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El 6 de diciembre: Balance y perspectiva

Hace unos años, enviado a Santiago en misión de enlace para sondear el respaldo de las fuerzas políticas afines, el senador Andrés Allamand, del partido de centroderecha Renovación Nacional al que también pertenece Sebastián Piñera, luego de escuchar mi informe me hizo una sola pregunta: “¿Y la economía?”. Ante mi extrañeza sonrió y me dijo clara y llanamente: “en política los partidos se ganan según soplen los vientos de la economía. Si no va muy mal, los gobiernos pueden dormir tranquilos. Si son tormentosos, que vaya preparando las maletas”.

Por entonces los vientos de la economía soplaban de popa, con unos ingresos petroleros tan descomunales, que rozaban el absurdo. Chávez y el chavismo nadaban en dólares. Haciendo escarnio de los valores que han sido nuestra principal bandera: la libertad, la moralidad pública, la activación del aparato productivo, la decencia en la administración de nuestras finanzas, un proyecto nacional liberal y democrático. Valores todos que, como me lo dijese el mismo Allamand, no cuentan a la hora de las urnas. Sobándose la barriga me recordó el viejo refrán chileno: “guatita llena, corazón contento”. Recordé el principio de acción política de Mister Peachum, el rey de los mendigos de La Ópera de tres centavos, de Bertolt Brecht: “erst kommt das fressen, dann kommt die Moral”. Primero a hartarse, luego viene la moral. Y supe que nuestro futuro dependía más de la OPEP que de Miraflores. Con esa chequera, ni que a los opositores nos dirigiese Winston Churchill. Si no bajaban los precios del petróleo, nos esperaba “la isla de la felicidad”, pero en tecnicolor.

La coincidencia de la muerte del mago de Sabaneta con el derrumbe de los precios petroleros dictó una sentencia inapelable, cuyo cumplimiento dependería del aguante del régimen ante la pérdida de recursos y el apuro o la paciencia opositoras. En otro lugar he recordado la respuesta del general Pinochet a la obvia pregunta del momento en que se le cruzó el golpe de Estado por primera vez por la cabeza: “cuando vi aparecer las colas”. Quien esté enterado de los avatares de la Segunda Guerra Mundial recordará la razón de la derrota de los ejércitos invasores – los de Napoleón y los de Hitler – ante Moscú. Los derrotó “el general invierno”.

Parafraseando esos hechos, el primer balance de esta magnífica y soberbia jornada electoral que se me ocurre es reconocer que el régimen – incluido el fantasma del Cuartel de la montaña – cayó vencido ante el General Economía. Frente a un monumental ejército de descontentos a quienes todos los males de la economía les cayeron encima de una manera ajena a sus hábitos de la manguangua petrolera. Esos hábitos hicieron la diferencia que los expertos en represión y control social de la tiranía cubana no supieron descifrar: en Cuba, una pobresía pobre de solemnidad y recién salida de los cañaverales e ingenios, la pobreza, las colas y el racionamiento, orquestados bajo la más despótica, tiránica y terrorífica de las represiones no hizo mella. Llevan 56 años calándose la misma miseria, el mismo palo, la misma humillación. En la Venezuela del 4.30, el tá’ barato y el manque fallo, la fidelidad al caudillo estuvo siempre condicionada. Tal como sucediera en los comienzos de esa cosa llamada República: los españoles incumplieron sus promesas a las hordas de Bobes, que sin dudar un segundo y ante la generosa oferta de Páez, se pasaron en cambote a las fuerzas “republicanas”. Páez y Bolívar exigieron el cumplimiento de las promesas – premiar las tropas llanera con tierras – porque de lo contrario, se les alebrestaban los ocasionales aliados. Y e perdía la guerra.

No habla bien ni habla mal de nuestros electores. Tal como le dijese Izarrita en el colmo de la lucidez al mentacato que nos desgobierna:  “es lo que hay”. En Venezuela, sin cheque, no hay galanes. De modo que lo sucedido este histórico domingo 6 de diciembre debe servirnos de principio aleccionador para el futuro. La Hegemonía democrática hay que fundarla sobre bases más sólidas que un dólar a 4.30 – como en la Cuarta, que cuando desapareció en ese nefasto viernes negro se llevó por delante todas nuestras democráticas certidumbres y se encendió el caldero del golpe – o un plan de misiones con alto financiamiento.  Al régimen no lo vencieron sus iniquidades, sus crímenes, sus asesinatos políticos – como al de Pinochet – , incluso la insólita perversión de sus instituciones y el narcotráfico. Ni tampoco, estemos claros, la lucidez y grandeza de nuestras fuerzas opositoras, de las que, sin ninguna extrañeza, hay que reconocer que las más consecuentes no fueron particularmente bien tratadas a la hora de contar los sufragios.

Las horcas caudinas que comienzan el degüello, no son muy diferentes de aquellas que hace veinte años degollaron a la democracia de Punto Fijo. Caldera, al que se le pueden achacar todos los defectos pero a quien no se le puede negar un soberbio olfato político y una deslumbrante sabiduría de viejo prócer nacional, lo dijo en el momento preciso en el sitio preciso. Sus palabras vayan por delante, con un leve retoque de circunstancias: donde dice democracia, escriba socialismo: «Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por el socialismo, cuando piensa que el socialismo no es capaz de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia; cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad.”

Por ahora, una hermosa y descomunal victoria que demuestra, más allá de quienes pretendan llevarse los laureles, que la revolución, como su principal gestor, están muertos. Estamos en el frágil y complejo pasadizo que da a la democracia. A esta victoria, si la economía fue determinante y puso sus mejores influjos, debemos reconocer con hidalguía que contribuyeron 17 años de combates incesantes de la sociedad civil, magníficos esfuerzos organizativos, como la Coordinadora Democrática y la MUD, todos los partidos democráticos, del más pequeño al más grande, los desterrados, asilados y extrañados que han perdido su Patria, los mártires asesinados porque querían el cambio que hoy se avizora y a la que le dieran un empuje universal, los presos políticos que tuvieron la grandeza de solidarizarse con ellos y esa montaña de cadáveres de nuestras barriadas populares, caídos sin derecho a la vida. Sería un grave error de algunas dirigencias políticas atribuirse en exclusiva un acontecimiento demasiado grande y trascendente como el que vivimos este 6 de diciembre. Y que recién está en sus albores. O la Venezuela del futuro la construimos entre todos, o no verá la luz del día.

Por último: el futuro. Ese haz de esfuerzos y sacrificios que finalmente tuvieron una satisfacción histórica, debe ser respetado. En él está la posibilidad real de que la Venezuela que nazca de estas ruinas, una Venezuela liberal, democrática y social tenga bases sólidas, sanas e incorruptibles. Forjadas en la unidad y la conciencia. Como para que, por lo menos a partir de ahora, no volvamos nunca jamás a provocar las estúpidas tragedias que estamos culminando. Es la deuda que tenemos los mayores. Debemos honrarla.

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