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Lo único estable es el cambio. Pero…

No hay nada tan consecuente con el discurrir de la vida, que no sea el cambio. O los cambios que ocurren en su transcurrir toda vez que son parte invariable de la dinámica que revoluciona la movilidad de todo cuanto existe en la faz de la Tierra. Por eso hablar del cambio, implica sacudir lo que alrededor de muchas posturas tiende a enquistarse. Sólo así es posible concebir el cambio como un proceso continuo que no admite interrupciones de ninguna especie, ni bajo ninguna condición. 

Esto es así en todo lo que configura la vida. De ahí se dice que si se quiere que el mundo siga su movimiento -tal cual- en sus esferas y dimensiones, es inevitable aceptar los cambios por cuanto ellos son la razón para que todo continúe comportándose de la manera constructiva como ha sido hasta ahora. Al menos en sus manifestaciones naturales y aquellas promovidas por el hombre en su desempeño por resistirse o adelantarse a las circunstancias.

En política, no sólo es igual concebir el cambio como el terreno sobre el cual adquiere condición y sentido todo lo que existe y se procura por encima de lo que para la filosofía de gestión se denomina “línea de tierra”. Sino más aún. O sea, por lo que representa el cúmulo de variables sobre el cual queda determinada la dinámica política. Pues ésta es el cimiento funcional desde el cual se asigna valor, dirección y magnitud a las variables políticas mismas.

Por tan capital razón, el cambio o los cambios infunden mucho miedo. Miedo al mismo cambio. La política aduce infinitas razones que justifican cambios en todas las facetas que configuran el abanico en el cual operan las decisiones elaboradas con afán político. Los intereses y necesidades que la política aviva, son propias de inducir consecuentes y congruentes cambios que respondan a las mismas necesidades e intereses de los cuales dispone el ejercicio de la política. Sin embargo, no es fácil proceder desde tan directa estrategia. 

El problema se avizora cuando los cambios tocan a unos. Aunque a otros no. Y así suele suceder, no sólo por implicaciones del azar. O por el azar manipulado con la más impúdica alevosía y premeditación. El problema se profundiza cuando la idea de cambiar las cosas, busca solamente afectar a quienes no han declarado su apego a la causa que promociona la inminencia de los cambios a ser aplicados. Más aún, cuando los cambios tocan intereses de que quienes impugnan las realidades a ser transformadas. O sea, que cambien las cosas. Pero que no toque los intereses de los propulsores del cambio.

Cuando Arthur Schopenhauer, refirió que “el cambio es la única cosa inmutable”, seguramente fue visto con la sospecha como el oficioso de la política despectivamente pudo cuestionarlo pues no admitía que la política tuviera que verse impávida en el plano de sus ejecutorias. Y es el problema que los cambios ocurridos alrededor de las posiciones asumidas por la oposición liderada por el diputado (AN), Juan Guaidó, en su condición de presidente interino de Venezuela, ha causado. 

De ahí las reacciones denigrantes que han tomado cuerpo en el ámbito de la política nacional. Especialmente, de sectores radicales que no han avanzado en cuanto al estudio y comprensión de lo que moviliza la política planteada de cara a la recuperación de las libertades y derechos del venezolano. 

El curso de la historia política no admite otros cambios que no sean lo que son capaces de cambiar las actitudes de quienes no reconocen en los cambios el sumo que avala la renovación como ineludible variación política. Sin embargo y a  pesar de todo, en medio del fragor de las confusiones y contradicciones que son parte de la agenda política nacional, pudiera deducirse que lo único estable es el cambio. Pero…

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