Opinión Internacional

¿Sin oposición?

La propuesta de unidad nacional de Juan Manuel Santos tiene feliz a todo el mundo, pero puede llegar a generar desequilibrios en el sistema político. La ola de adhesiones políticas que recibió Juan Manuel Santos durante las tres semanas que transcurrieron entre las dos vueltas presidenciales no se detuvo con su contundente victoria. En sus primeros días como Presidente electo, recibió todo tipo de visitas y manifestaciones de apoyo que fueron más lejos de los típicos rituales protocolarios. Con nueve millones de votos en el bolsillo y los vientos soplando a su favor, sus más enconados competidores y críticos comenzaron a pedir pista. Ese es el caso del Partido Liberal, que estuvo en la oposición durante los ocho años de Uribe. Antes de la segunda vuelta la mayoría de la bancada parlamentaria roja ya se había sumado a Santos ante la inminencia de su triunfo. Y también lo hizo el ex presidente César Gaviria, uno de los más tenaces contradictores del Presidente. La cadena de deslizamientos continuó y frente a la clara intención de evitar cuatro años más en el desierto de la oposición -y quizás ocho-, el ex candidato y jefe de ese partido, Rafael Pardo, reunió por separado a las bancadas del Senado y de la Cámara. Y al calibrar que la gran mayoría de su tropa se estaba ‘santificando’ decidió oficializar esa solución y buscar un acuerdo con el Presidente electo, quien en su discurso el día de la elección había manifestado que se entendería solamente con la institucionalidad de los partidos. La bancada liberal, como era de esperarse, no requirió de mucho trabajo de persuasión y con entusiasmo aceptó entrar a formar parte de la unidad nacional. Solo un puñado de senadores encabezados por Cecilia López y Piedad Córdoba se negaron a entrar en ese acuerdo. La adhesión liberal a Santos es significativa. No solo por pasar de la oposición a apoyar a un gobierno que fue elegido por su identificación con la agenda de Álvaro Uribe, sino porque las relaciones entre el liberalismo y Santos fueron particularmente conflictivas durante la gestión del ahora Presidente electo cuando era ministro de Defensa. La bancada roja lo puso contra la pared con un intento de moción de censura por el caso de los 11 generales de la Policía destituidos por unas grabaciones que demostraban que los jefes paramilitares seguían delinquiendo desde la cárcel de Itagüí. En su momento, el liberalismo rechazó a Santos como interlocutor durante el segundo gobierno de Uribe. Por eso la adhesión de esta semana resulta tan llamativa. No menos importante fue la audiencia del Presidente electo con el ex candidato del Polo Democrático, Gustavo Petro, quizá su opositor político más conspicuo. Petro le había enviado una carta en la que le manifestaba su intención de llevar a cabo una «concertación» con su futuro gobierno. La columna vertebral se concentraría en el apoyo a propuestas del Polo para «quitarles las tierras a las mafias» y adelantar una política de protección a las víctimas de la violencia. En algunas de sus intervenciones como candidato, Juan Manuel Santos había elogiado estas tesis de Petro. La carta y la foto de la reunión, sin embargo, crearon una tormenta en el Polo. La presidenta de ese partido, Clara López Obregón, quien había sido su fórmula vicepresidencial, descalificó la iniciativa de Petro como «personal e inconsulta», y resaltó que no era el momento de asumir este tipo de actitudes cuando todo el mundo se quiere subir al tren ganador. Petro aclaró que coincidir en algunas propuestas no significa dejar de ser crítico ni sumarse al gobierno. Los verdes tampoco se quedaron atrás. El ex candidato Antanas Mockus dijo que «no le gusta la palabra oposición» y la realidad es que desde el punto de vista ideológico su proyecto se encuentra cerca al de Santos, gravitando en el centro-derecha. Las mayores diferencias que se expresaron en la campaña fueron de estilo y sobre las concepciones en las formas de hacer política. Lo que se está abriendo paso en la cúpula verde es la fórmula de apoyar lo bueno y criticar lo malo. Se han considerado propuestas que se utilizan en países con tradición en el ejercicio de la oposición como el ‘gabinete en la sombra’, que consiste en designar voceros que le hacen seguimiento crítico a cada uno de los ministros. Pero todavía no hay decisiones definitivas y lo que se puede esperar de este partido en los próximos años es una oposición blanda pero dialéctica. Juan Manuel Santos, en síntesis, iniciará su gobierno con una oposición política casi inexistente. Con el respaldo del Partido de la U y los conservadores, la adhesión de los liberales y Cambio