Opinión Internacional

El discurso de la verdad

 Concurrieron 193 países, y, como es obvio, las expectativas creadas oscilaban entre el discreto optimismo y el pesimismo que se ha convertido en denominador común frente a esta clase de megaencuentros preparados por burocracias que recorren varias veces el planeta en las negociaciones preliminares. A Río+20 asistieron 130 jefes de Estado. Esto contribuyó a darle a la reunión particular relieve.

Si tantos presidentes, ideologías, sistemas, colores y países de todos los continentes se movilizarían, existían razones para suponer que de Río+20 saldrían resoluciones o políticas que respondieran, en efecto, al propósito de lograr un desarrollo sostenible que significaba también preservación del ambiente y condiciones humanas equitativas. Los críticos fueron severos, y los pesimistas encontraron excelentes razones para cuestionar los resultados. De los 130 jefes de Estado, observó un analista, no menos de 100, entre ellos Lukashenko, habían viajado pensando más en el exotismo de Río de Janeiro que en las deliberaciones de Río+20.

No se perciben avances ni propósitos de fondo en el llamado desarrollo sostenible, mientras el planeta se degrada de una manera alarmante.

Las crisis regionales, los intereses creados, las rivalidades económicas, se imponen frente al desiderátum universal de preservar las condiciones de vida en la Tierra. Cada informe o estudio que hacen las universidades o las fundaciones independientes comprueba cómo se avanza hacia la destrucción, cómo los daños causados al ambiente son irreversibles. Ni cifras ni razonamientos, ni estadísticas ni evangelios conmueven a los líderes. Esta parece una generación de dirigentes de visión muy corta y de imaginación muy escasa. Aquí radica el problema: el liderazgo mundial está en crisis. Como observó un analista, se vencieron los Objetivos del Milenio proclamados por la ONU, mientras en Río+20 tuvo que recurrirse a la creación de un comité que prolongue la desesperanza y la incredulidad.

En Río de Janeiro, en medio de jefes de Estado que aprovechaban el encuentro para conversar de sus agobios ­los europeos, por ejemplo, que no saben qué hacer con sus bancos, o los rusos que prefieren venderle armas a Siria aunque la operación cueste una guerra civil, o los árabes que oran porque no sucumban los precios del petróleo­, que pensaban o discutían sobre todo menos sobre el asunto que los convocaba, de pronto se oyó la voz de un personaje extraño que hablaba desde el podio de los grandes, con rostro de profeta antiguo y no de jefe de Estado convencional.

Era el presidente de Uruguay, José Pepe Mujica, y lo que decía era tan certero, tan franco, tan bien fundado, que sus palabras fueron recogidas como «el discurso de la verdad».

Ningún otro jefe de Estado podía hablar en estos términos ni decir, menos aún, lo que con una naturalidad asombrosa anotaba el Presidente de Uruguay. Cuando se dice que ningún otro jefe de Estado podía hacerlo es porque para hablar así se requiere vivir así. Para pronunciar el discurso de la verdad se tiene que vivir como vive Mujica, antiguo guerrillero, y practicar lo que se proclama. No fueron pocos los que glosaron su discurso y, como es natural, también se le dieron algunas miradas a su sistema de vida. El Espectador de Bogotá lo retrató de esta manera: «Vive en una pequeña y discreta chacra localizada en las afueras de Montevideo y no en un lujoso condominio como correspondería al presidente de una nación. Conduce un viejo Volkswagen celeste, modelo 87, en vez de viajar en una caravana de carros blindados. Por ley recibe 12.500 dólares mensuales, de los que guarda para sí 1.250 dólares.

El resto lo dona a fundaciones sociales». Este es el retrato de Mujica, y su vida respalda sus palabras. No viaja en el jet supersónico último modelo, ni en los autos lujosos que parecen tanques blindados, ni protegido por anillos de seguridad que parecen ejércitos en guerra. No. Viaja solo y maneja su viejo VW.

Vale la pena citar fragmentos del discurso de la verdad.

Mujica formuló preguntas que inevitablemente resonarán en los nuevos encargados de redactar el documento que sustituirá los Objetivos del Milenio.

Dijo el Presidente: «Más claro: ¿el mundo tiene los elementos, hoy, materiales como para hacer posible que 7.000 millones, 8.000 millones de personas puedan tener el mismo grado de consumo y de despilfarro que tienen las más opulentas sociedades occidentales? ¿Será posible? ¿O tendremos que dar algún día otro tipo de discusión? Porque hemos creado una civilización, en la que estamos, hija del mercado, hija de la competencia, que ha deparado un progreso material portentoso y explosivo. Pero lo que fue economía de mercado ha creado sociedades de mercado, y nos ha deparado esta globalización. ¿Y estamos gobernando a la globalización o la globalización nos gobierna a nosotros? ¿Es posible hablar de solidaridad y de que estamos todos juntos en una economía que está basada en la competencia despiadada? ¿Hasta dónde llega nuestra fraternidad?».

Moraleja: la verdad, una especie en extinción.

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