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La (vital) utopía del consenso

Ante la discreta posibilidad de que Venezuela reingrese a los cauces de la modernidad política -noción tan viva en las prédicas de la generación del 28, del octubrismo y los primeros años de la democracia representativa- la palabra “pacto” se invoca, se amplifica, se llena de nuevos sentidos simbólicos y discursivos. En contraste con las pulsiones que hasta hace poco la empujaban a hacer parte de una serie de significantes vacíos, (como ocurrió con la propia palabra democracia) por momentos pareciera que se va captando la importancia de alinear percepciones y expectativas respecto a sus contenidos. Más aún cuando en medio de esa potencial crisis histórica que, según Jacob Burckhardt, anuncia la mudanza desde una situación de anormalidad a otra de normalidad, se repara en que la permanencia de sus síntesis depende de la cooperación voluntaria de todos los involucrados.

Sí: aunque durante estos 25 años las claves de esa normalidad parecieran muy ajenas a nuestra experiencia y talante, habría que recordar que los venezolanos se “graduaron” en la confección de pactos improbables durante “el año de la concertación en Venezuela”, como bien lo describe el historiador Naudy Suárez. Bajo la seña de Puntofijo, pieza madre de una serie de acuerdos políticos cruciales, 1958 inaugura el camino hacia la búsqueda de una democracia sostenible en términos de reglas y procedimientos, presta además a cortar el paso a cualquier intento de personalismo militar. Es este un episodio cuyo examen sigue demandado minuciosidad, y que sirvió de modelo de gestión incluso para países que como España en 1977, abordaba su propio proceso de ingeniería institucional democrática, Pactos de la Moncloa mediante.  

El pacto de Puntofijo, subraya Juan Carlos Rey, fue “uno de los más notables ejemplos que cabe encontrar en sistema político alguno, de formalización e institucionalización de unas comunes reglas de juego, al propio tiempo que muestra la lucidez de la élite de los partidos políticos venezolanos”. Vale la pena detenernos en este último aspecto. Pues hay que reconocer que el “milagro” de la coincidencia no se produce al margen de una historia llena de luchas, frustraciones, errores, tribalismo, exceso de confianza, triunfalismo y forzosa rectificación. A sabiendas de que el presente se inserta en un continuum, esa sucesión de hechos cuyo encadenamiento no lineal va modelando lo que vendrá, puede decirse que lo suscrito el 31 de octubre de 1958 -13 años después del estallido de la Revolución de octubre- ilustra el fruto de un dilatado y forzado aprendizaje, una reflexión y una acción en consecuencia. En este caso, la crisis sistémica ha ordenado, establecido hitos, dado forma y sentido al devenir temporal. Así, como sugieren J.C Portantiero y De Ípola, el contrato surgía como “metáfora fundadora del orden político” (1984).

Señala Manuel Caballero en “Las crisis de la Venezuela contemporánea” (1998) que durante todo el año 58 dos preocupaciones marcaron la agenda de dirigentes y de la sociedad entera. Por un lado, la vigilancia frente a potenciales intentonas militares que retrotrajeron los avances; por otro, “la conservación de la unidad que hizo posible el derrocamiento de la dictadura (…) Pero aquí, frente a la cuestión concreta del poder, las cosas vuelven a enturbiarse (o, vistas desde el otro ángulo, a clarificarse) pues los partidos mas grandes tienen cada uno su proyecto propio”. El mecanismo de estabilidad y pacificación que encarnaba el pacto dependía, precisamente, de mantener una cohesión que constreñía las aspiraciones de cada miembro de la coalición, la exigencia de cuotas de participación en el futuro gobierno. Se trataba del conflicto propio de la puja política, pues, ahora en un marco de competencia flexible. Algo natural, pero que dada la fragilidad de la coyuntura, podía convertir la alegría inicial en caos, en desarticulación tenaz, en ingobernabilidad.  

