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Ciudades sin rostro

No hay duda de que esta pandemia se convirtió en la más apetecida ocasión para que los autoritarismos desataran sus demonios. Los demonios de la represión, del odio y de la ruina. No tuvieron consideración alguna para aprovecharse de la incursión del Covid-19. Así pudieron adentrarse a banalizar libertades, derechos y garantías. Igualmente, de contextos fundamentales para la vida del hombre,  como los espacios donde suscribe su trajinar político, social y económico. El mismo, concordante en toda su extensión con la rutina cultural y familiar que incumbe a la existencia humana. Asimismo, el tiempo. Pero éste, determinado en términos de la calidad tal cual como es concebido y ansiado de cara a su provecho.

El tiempo que se disfrutaba como tiempo “de calidad”, se redujo a un tiempo “de vejatoria espera”. Una infecunda espera, para todo. Improductiva para laborar, emprender, producir, crear, innovar. Del mismo modo, latosa para sumar y multiplicar esfuerzos conducentes a realizaciones que habrían forjado país. Sin embargo, el tiempo “de comprender” las incoherencias que deslustran y confunden realidades, quedó relegado. Y es porque estos autoritarismos necesitan inculcar el miedo que alimenta su dominio. Había que mantenerlo a fin de que las personas no dejaran de resignarse a estar sometidas, golpeadas y humilladas.

En medio de tan confusa situación, estos autoritarismos diseñaron nuevos mecanismo de control social. Con el desquiciado propósito de conculcar derechos y libertades cuyos ejercicios no permitieran accionar ideas que expandieran el dominio de la economía. Pero también, que impidieran modos de vida relacionados con actividades que brindaran cometidos dignos y constructivos. 

Esos malabares, cargados de un resentido asecho contra libertades y derechos, comenzaron a ejecutarse a medida que achicaron garantías. Fue oportunidad para trabar con cruda insidia, la dinámica política sobre cuyos fundamentos se apuntala la movilidad del ciudadano. En consecuencia, fue sencillo para los regímenes autoritarios limitar la comprensión y discernimiento de conceptos tan fundamentales para el devenir democrático de una sociedad. Uno de ellos, fue el de Ciudadanía. 

Así, enturbiaron libertades. A los intereses del autoritarismo, era necesario someter al individuo. De esa forma, se comportaría según el modelo político-económico impuesto a instancia del sistema político opresor en curso. Esto derivó en resultados que devinieron en atropellos, extorsiones e intimidaciones sobre la población. Todo conveniente.

Acá el miedo se convirtió en el perfecto cómplice de cuanta ejecutoria estimaran necesaria estos regímenes de depravados accionamientos. Pero igualmente, el miedo ocasionó un temor generalizado en quienes, por razones político-ideológicas, repudiaban abiertamente la manera de cómo el autoritarismo hacía de las suyas para ganar y conquistar nuevos espacios. Y asimismo, para grabar el tiempo en conexión con las atrocidades en proceso. 

Y como lo azaroso de tiempos engañosos se convierte en razón política, quienes de ello se aprovechan buscan redituar sus efectos. Para ello, se inventan cualquier excusa, por machacona que sea. Así logran que los tiempos impacten a realidades y personas. Argumentan lo imposible con la perversidad posible para incitar la insidia. Y hacerla excusa para arremeter contra quienes son oposición. Esto configura un “ciclo perverso”.  

Así los autoritarismoS se valieron de la pandemia del Covid-19 en toda su magnitud. Fue ocasión especial para afianzar su poder fáctico. Esto hizo que las ciudades tendiera no sólo a cambiar de rostro. Peor aún. De dirección, estilo de vida y razón de ser. Se dio el pretexto para el establecimiento de cuanta normativa castradora de libertades y derechos, fuera posible.

Quizás lo más execrable, aunque sanitariamente válido aunque no para ser aplicada de modo inexorable, ha sido el odioso y molesto barbijo, tapaboca, mascarilla o careta. Se ha prestado para instituir el anonimato. O sea, el escamoteo como conducta social toda vez que desmiembra el cuerpo de las emociones. De emociones traducidas por el rostro humano en todos momento. Al sonreír, al entristecerse. Al reflejar el pensamiento, la necesidad, el deseo, los sentimientos. Cualquier actitud siempre es reflejada por algunos de los tantos músculos de la cara. 

Tanta es la incongruencia que se suscita cuando algo así se produce, que se fractura la relación natural que existe entre la intimidad de alguna postura del rostro, y la exaltación a vivirla. No sólo a través de la sonrisa. También, a través del sonido de la palabra pronunciada. Cuando así ocurre, ésta cambia su tono y hasta la música que emite el lenguaje cuando hilvana el pensamiento. 

Ni siquiera las lágrimas corren por su curso natural al resbalar por el rostro. El molesto tapaboca, actúa como agente restrictivo. Como barrera de contención que restringe la salada unción que baña el rostro humano. También, esconde toda insinuación que puedan mostrar los labios al momento de expresar alguna señal provocada por las emociones.

Ninguna parte del cuerpo humano, capta más atención que el rostro. Tanto, que se convirtió en el medio más manejado por el mercado. Ninguna mercancía invita más al consumo, que el rostro. Para ello se vale da la gestualidad. Esto incitó otra crisis de modernidad. Las ciudades se poblaron de seres sin rostro. Ahora está oculto y a consignación de las circunstancias ordenadas por la pandemia. Aunque desvirtuadas, por la opresión autoritaria. 

El tapaboca se convirtió en escondrijo para evitar ser visto o advertido. En el refugio de miradas escrutadoras o admiradoras. Con el barbijo, se extravió la individualidad, la singularidad que distingue a cada persona. Así que hoy, por un tiempo pasajero, habrá que admitir que se vive bajo ambientes de flagrante pesadumbre e incertidumbre muy aprovechada por la opresión de autoritarismos para hacer de las suyas. Más ahora, que se vive a la sombra y encerrados en ambientes disociados que son ciudades sin rostro.

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