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Diálogo entrampado

Antonio José Monagas

Aunque dialogar no tiene tantas acepciones como lo que por su praxis puede determinarse, su realidad tiene una significación bastante delimitada por variables que resume la comunicación política. Si bien dialogar simboliza expresarse al mismo nivel de las convicciones, sin reconocer otra verdad que la emitida en la opinión expuesta entre las partes dialogantes, las circunstancias en las que se suscribe todo diálogo tienden, muchas veces a desvirtuar la intención pretendida.

Dialogar no sólo es un problema de fe. Sino que también es de principios morales, ética y de honestidad subjetiva y consciente. De ahí que bromear al diálogo, es un tanto similar a jugar con el carácter capcioso del otro aprovechándose del idealismo o del fanatismo que puede rondar las circunstancias en la que se da la situación misma que incita a dialogar o a departir, respetuosamente, posturas.

En política, estas situaciones, generalmente, están cundidas de vicios o intenciones que sólo una parte busca reivindicar valiéndose de cuanto artificio pueda articular, especular o inventar. Por ello, cualquier ápice de alevoso desvío de lo que en esencia configura un diálogo, constituye sencillamente una apuesta a derrotar la razón.

Lo que en estos tiempos de crisis venezolana se ha visto como “diálogo”, no ha sido más que la mera apariencia de una comunicación en un único sentido y dirección. De manera que en su defecto, sólo queda advertido que todo ello ha sido un grosero remedo de lo que  las partes en pugna, habrían alcanzado a haberse establecido un válido camino sobre el cual pudo el país transitar de cara a su merecido desarrollo económico y social.

Hasta ahora, los factores políticos sobre los cuales descansa la posibilidad de rescatar la extraviada democracia como sistema de gobierno, sólo discutieron propuestas sin que ninguna de ellas fuese acogida como solución. Entonces, ¿de qué sirvió tanta discusión si en verdad no hubo un diálogo propiamente?

En medio de estos avatares, propios del autoritarismo revolucionario que signan estos tiempos en Venezuela, las lecturas, sobran. Sobre todo, si se admite que la base política del actual gobierno es dictatorial. Por eso luce discordante haber pretendido un diálogo con quien se arroga el poder con el cual determina o decide lo que a sus intereses conviene. Así que todo lo que deriva de cualquier remedo de diálogo que se lleve a efecto bajo condiciones de opresión, resulta un atropello no sólo al decoro de la democracia. También, a la institucionalidad regida por el ordenamiento jurídico constitucionalmente establecido.

Aunque por otro lado, cabe señalar que dicho diálogo, visto desde el sentido que le impuso la arbitrariedad gubernamental, se realizó al margen de lo  que en realidad debió ser una negociación. Más aún, ausente de profesionales preparados en tan difícil materia. Incluso, en Resolución de Conflictos. Pues de nada vale que tales diálogos resultan ocasiones para hacer proselitismo con discursos sin más argumentos que los que ocupa cualquier pronunciamiento populista. Además, cargado de un simbolismo militarista opresor. Embutido de amenazas muchas de las cuales fueron convertidas en medidas vulgarmente despóticas sin ningún contenido sociopolítico que revirtiera tanto desmán cometido en nombre del mal construido socialismo bolivariano.

Así que solapándose actitudes que caracterizan la depredación, el despotismo y la corrupción que distinguen a cualquier régimen con ínfulas y prácticas tiránicas, todo termina haciendo ver que los intentos por acordar metas a todas luces inminentes para revivir la democracia, no fueron más que capítulos de lo que en medio de la triste realidad nacional constituyó una muy tétrica actividad de burda politiquería, De obtusa demagogia. Y que por su caracterización resultó ser en medio de los avatares de la política, con la perversidad que la ocasión pudo animar, un “diálogo” entrampado.

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