Radical, el nuevo gobierno cuenta con una coalición que representa cerca del 80 por ciento del Congreso. Si a esto se le suman los contactos con el ex candidato del Polo y la aparente mansedumbre de los verdes, se vaticinan unas relaciones gobierno-oposición mucho menos polarizadas en los próximos cuatro años de lo que fueron en la era Uribe. La virtual ausencia de oposición tiene dos explicaciones. De una parte, la clara intención del nuevo Presidente de abrir un espacio para la unidad con las distintas fuerzas y garantizar máximos niveles de gobernabilidad. Pero más definitiva es quizá la debacle electoral de los partidos que no estuvieron en la coalición uribista. A los que sí estuvieron -la U y el conservatismo- les fue mucho mejor en las últimas elecciones que a los que estuvieron en la oposición -el Polo y el liberalismo- e incluso que a Cambio Radical, que fue uribista pero luego se distanció. A esto se agrega una cultura política que menosprecia la idea de oposición. En Francia, en Gran Bretaña o en Estados Unidos, se acepta por adelantado que el partido que pierde las elecciones asume la misión de fiscalizar al gobierno, moderar sus sesgos ideológicos y buscar el apoyo de la ciudadanía para convertirse en mayoría en la siguiente elección. En Colombia se considera que los perdedores tienen la opción de ir a la oposición o al gobierno y quienes acogen la primera alternativa con frecuencia le ponen apellidos a la palabra oposición -selectiva, moderada, constructiva- para suavizarla. Esta concepción de gobierno, de grandes acuerdos nacionales, ha sido practicada en el país en el pasado, pero nunca había llegado a los extremos que se están presentando en la actualidad. La historia ha demostrado que la búsqueda del unanimismo genera entusiasmo a corto plazo, pero con frecuencia trae dolores de cabeza posteriores. Las democracias necesitan visiones pluralistas y espacios políticos para que se expresen las diferencias de intereses, ideologías y proyectos que existen en la sociedad. En Colombia, el Frente Nacional, al obligar a los dos partidos tradicionales a cogobernar, taponó el sistema político durante muchos años y los sectores marginados acudieron a vías ilegales para participar en la política. Varios analistas de la realidad colombiana consideran que hay una relación entre el surgimiento de la guerrilla en los años 60 y el bloqueo que impuso el Frente Nacional a los partidos y movimientos ajenos a la coalición bipartidista de liberales y conservadores. En los 60 Alfonso López Michelsen criticó ese sistema y en los 80 Luis Carlos Galán fustigó la «manguala bipartidista». Los dos volvieron al redil de su partido tradicional, el Liberal, donde uno fue Presidente y el otro fue asesinado por la mafia pocos meses antes de lograrlo. Fue solo hasta 1991, con la nueva Constitución, cuando todo empezó a dar un giro: el país político se abrió, cambiaron las reglas del juego y se enterró el bipartidismo. Desde ese momento, la política colombiana entró en una nueva etapa de micropartidos, expresiones independientes y atomización, que debilitaron el sistema y produjeron un fortalecimiento de las Farc. Esta suma de factores condujo a la elección del presidente Uribe y a la derechización del país. Durante el gobierno de Álvaro Uribe, el Ejecutivo concentró más poder que nunca. La tradición colombiana de pesos y contrapesos se desdibujó. Con el cambio del ‘articulito’, la reelección y la creación de la U, el jefe de Estado acabó con un partido propio y controlando directa o indirectamente el Congreso, el Consejo Superior de la Judicatura, la junta del Banco de la República, la Comisión Nacional de Televisión y, en alguna medida, los órganos de control. Expresiones de independencia, como la de la Corte Suprema de Justicia, provocaron broncas institucionales y choques de trenes. Juan Manuel Santos heredó esa nueva modalidad de poder ejecutivo, y con la contundencia del mandato que le dan sus 9 millones de electores tiene la posibilidad de concentrar el poder presidencial aún más que el de la era Uribe. Es muy temprano para saber qué rumbo tomará su proyecto político. Y lo que ocurra con la oposición dependerá de lo que signifique la cautivadora sombrilla de la unidad nacional. Como Presidente tendrá la responsabilidad de diseñar un sistema de gobierno basado en esa unidad. Por un lado, deberá definir cuál es la relación que existirá entre los apoyos políticos que recibe y la conformación burocrática de su gobierno. Hasta ahora los nombramientos que ha hecho han sido muy bien recibidos, pero dejan la impresión de una actitud independiente de compromisos políticos. Estos gestos iniciales son aplaudidos