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Jamás lo dejaron en paz

Distintos al nuestro, hay países en los que, tarde o temprano, se conocen algunos documentos reveladores de las intimidades del poder. Ya circula la prueba del temprano y celoso seguimiento que los organismos policiales mexicanos, como la Dirección Federal de Seguridad (DFS), hizo de Octavio Paz, todavía en su vejez.

Huelga comentar sobre el significado profundo e innovador del continente octaviano, más allá del Nobel de Literatura que, por cierto, desde hace un buen tiempo, nada agrega al reconocimiento universal de los hacedores del pensamiento.  No obstante, conmovidos por un seguimiento tan tozudo del que quizá no reparó en sus días finales, nos permitimos esbozar cierto testimonio personal.

Digamos que supimos de Paz, frecuentemente publicado por el diario caraqueño El Universal, tenidos – ambos – como derechistas, gracias al consabido mundo de las predisposiciones: al periódico que, además, lo descubrimos no hace mucho, precursora y paradójicamente  publicaba en los setenta del veinte sobre Michel Foucault; y al insigne escritor que alzaba su voz crítica en torno al marxismo y sobre la misma mexicanidad.  Presumimos que, acá, sacudió el polvo al renunciar a la embajada de La India al escenificarse la matanza de Tlatelolco, en 1968, aunque la influencia de Guillermo Sucre, más adelante,  por ejemplo, contribuyó a reivindicar su obra en escuelas, como la de Letras de la Universidad Central de Venezuela, atajando ferocidades políticas como las suscitadas por Jorge Luis Borges.

Un buen día, distraídos, nos atrajeron unos versos formidables, ignorado el nombre del autor, y la pesquisa nos llevó a la modesta ruptura que también hicimos con los nerudianos, tan cultivados en casa, como celebrados regularmente por otros diarios caraqueños, como El Nacional. Posiblemente, no ocurrirá ahora, en la era digital, nos internamos febrilmente en una obra de un costoso precio que logramos compensar con la regular visita a la Biblioteca Nacional: alternamos la poesía con una ensayística de impecable, como mordaz, prosa, recorriendo una primera e insigne edición para compararla con las posteriores, hasta que nos hicimos adultos y pudimos acceder a libros de sellos de gran prestigio que deslumbraban en las viejas vitrinas tampoco hoy conocidas por las nuevas generaciones; y, por siempre, nos arrepentimos de no adquirir, poco a poco, en la Librería del Ateneo,  las obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica en gruesos volúmenes de tapa dura: tres años antes de su cierre, en la librería Lugar Común, vimos con un dejo de nostalgia, uno de los ejemplares ya francamente impagable.

Nada le era extraño al continente octaviano, desde el erotismo hasta la arquitectura, la antropología y el periodismo,  la política y la profundidad del planteamiento ideológico, y todavía su poesía nos interpela. Hizo un largo recorrido, partiendo de su militante compromiso en los años de la guerra civil española, hasta desembarcar en la denuncia del totalitarismo soviético. Para unos, el derechista consumado y, para otros, el izquierdista obstinado, aunque – necia topografía aparte – fue hijo de su tiempo, mereciendo una relectura que lo ubique en la perspectiva de un rompimiento también atrevido de lo que fue o aún es la cultura política promedio de este lado del mundo.

Valga la doble digresión, ya nos explicamos la emoción de los jóvenes de cualquier era por sus cantantes favoritos, deseosos – antaño – de un autógrafo y – hogaño – de un selfie; o de la amiga que tuvo altas responsabilidades de poder, en los noventa, admiradora de un intérprete catalán que ni se le ocurre ya venir a la Venezuela de este siglo, la que lo acogió generosamente en el anterior, logrando conocerlo personalmente y diligenciarle – así – una condecoración oficial. Admitimos, en los preámbulos del seminario internacional sobre política que ayudamos a organizar, a finales de la citada década, nos interesó traer a Paz, no sólo por el vigoroso y audaz aporte que le daría a la materia, sino por la oportunidad que tendríamos de estrechar su mano: no pudo, porque se le incendió la casa.

Salvo honrosas excepciones, sentimos que no hay equivalentes todavía, por la universalidad de sus reocupaciones, a Octavio Paz en este rincón del mundo, a sabiendas del aislamiento cultural de Venezuela que no sufren sus vecinos mediatos e inmediatos; aunque, es necesario reconocerlo, existen publicaciones electrónicas abiertas que los prometen, como alguna vez ocurrió con Vuelta, la revista que consultábamos y fotocopiábamos con regularidad, haciendo una selección propia del “mercado lector”, décadas atrás, en la Hemeroteca Nacional. Por lo pronto, sabemos cuán peligroso fue (y todavía es), el escritor mexicano, cuyos expedientes, llevados por la policía política quizá hasta después de su muerte, bien merecen reunirse en un tomo adicional a sus obras completas.

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