El temor frente al fantasma del pretorianismo, tan incrustado además en el imaginario social (no en balde reaparece vigorizado, años más tarde) obliga a domeñar esos apetitos. He allí una primera muestra de la reflexión antes mencionada. El reset democrático contaba con el breve pero intenso fogueo del trienio adeco. Entre 1945 y 1948, la amenaza a la gobernabilidad por parte de sectores conservadores que veían con disgusto el ascenso del “partido del pueblo”, generó como respuesta la conducción sectaria, la exclusión, la penetración del partido de gobierno en todos los niveles del aparato burocrático. El desarrollo de los acontecimientos y su frustrante desenlace sugirió que ese sectarismo contribuyó a precipitar la regresión militarista. Con tal certeza a cuestas, las reglas de juego para operar en el nuevo interregno -la situación anómala que aun no se extinguía- instan a mantener un vínculo basado en la alineación de intereses. La toma de consciencia en torno a la necesidad de compartir el espacio político y aumentar la fortaleza común, lleva a comprender que “el poder se sostiene sobre pactos constitutivos, no ya entre voluntades individuales… sino entre aquellos grupos que han movilizado recursos suficientes como para ingresar en el sistema” (Juan Carlos Portantiero, 1981).

En la práctica, el nuevo orden evidencia nítidos contrastes con lo previo. Eludir la compulsión revolucionaria de las “refundaciones” es uno de ellos. En línea con el compromiso de defensa de la constitucionalidad, la decisión fue no derogar la Constitución de 1953, que había sido producto de una Asamblea Constituyente convocada y dominada por el perezjimenismo (fórmula similar a la que décadas más tarde, de 1990 en adelante, aplicaría la Concertación chilena, por cierto). El pragmatismo y la prudencia instruyen a no atender propuestas nerviosas como la de abolir ese instrumento para restituir el de 1947. De haberlo hecho, se habría disparado un proceso capaz de “remover o socavar la propia unidad que se buscaba establecer, la tregua política que se había logrado y la despersonalización del debate”; quizás, según señala Allan Brewer-Carías, “caer en una lucha interpartidista al máximo”.

Lo anterior se blinda con el plan de conformación de un gobierno de Unidad Nacional sin límite temporal, vigente mientras se mantuviesen vivas las amenazas al recién nacido ensayo republicano; el compromiso de armar un gabinete plural tras las elecciones, con representación de todas las corrientes y sectores independientes; así como el establecimiento de un programa mínimo común, que exigía que las ofertas programáticas de los partidos que acudían a la contienda electoral no contemplasen puntos que pudieran ser incompatibles con dicho programa. Se exhorta entonces a la “tolerancia mutua”, a no ventilar públicamente un disenso que pudiese alimentar “la pugna interpartidista, la desviación personalista del debate y las divisiones profundas” que habrían comprometido la legitimidad del Gobierno de Unidad Nacional. En el marco de la ruptura abrupta con el Ancien Régime, mantener la tregua política, la convivencia unitaria y el acuerdo estratégico entre actores que suscribieron Puntofijo, también se adhería a eso que Norbert Lechner calificaba como la “utopía del consenso”. Es decir, cierta dimensión ética, el ideal de plenitud tan improbable como vital para institucionalizar la realidad social y concebir relaciones de reciprocidad en una democracia siempre marcada por lo plural, la incertidumbre, lo contingente.

A sabiendas de que el curso de tal aprendizaje no se interrumpe, las lecciones de aquellas crisis sirven para repensar la anomalía presente. Los años de ensayo y error obligan a detectar oportunidades en un proceso complejo, que acá entrañaría no sólo el arreglo con afines, sino con feroces adversarios. ¿Será posible transformar con inteligencia estratégica y emocional ese antagonismo que prospera en todos los ámbitos; hacer que los sujetos sociales asuman el pacto democrático como propio, la necesidad de trascender la seducción tribal y los particularismos reivindicativos para acordar la construcción de un orden colectivo vinculante? A las puertas de ese “quizás” seguimos esperando.

@Mibelis

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