizara: ya intuía  que estas manifestaciones mexicanas entrañaban riesgos así, no sé cómo concordamos… Traté de minimizar el hecho con el recuento mínimo de las pérdidas. Sólo se había dañado el muro interior y se habían levantado las baldosas bajo la foto de Barba Jacob como si se tratara de su propio sepulcro. También me lamenté pensando cómo explicar a la directora de la “Casa Silva” la destrucción de una fotografía única de ese poeta peculiar.

Con la directora Yolanda Pupo ya apaciguada –bajo el sereno de la madrugada- coincidimos en que pediríamos ayuda al entonces presidente municipal, mi entrañable amigo Manuel Domingo Rojas, para que al momento de la inauguración, quince horas después, tuviéramos todo limpio y nuestras exposiciones colocadas de nuevo. Gran parte del esfuerzo de las jornadas mexicanas se habría desvirtuado si comenzaban las sospechas de mano criminal en lo que fue un accidente provocado por una vela que se quedo encendida en el momento de cerrar el museo. Afortunadamente, en la embajada en Bogotá contábamos con más elementos decorativos para ser utilizados en el altar de muertos del centro cultural “Jorge Cuesta”; los hice traer en el primer vuelo y para las seis de la tarde de ese mismo día la única huella del siniestro que quedaba era un olor a chamusquina que no lograba disfrazar  las emanaciones del copal y del incienso. (continuará)

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