por la opinión pública, pero generan resquemores entre los miembros de la coalición que entraron a formar parte de esta con expectativas burocráticas. La naturaleza de los acuerdos que se gesten dentro de la unidad nacional van a marcar la política colombiana en los años por venir. Y esta puede concretarse de formas muy diversas: unas muy constructivas pero otras muy peligrosas. Entre las más dañinas figuran la creación de una especie de PRI colombiano o una reedición del Frente Nacional. Es decir, un régimen más hegemónico de lo que se había visto en el pasado, con menos tolerancia y garantías para expresiones políticas diferentes a las del gobierno. Dentro de esta lectura, los partidos que acompañan a Santos -la U, el conservatismo, Cambio Radical, el liberalismo y el PIN- pueden llegar a constituir un monopolio en el ejercicio del poder, comparable al que ejerció hace algunas décadas el bipartidismo Liberal-Conservador durante el Frente Nacional. Otra modalidad sería la de la ‘argentinización’ del sistema político. Después del desprestigiado gobierno del Partido Radical en cabeza del presidente Fernando de la Rúa -que llevó a su renuncia en 2001-, la disputa presidencial en Argentina se ha limitado a las facciones de la única gran corriente política, el peronismo. En Colombia, en las recientes elecciones, la fila india para ser Presidente estaba casi toda en el uribismo y quedó demostrado que no es fácil por ahora seducir al electorado con discursos muy distintos al de la seguridad democrática. Pero ese es el retrato de una coyuntura política muy específica, marcada por la cicatriz que ha dejado la violencia guerrillera, y sería prematuro vaticinar si el uribismo o el santismo van a marcar la política colombiana de tal forma que los futuros Presidentes tengan que surgir de la cantera de la U. Pero la unidad no solo tiene el rostro de la exclusión, sino el de la concertación. Desafortunadamente, la historia política de Colombia ha sido el reflejo de lo primero. En un país cuya cultura política se ha caracterizado por la polarización, la desconfianza y la falta de consensos, la unidad nacional puede también ser una oportunidad para ver si Colombia es capaz de hacer un «acuerdo sobre lo fundamental», como lo llamó en su momento el dirigente Álvaro Gómez. La bandera de la unidad que enarbola Santos debería ser un acuerdo sobre algunos temas específicos y cruciales, pero que de ninguna manera anule el debate ni cercene las garantías para la oposición. Algo parecido al Pacto de la Moncloa, que fue el acuerdo entre el gobierno, los partidos, los gremios y los sindicatos que selló la transición española a la democracia en 1977. Si en su momento los españoles se pusieron de acuerdo sobre la política económica, la independencia judicial o la libertad de prensa luego de la dictadura de Franco, en Colombia es indispensable llegar a consensos sobre temas como la seguridad nacional, el problema de la tierra, el funcionamiento de la justicia o la reparación de las víctimas de la violencia. Pero así como es sano que haya consenso nacional sobre algunos temas fundamentales como la defensa de la Constitución y las relaciones con Ecuador y Venezuela, es igualmente sano que los partidos discrepen en otros puntos y construyan sus propias propuestas para ir de forma independiente a las próximas elecciones. Porque la falta de oposición institucional puede ser un terreno fértil para la corrupción. La contradicción entre los partidos que están en el poder y los que pierden las elecciones es indispensable para el control político porque, más allá de las nobles intenciones del Presidente de turno o de sus calidades éticas y morales, la falta de fiscalización facilita las prácticas corruptas. Una tarea clave de la oposición es verificar cómo se destinan y se gastan los recursos públicos. Una oposición débil no es una buena noticia para una democracia como la colombiana, salpicada de tanta mafia, parapolítica, desfalcos y chuzadas, y por eso necesita pesos y contrapesos en el ámbito político, pues no es suficiente la labor que cumplen la prensa y la justicia. Es muy temprano para saber en qué terminará el proyecto de unidad nacional. La retórica ha sido hasta ahora muy abstracta. Pero Juan Manuel Santos profesa convicciones democráticas y sería tan exagerado como injusto anticipar desde ahora crisis que no han ocurrido. Lo que no sobra es encender las alarmas.

Fundado hace 28 años, Analitica.com es el primer medio digital creado en Venezuela. Tu aporte voluntario es fundamental para que continuemos creciendo e informando. ¡Contamos contigo!
Contribuir

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba