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El sentido de la vida

La vida tiene un sentido tan profundo que suele escapar al ajetreo del nuestro hacer cotidiano. Nos perdemos en  preocupaciones centradas, muchas veces en logros que, si bien tienen su importancia, carecen de trascendencia respecto a ese sentido: el trabajo, los negocios, el prestigio, el “status” social…

Paradójicamente, una clara y profunda reflexión sobre la realidad de la muerte, de nuestra propia muerte, es aquello que, como punto de partida, mejor ayuda a proporcionar una progresiva percepción del sentido verdadero de la vida.

No se trata, por supuesto, de oscurecer el diario vivir con sombras siniestras cargadas de pesadumbres y de pavores por un hecho que, concebido como fatalidad trágica e insuperable, parece  aniquilar y destruir todo. La muerte es un hecho natural que, indefectiblemente, se presenta en un instante preciso del tiempo de cada cual. No tiene, por tanto, nada de misterioso ni de tenebroso. Los únicos Misterios que se asocian a ella son los que corresponden a la trascendencia y han sido iluminados por la Fe cristiana.

Todos nosotros humanos, aún –y tal vez de manera especial- quienes lo niegan– tenemos el convencimiento de que no vamos a desaparecer con la muerte. A esa idea oponemos repugnancia y rechazo naturales. No es posible  –se dice cada cual en lo más profundo e íntimo de su ser-  que mis aspiraciones, ilusiones, proyectos, creencias, sentimientos, esto es lo que soy, pueda desaparecer y, en un instante, disolverse en la nada para dejar de ser. La radicalidad de ese rechazo, inscrito en las honduras de la naturaleza humana, constituye una suerte de argumento ontológico probatorio de que lo que soy, de alguna manera, seguirá siendo más allá del umbral de la muerte.

Lo que si se borra definitivamente con la muerte es “lo que pasa”. Solemos saludarnos, al menos en nuestra hermosa, rica y viril lengua castellana, con preguntas que se refieren a lo que pasa: ¿Cómo lo has pasado? ¿Qué pasa? ¿Qué pasó? ¿Lo pasaste bien?  Y resulta que todo, o casi todo, bien visto sobre todo en el tiempo, termina por pasar. Mejor deberíamos preguntar por lo que queda que, aunque fuese poco, es lo único que importa.

Y si “lo que pasa” pasa y “lo que queda” queda, entonces el contenido de la vida en el más allá de la muerte, está hecho de aquello que queda. Y el sentido de la vida, de la que  acá gozamos, no puede tampoco referirse a “lo que pasa”, sino a “lo que queda”.

La vida, por otra parte, está plena de “pequeñas muertes” o muertes parciales que son pérdidas, carencias particulares, limitaciones que van ocurriendo, sea en la realidad que nos es externa y constituye nuestro horizonte de sentido vital, sea en nuestro propio mundo interior. Todo, tarde o temprano, va cediendo ante las fuerzas de descomposición y desorganización que significan muerte. Podemos decir, por eso, que vamos muriendo a poquito. Son esas “potencias de disminución”  las que definen “nuestras verdaderas pasividades”.

Las muertes parciales externas pueden ser tan simples como las pérdidas o agotamientos de nuestras cosas u objetos que, ya por desgaste, roturas o desapariciones, dejan de estar en nuestro mundo; más complejas y dolorosas son las muertes de nuestros seres queridos (animales, conocidos, amigos o familiares) que van dejando la marca de la presencia de sus ausencias, pero que nos van señalando, sistemáticamente y cada vez con mayor fuerza, la realidad inevitable de nuestra propia muerte. Esta se va también “viviendo” con nuestras muertes internas, si se quiere más graves, que proceden de las limitaciones que el tiempo va desarrollando en nosotros: enfermedades, accidentes y toda suerte de aconteceres que van interponiendo barreras, escollos o fronteras a nuestras posibilidades de hacer. “Formidable pasividad que es el curso de la duración”.

