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La broma

Contra la figura hierática de don Tancredo en la plaza de toros ya hizo los debidos comentarios, no indebidamente elogiosos, José Bergamín. También el presidente Mariano Rajoy se ha llevado por su actitud no menos estólida ante la intentona golpista de los nacionalistas catalanes comentarios desfavorables, muchos de los cuales muestran impaciencia razonable, otros franco sectarismo (si no tiene la culpa también de esto el Gobierno popular, ¿quién la va a tener?) y algunos, como los de Ximo Puig, apuntan cierto bloqueo de las funciones de cerebración superior, por decirlo amablemente. Las más comprensibles de estas críticas señalan que Rajoy no solo debía haber recordado la ley y sus profetas, lo que está muy bien, sino directamente hacerla cumplir, sobre todo en un caso de flagrante ilegalidad como la consulta del 9-N. Otros señalan que no debió atrincherarse en la legalidad (incluso hay quien opina que no debió “amenazar” con hacer cumplir la ley, lenguaje extraño en una democracia), sino ofrecer un diálogo que aportase a los sediciosos cierta comprensión, soluciones imaginativas y propuestas ilusionantes, como mandan los cánones. Del contenido concreto de estas generosas alternativas no se dice demasiado, o más bien nada. Está claro que Rajoy debía haber ofrecido algo, pero no está claro (ni oscuro: no está) el qué.

Supongamos, si no lo entiendo mal, que, según el PSOE, el Gobierno debía haber ofertado una reforma constitucional como la que ahora ese partido propone en su programa electoral para el 20 de diciembre. Dejemos a un lado los aspectos de tal reforma —en la que sin duda hay cosas interesantes— que no afectan directamente al Asunto por excelencia, la organización territorial del país y la unidad de España, puesto que solo estas cuestiones interesan al nacionalismo insurgente. Según dice el borrador publicado en este periódico, el PSOE se compromete a “reconocer las singularidades de distintas nacionalidades y regiones y sus consecuencias concretas: lengua propia, cultura, foralidad, derechos históricos, insularidad, organización territorial o peculiaridades históricas de derecho civil”. O sea, más o menos lo que hay ahora y que nos ha traído a la conflictiva situación actual. No veo que nadie niegue la lengua propia de las autonomías (el problema más bien es que se respete el castellano en la enseñanza de algunas de ellas), ni la insularidad de las islas (que resulta bastante evidente, a mi juicio), ni la cultura de las nacionalidades y regiones, es decir, de los ciudadanos que son quienes hacen cultura en todas partes. La foralidad, los derechos históricos, etcétera, también están, ay, reconocidos ya, lo cual da lugar a privilegios en unos casos y equívocos en otros, lo que es inevitable cuando se admiten constitucionalmente derechos prepolíticos.

Ni siquiera se plantea si esos atavismos han de conservarse solo si favorecen al país entero y no en cualquier otro caso, lo cual sería un verdadero cambio. La novedad es que se incluirá en la Constitución el nombre de todas las comunidades autónomas, lo cual podría complementarse con el de todos los ríos, montes y playas de nuestro bello país, ya puestos. A no ser que se pongan aduanas entre las comunidades, para asegurar que nadie se distrae de la singularidad de cada una. Me imagino los carteles en carreteras, estaciones y aeropuertos: “Ya está usted en el País Vasco: póngase su txapela”, “Llega a la Comunidad Valenciana: la paella, declarada bien comestible de la humanidad”, “Estamos en Andalucía: recoja sus castañuelas en ventanilla”, etcétera. Por no hablar de la genialidad de que todas las lenguas cooficiales puedan utilizarse en todas las comunidades sin discriminación, babelización absurda que desconoce o minusvalora la ventaja, no ya cultural sino política,de tener una lengua común que sirve para entenderse a los ciudadanos de todas partes en el Estado, sea cual fuere su lengua materna.

En vez de dedicarse a sacralizar o inventar singularidades para dar gusto a los narcisistas de las pequeñas diferencias (Freud dixit), resulta más útil explicar los elementos compartidos en que se basa nuestra ciudadanía. Cuando se pregunta a intelectuales no nacionalistas que justifiquen su opinión, responden: a) “A mí no me gustaría que Cataluña se separase de España”, potente argumento al que Romeva o Mas pueden contestar que a ellos sí. b) “A los catalanes les iría económicamente peor separados”, que es como tratar de disuadir a un atracador diciéndole que el dinero mal habido no da la felicidad. c) “¡La unidad de España!”, muy bien, pero ¿por qué es importante? La confusión interesada entre identidad cultural e identidad política es la base de todo nacionalismo. La identidad política, o sea la ciudadanía que da el Estado de derecho, siempre permite numerosas opciones culturales entre las que cada cual perfila a partir de lo común su identidad propia. Ese derecho a decidir es de los individuos, no de los territorios: si un territorio tiene derecho a decidir por su cuenta, los demás ciudadanos ven mutilado el suyo. Queremos ser ciudadanos por entero y, por tanto, no españoles a medias. Los nacionalistas pretenden que el área de la que han decidido apropiarse es una nación sin Estado (con derecho a tenerlo); los antinacionalistas defendemos un Estado sin naciones, es decir, sin miniestados dentro del Estado.

¿Qué son esas entidades fabulosas de las que hablan los nacionalistas? El maestro de sociólogos Juan José Linz escribió: “El tema de las diversas aspiraciones culturales y/o políticas queda generalmente definido con el uso de expresiones genéricas como los vascos o los galeses, o de términos como la nación vasca, el pueblo vasco, el grupo étnico y demás. Son pocos los intentos para definir de modo más preciso a qué aluden dichos términos, qué características definitorias se emplean para incluir a alguien en esas categorías y cómo verificar el grado en que una entidad colectiva de esta índole es una realidad, experimentada como tal por sus presuntos miembros”. Eso aclara por qué Pujol dijo de Borrell que era “un señor nacido en Cataluña, no un catalán”, Carme Forcadell considera “no catalanes” a los votantes de C’S o el PP, y el inefable Arzallus aseguró en una entrevista que yo no soy vasco “porque mi padre era notario y los notarios no son de ninguna parte”. Todos ellos tienen razón, porque ser “catalán” o “vasco” para un nacionalista no depende de rasgos culturales o biográficos, sino de la adhesión al ideal separatista de romper la ciudadanía estatal. Los no nacionalistas que siguen hablando de “lo que quiere Cataluña” o de que “los catalanes se sientan a gusto” confirman la ideología nacionalista sin saberlo.

“¡Y se terminó la broma!”, dijo optimista García Albiol. Ojalá, pero por desgracia la broma continúa. Uno se desespera de ver a tantos jóvenes emburrecidos por la alfalfa nacionalista, convencidos de que “nos quieren quitar lo de aquí” y que todo lo malo llega porque no son independientes, es decir, puros y buenos salvajes. ¿Cómo acabará esto? No sé cómo, pero en cambio estoy seguro de que acabará mal. Aplico uno de los estupendos aforismos de Jorge Wagensberg: “Hay cosas que acaban mal porque, si no, no acaban”. Pues eso.

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