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Crónica de una cola gasolinera

Cuando llegué, el final de la columna de vehículos estaba en un sitio de Valencia que se conoce como el Triángulo de las Bermudas —porque, en días normales, los carros no se paran ahí sino que se desaparecen en alguno de los tres moteles que hay en la zona y que son de esos que cobran por horas, no por noche.  Cuando llegué al sitio, me tomé la precaución de poner el odómetro del carro en 0 y activar el cronómetro.  La hilera era impresionante, automotores de todos los tamaños, marcas, modelos y estados de mantenimiento.  Se avanzaba de manera esporádica, como a saltos, porque varios carros tenían que ser empujados, apagados, por sus dueños.  La idea era hacer rendir la poca gasolina que tenían para tramontar una cuesta que les tocaría más adelante.  Durábamos varios minutos inmóviles y luego avanzábamos cien, doscientos metros.  El calor era infame y los conductores dejaban los carros con las puertas abiertas mientras se refugiaban en cuanto arbolito se encontraban en el trayecto.  Así, por horas.  La monotonía la rompían solo los vendedores de chucherías.  Con una táctica interesante: primero pasaban los que vendían papitas y platanitos y, después, cuando la sal había actuado sobre los organismos de los arriesgados que compran cosas de esas cocinadas quien sabe cómo, pasaban los vendedores de agua, chicha, refrescos y similares.  Uno, que a los 81 debe haber aprendido algo, se llevó su botellita de agua y varios paqueticos de galletas María.

¡Al fin, la entrada de la bomba!  Soldados, guardias, policías para dar y convidar.  Me imagino que para impedir lo que sucedió en otra estación de combustible que, luego de varias horas de cola, a los conductores les llegó su ración de patria; vino el apagón que ya es rutinario y los surtidores no podían abastecer.  El samplegorio, con cauchos quemados y todo.  Y uno se pregunta, ¿con qué combustible iniciaron los fuegos?  En todo caso, la autopista hacia Puerto Cabello estuvo cerrada hasta que volvió el fluido eléctrico y se pudo seguir bombeando.

Un uniformado de unos escasos 20-22 años me preguntó: “¿A qué viene”?  Después de varias horas de cola, calor y aburrimiento, me salió del alma un “¡Pues a atacar a tu hermana no será!”.  Después me arrepentí, pero ya estaba el daño hecho.  Pensé que si se ponía con tiquismiquis, podía mostrarle el carné militar y ya.  No hizo falta, el soldado, contrito, lo que me contestó fue: “Siga”.  El odómetro marcaba 3,9 kilómetros.  Y el cronómetro cuatro horas y cincuenta y cinco minutos.  Avanzamos a menos de ochocientos metros por hora.  Ya cerca de los surtidores, me di cuenta del porqué de la lentitud: a una pickup por un lado de la isla, y una van por el otro, el bombero, luego de llenar sus tanques, metió las mangueras dentro de las cabinas para llenar bidones, pimpinas o lo que sea.  Cosa que está prohibido, pero en tiempos de necesidad, uno puede hacerse el loco.  Lo malo fue lo que sucedió inmediatamente: un hombre joven llegó con una botella de plástico, le explicó al bombero que estaba en la cola, como a quinientos metros, pero se le acabó la gasolina y necesitaba un par de litros para poder llegar a surtir.  El bombero se negó porque solo se puede poner gasolina en los tanques.  Eso, cuando todavía estaban las mangueras surtiendo las pimpinas escondidas en los carros de adelante.  Varios de los que presenciamos el hecho le pegamos unos gritos al bombero y una señora se bajó de su auto y le manoteó al bombero.  La respuesta fue: “si el jefe de los militares me autoriza, le pongo”.  Otro conductor le dijo: “Sí, voy a llamar al sargento, pero es para decirle que usted está surtiendo indebidamente. Llénele la botella o se le complica la vida a usted”.  La solidaridad ciudadana funcionó: el muchacho salió con sus cinco litros para repostar.

A uno no le queda sino maravillarse de las horas-hombre que ha perdido la nación en estas colas —y las otras, las del gas, los alimentos, las medicinas— y que al régimen no le importe la merma de la productividad nacional.  Llega uno a pensar que eso es ex profeso, para que los venezolanos, ensimismados por las innumerables facetas de la crisis, no tengan tiempo de protestar, preocupados por lo urgente, no por lo importante.  Que sería sacar a la manga de ineptos y ladronazos que desmandan en el país.

¿Cómo es posible que el babieca de Rafael Lacava diga que en Carabobo todo funciona de maravilla, que se está surtiendo combustibles normalmente y que solo por la acción malévola de los opositores se forman las colas?  Una de dos: o vive en una burbuja o cree que somos pendejos.  Alguien que tiene como logo y avatar un vampiro, y que se jacta de ser un nuevo Drácula, tiene que fallarle la sensatez.  O, pensándolo mejor, lo que hace es descararse: él es el representante de un régimen chupa-sangre, que se regodea en el mal de los demás.  Aun así, tiene que ser bien zafio quien proclama normalidad social y hace pocos días se quejaba que a ¡la residencia oficial del gobernador! no le llegaba agua.  Nada distinto puede esperarse del tipo del que se conocen tantas historias en su Puerto Cabello natal…

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