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Editores, ¿un oficio necesario o maldito?

La pregunta del título es ineludible.

Casi nadie se ha hecho de veras famoso como editor, ni siquiera Gordon Lish, pese a la intensa polémica que causaron sus intervenciones de mano dura en los cuentos de Raymond Carver, él sí famoso a más no poder. Ni hablar de que los editores son demonizados con frecuencia, casi tanto como los críticos. Sin embargo, hacen parte esencial del entramado del mundo de las publicaciones. Y no es sólo eso, sino que el dinero de las obras se lo ganan los autores, hasta los agentes, mientras que a los editores les pagan usualmente poco por su necesaria labor.

Pues bien, lo primero es que los lectores no podemos ser desagradecidos; los escritores mucho menos. En un mundo ideal, el editor no sería necesario. Llega Gay Talese o Norman Mailer, le entrega a uno un manuscrito de una crónica impecable, se le preguntan tres cosas, se cambian cuatro comas por no dejar y la cosa pasa a diseño y a consecución de material gráfico. Sin embargo, la realidad es más sucia, como siempre. El editor, ahí, debe hacer un papel de gineco-obstetra, así la cosa no dure nueve meses. A veces, el gineco puede ser el padre, nunca la madre de la criatura.

Una de las intervenciones más necesarias de los editores es en cuestiones formales, en la estructura de los escritos. Nazca de donde nazca la historia, lo primero que un editor suele discutir con el autor es lo que podríamos llamar el ángulo: quién narra qué, por qué y por qué desde ese punto de vista. Dado que la crónica es una forma profunda, a la vez que incompleta, de narrar, es crucial que el ángulo sea el adecuado. En cierto sentido, el ángulo es la primera decisión de estilo en el periodismo literario.

También son necesarios los editores en el género del cuento. Por ejemplo –y los hay por decenas– en mis tiempos a cargo de la materia en El Malpensante yo solía sugerir a los autores algo que dejo consignado aquí. Sí, está bien que un personaje en Colombia piense en suicidarse o en matar, aunque para la narración puede ser mejor que no lo haga. ¿Por qué? Porque interesa mucho el intento, quizá fallido, la intención trunca. Al menos a mí las complicaciones de un intento me importan más que una píldora de cianuro o de plomo con la cual se borra a alguien del mapa.

Y ni hablar de las novelas, en las que es mucho más visible la falta de editores que su sobreabundancia o sobreactuación. Sucede que en ellas abundan más que en el cuento los errores de estructura, para no hablar del material sobrante que el autor se resiste a echar a la basura. Daría ejemplos recientes, pero no quiero querellas, así que chitón.

Aquí debo reiterar lo obvio. El editor, salvo excepción, no escribe y no toma decisiones finales. El método es que sugiera cambios y soluciones. Más de la mitad de estos no serán adoptados, pero tendrán el efecto salutífero de forzar al autor a aportar sus propias soluciones, a resolver problemas que a lo mejor no había visto.

Los autores se lanzan a escribir por mil razones que se pueden sintetizar en una sola: porque sí. Nadie los obliga, nadie puede seriamente prometerles el éxito, a menos que se trate de una celebridad, lo que se sale del foco de este escrito. La celebridad venderá su libro mucho no por la calidad del mismo, sino por la firma. Puede ser magnífico, bueno, regular o pésimo, igual se venderá. Dicho esto, aclaremos que esta columna no es para ellos (o ellas) en realidad.

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