La muerte es el resumen o la consumación de todas nuestras disminuciones: es el mal  -simplemente físico, en la medida en que resulta orgánicamente de la pluralidad material donde estamos inmersos –  pero mal moral, también, en tanto esta pluralidad desordenada, fuente de toda herida y de toda corrupción, es engendrada en la Sociedad o en nosotros mismos por el mal uso de la nuestra libertad.”

La desorganización corporal e íntima que es elemento constitutivo de la muerte, nos prueba lo que la experiencia nos enseña: llegará un momento cuando todo cederá en nosotros y en nuestro entorno. Sabemos que, inevitablemente, las fuerzas de disminución terminarán dejándonos por tierra.

Proceso éste que es inseparable de la experiencia del sufrimiento: El morir a poquito va introduciendo el sufrir en nuestra vida. Nadie, absolutamente ningún hijo de mujer escapa al sufrimiento. Para algunos, demasiados tal vez, el sufrimiento es piedra de escándalo. Albert Camus, incapaz de asimilar ni de explicar el sentido del sufrimiento, asumió su ateísmo radical cuando, adolescente, vivió en Argelia  la desgracia de una madre cuyo hijo moría en una calle de su ciudad destrozado por un bus. Lo absurdo que su alma dolida palpó en el sufrimiento de aquella mujer, le hizo abandonar toda esperanza sobre la existencia de alguna potestad que significase el bien o la justicia. ¿Cuántas veces no hemos vivido experiencias semejantes? ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Cómo explicar el mal externo que mutila, corrompe, anula y lacera la vida de multitudes?

Pero volvamos a “lo que queda” y al sentido de la vida.

Está escrito: “si el grano de trigo no muere, no da fruto”. El mismo Cristo nos ha dejado una palabra fundamental: “No temáis. Yo he vencido al mundo”. ¿Cómo lo ha vencido? Muriendo en la Cruz. ¡Vaya respuesta para levantar el ánimo!  ¡El Vencedor ha vencido porque ha muerto!

Pero, ¿por qué ha debido morir?: Porque lo ha querido. El Hijo, libremente en su infinita libertad, se ofreció como Víctima extraordinaria y definitiva que expiase los pecados humanos de todos los tiempos, cometidos por cada uno de nosotros, a fin de que el camino de la Salvación quedase abierto al personal uso de nuestra libertad. Y venció: la Resurrección de Cristo es su victoria y la de toda la Humanidad frente a la muerte natural, pero, por sobre todo, frente a la muerte sobrenatural que significa el pecado. A los pies del árbol de la Cruz se derrumbó para siempre Satanás y quedó eternamente sellada la victoria del Bien sobre el mal.

Nuestra pobre razón, demasiado limitada, es incapaz de alcanzar a ver la totalidad de la realidad de las cosas; razón que avanza lenta –con pequeños e inseguros pasos–  se pregunta aún por qué Cristo aceptó ese sacrificio de valor infinito. Hay una sola respuesta que involucra un Misterio en cuyas profundidades somos absolutamente incapaces de penetrar: lo hizo por Amor.

En su doble naturaleza humana y divina, nos amó y nos ama infinitamente como Hombre y como Dios. La Cruz, símbolo del cristiano, es el emblema fundamental del Amor. Creador y Redentor nuestro, Jesús es nuestro Señor, pero su señorío es de Amor. Su vida es Amor y, luego de ésta vida nuestra que somos a imagen y semejanza de Dios, la vida que nos espera más allá de la muerte, es amor. La muerte no es sino una transformación, una transfiguración en la que se desecha lo banal de nuestra existencia terrena pero se conserva lo esencial que es el Amor. Amor, por tanto, es la resultante fundamental de lo que en nuestra vida terrena no pasa; de “lo que queda”. Todo pasa menos aquello que vamos haciendo por amor, que se va “depositando”, por así decirlo, para ser la esencia de nuestra vida eterna.

El objeto del amor humano, de eso que queda porque no pasa, es toda la Creación, comenzando sobre todo por nuestros semejantes. La Creación necesariamente ha sido libre puesto que el Ser Supremo y Absoluto no puede ser concebido como sujeto de “necesitación.” Dios creó al hombre como ser imperfecto y no acabado.

No podría ser muy de  otra manera porque, ontológicamente, resulta imposible que creara un ente perfecto, pues tal acto supondría la creación de otro dios, noción que en su mera formulación lógica es contradictoria: un “dios creado”.  Sin embargo, el hombre así creado imperfecto, es invitado a convertirse a imagen y semejanza de su Creador, es decir, a devenir como dios para Él, pero a condición de que él mismo coopere en su propio devenir, en su propio perfeccionamiento o realización cabal.  Entonces, la Creación de un ser como dios, lógicamente imposible si se la entiende como creación inmediata, se hace posible como creación mediata gracias a la libertad , y por la Gracia que el Creador concede a su creatura.

En ese sentido, la Creación, virtualmente completa, es inacabada: pasa de la potencia al acto mediante la acción del hombre pero nunca hay riesgo de que la obra de Dios, por rechazo o mal uso de la libertad humana, pueda culminar en un fracaso sino que cumplirá plenamente el Plan Divino.

Pero por el mismo hecho de que es una Creación que se hace  inacabada y por implicar arreglos que se hacen a tientas, hay en ella dolores y fracasos  naturales. Por otra parte, la libertad humana introdujo en el mundo un mal que no es natural, biológico o cósmico, sino propiamente perverso y suplementario. Cuando el hombre masacra, oprime o tortura al hombre, estamos en el plano específico del mal humano y no en el biológico que el tigre o el león infligen a la presa que devoran. Así como en cualquier organismo animal o vegetal que constituye un todo, en el Mundo así concebido, las faltas, los errores y las roturas introducen dolores y sufrimientos según la especie. El mal natural también, pero sobre todo el mal moral que produce el hombre es la causa del sufrimiento en el Mundo.

Es cierto que el hombre es responsable del Mundo y de sus semejantes. ¿Qué hemos hecho para asumir tal responsabilidad?

Casi siempre tratamos de escapar. Razones y argumentos encontramos de sobra: nuestros tiempos siempre “cortos”; nuestras responsabilidades siempre “enormes”; nuestras ignorancias siempre “inocentes”. Nos engañamos infantilmente para vivir, con “buena conciencia” encerrados en lo que pasa, pero sin amar, que es lo que queda.

Cuando quedemos en la caja que será nuestra última vivienda, lo único que llevaremos en nuestras manos es lo que hemos amado. Lo que hemos hecho para restañar las miles formas de heridas que hacen el sufrir de nuestros semejantes; los gestos del alma que desde miradas y sonrisas se traducen en actos de solidaridad capaces de aliviar soledades, abandonos, pobrezas espirituales y materiales, angustias, dolores y penas.

Sabemos que el sufrimiento tiene una significación grandiosa como aporte a la complementación de la Creación. Incluso, el propio sufrir puede, en un acto de supremo amor humano, depositarse al pie de la Cruz del Redentor para sumarse al infinito don del Sufrimiento de El Salvador. No obstante, el cristiano debe luchar con todas sus fuerzas y como si todo dependiera de él, para disminuir, reducir y aliviar el sufrimiento. Es una lucha personal, que no se satisface con los esfuerzos de las instituciones o de las donaciones anónimas. Es lo que Maritain llamó “existir con el pueblo”, que vale mucho más que hacerlo “por” o “para” el pueblo que son todos y cada uno de nuestros semejantes. Desde luego, ese pueblo comienza con los más próximos, los más inmediatos y cercanos, pero no se agota en ellos.

Allí está “lo que queda” y, también, nuestro equipaje y pasaporte válido para el momento de nuestro ingreso a la nueva y definitiva vida en la Ciudad Celestial. Que así sea!

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