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Oír todos los ruidos

En la historia venezolana, en general, el ruido del que más se habla cuando se habla de graves conflictos políticos es el llamado ruido de sables. Sólo durante dos largas épocas ello no fue tan así. Durante los lustros duros del gomecismo, donde más bien la política casi no hacía ruido, con muy pocas excepciones como los sucesos de 1928. Y durante décadas de la República Civil –hasta 1992–, donde el ruido de la política se hacía sentir, sobre todo, en las plazas y en los medios. Los venezolanos pueden dar testimonio responsable al respecto, a partir del proceso de pacificación.

Si en el presente hay o no hay ruido de sables, no lo sé. Uno imagina que el sector militar debe estar tan revuelto como el resto del país. Pero de allí a las certezas hay un campo nada estrecho. La distorsión tan notoria entre la doctrina constitucional en materia militar, y la realidad operativa en sus grandes trazos, tiene que producir tensiones de variada índole, seguramente agudizadas por la crisis humanitaria en la que ha sido sumida Venezuela, entre otros por la camarilla militarera que se ha beneficiado tanto del despotismo y sobre todo de la depredación. Por razones de principios y de experiencias, siempre hay que diferenciar a esas camarillas del grueso del ámbito castrense.

Pero el ruido que sí se está oyendo por todas partes es el ruido de las cacerolas. El ruido del malestar. El ruido del agobio y de la indignación. En este sentido, las cacerolas son una metáfora de la protesta civil. Del ruido que hace la protesta civil. Y le están sonando a Maduro y a su desgobierno. Tanto que para tratar de evitar nuevas Villas Rosas que manifiesten la intensidad del descontento a los delegados de la muy menguada –y costosa– “Cumbre del Movimiento de Países No-Alineados”, han “acuartelado” a Margarita, en un nuevo alarde de desprecio hacia los derechos de sus habitantes.

Los cacerolazos han tenido sus ciclos y en menor medida sus efectos. En los años noventa del siglo XX sonaron muchas cacerolas, y la protesta engarzada con las ejecutorias judiciales, hicieron que un gobernante saliera de la presidencia en el marco de la institucionalidad vigente para esos tiempos. En el siglo XXI, las cacerolas le sonaron mucho al predecesor. Sonaron más que nunca a nadie. Pero no obtuvieron los resultados buscados. Al contrario. El régimen se atrincheró en su despotismo, desconociendo cada vez más los derechos humanos del conjunto de los venezolanos.

Ahora es probable que estemos entrando en un ciclo muy intenso, porque el rechazo y la indignación social también lo son. Un país que quiere un cambio de fondo por parte del 80% de la población, es un país indignado. Es lógico ante la escasez, la hiper-inflación, la hiper-corrupción, y la degeneración de la República en una satrapía.

La hegemonía, hace años, criminalizó las cacerolas y sucedáneos a través de una de sus muchas –e inconstitucionales– «reformas» del Código Penal. Pero ello no amedrenta sino valoriza la acción del cacerolazo. El ruido de las cacerolas refleja el compromiso por el cambio. Es el ruido espontáneo de la protesta social. De la inconformidad ciudadana. También de la frustración popular.

El de las cacerolas no es un ruido formal, más o menos como un saludo a la bandera. A veces ha sido así, debe reconocerse. Pero puede no serlo. Puede convertirse en un mecanismo que active otras formas de participación política con miras a transformar la realidad. La lucha cívica es incompatible con la pasividad y, por el contrario, es de suyo beligerante, tal y como lo demuestran tantos precedentes de la no-violencia activa. No estoy planteando que el ruido de las cacerolas conduzca al ruido de sables, o que el ruido civil conlleve al ruido militar. En realidad, siempre es preferible que la lucha política, cívica y constitucional prevalezca. Y para eso hay que oír todos los ruidos…

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