Opinión Nacional

30 años después

Por estos días hay un auge de celebrar aniversarios de promociones. Es una forma de escapar del presente mediocre y tratar de alcanzar un pasado en que otros han dicho que éramos felices y no lo sabíamos. La nostalgia es buena si nos da fuerzas para seguir el camino. Estas palabras fueron leídas en uno de esos reencuentros que buscan recuperar lo mejor de nosotros.

Supongamos que hoy nos graduamos de bachilleres. Que hoy tenemos aquella emoción de hace 30 años y que por ratos en estos últimos días hemos tratado de revivir.

Tratemos de imaginarnos con 17 años y luciendo nuestras galas, como en aquella noche en el auditorio de la Facultad de Ciencias Forestales, en un ambiente extraño que decoramos para hacerlo nuestro.

Si la emoción de aquel día pudiera volver a embargarnos y nuestras mentes se llenaran de las ilusiones de entonces, ¿qué planes podríamos hacer hoy? ¿Qué ideas tendríamos de nuestro futuro? ¿Qué carrera escogeríamos ahora? ¿Cómo pensaríamos si fuéramos recién graduados bachilleres de la primera década del tercer milenio y no casi cincuentones?

Intentemos estar en los cuerpos y con las ilusiones de entonces para pensar qué enfrenta un bachiller de hoy. Quizás la formación recibida es muy parecida. Algunos retoques tendrán los programas, sin olvidar la falsificación que se quiere hacer de la Historia y la remarcada presencia de la instrucción militar. Pero, como siempre, el proceso enseñanza- aprendizaje depende más de las habilidades de los profesores y del interés de los alumnos que de la pertinencia del currículo.

Si nos graduáramos hoy, tendríamos que estar preocupados por las listas negras que todavía circulan entre las oficinas públicas. A lo mejor, si queremos una beca de Fundayacucho ligaremos que nuestros padres no aparezcan en alguna de ellas por haber ejercido un derecho constitucional. Hace tres décadas a nadie se le ocurrió pensar en eso. Al contrario, las becas, de la misma Fundayacucho, todavía se repartían con profusión sin distinciones políticas.

La democracia venezolana apenas cumplía veinte años de edad. Era una moza rozagante, con alguna que otra verruga, pero prometía buena y larga vida. A pesar de que el presidente saliente ya había hablado, con precipitación ciertamente, de la “última oportunidad de la democracia”, nadie creía que la experiencia veinteañera pudiera morir o ser amenazada. Aparentemente gozaba de buena salud.

La bonanza petrolera de entonces se repite ahora. Los precios que en 1973 se cuadruplicaron para llegar a más de 12 dólares por barril, gracias al embargo que los países árabes ejecutaron contra Occidente, fueron una noticia ambigua para Venezuela. Los petrodólares emborracharon a la economía y a los venezolanos. Como hoy, que el crudo rebasa los 120 dólares por barril, la inflación, la corrupción y el derroche se apoderan de la vida nacional y son muchos los que quedan fuera del festín.

Cuando recibamos la medalla y el diploma de bachilleres esta noche sentiremos algún arrepentimiento ante la opción que escogimos para seguir estudiando. Dudaremos de si esa carrera es la que de verdad nos gusta o la hemos elegido por razones diferentes a nuestra vocación. Pero, ¿cuál vocación? Eso suena como raro. Para centenares de oficios, con los cuales la gente se gana la vida, nadie puede asegurar que se tenga vocación. Por ejemplo, –como dice Echenoz en alguna de sus novelas- ¿un portero o un barrendero ejercen su vocación?. Es algo pretencioso eso de la vocación.

Esta noche por segundos temblaremos por las miles de posibilidades que se nos abren. Hoy hay muchas más universidades para estudiar, algunas muy piratas, es verdad, pero no podemos negar que el espectro se ha ampliado. Muchas nuevas carreras. Todavía hace 30 años las opciones estaban costreñidas a las tradicionales. Despuntaba la computación, pero pobrecitos esos estudiantes que programaban aquellos mastodontes con tarjetas de cartulina.

Los viejos nunca conocieron los videojuegos, de esas cónsolas que nos vuelven locos. Ellos se conformaban con jugar futbolito, béisbol con pelota de goma, juegos de mesa como Monopolio y hasta algunos se atrevían con el ajedrez. Tener Internet, computadoras de casa, portátiles, Ipod y celulares ha hecho mucho más fácil (y complicada) la vida.

A lo mejor nos equivocamos y con esa carrera que elegimos no vamos a triunfar. Si por triunfo entendemos hacer plata y tener una vida pasable, en la cual podamos tener casa, buen carro, algunos cachivaches de última generación y poder viajar de vez en cuando al Norte. (Que para el Sur está Discovery Channel). Algunos compañeros serán más ambiciosos, lo cual no es malo, porque no vamos a caer en esa hipocresía de decir que “ser rico es malo”.

Si hoy nos graduamos de bachilleres en un colegio cristiano, algo debemos sentir de compromiso social, alguna semilla de solidaridad debe haber quedado sembrada en nuestro espíritu. Nadie nos va a pedir sacrificios pero sí alguna disposición de servicio y participación en la vida comunitaria. Pero, mejor, en eso pensamos después del bonche de esta noche.

Porque de esa si no nos salvamos. Como buenos venezolanos, tendremos muchas ocasiones para fiestear en los próximos años. Y, quizás, quién sabe, a lo mejor dentro de 30 años, cuando nos estemos acercando a la cincuentena, a eso que algunos llaman medio cupón, podremos reunirnos para contarnos los mismos cuentos de cuándo estudiábamos en La Salle y ponernos al día con lo que ha pasado en nuestras vidas,

Porque esta noche, por más distancias físicas y sociales que tomen nuestros rumbos, por más diferencias que nuestras vidas tengan, juraremos que siempre mantendremos el recuerdo de pertenecer a un grupo y de sentirnos sus partes inseparables. Y nadie, nadie podrá impedir que dentro de treinta años nos reunamos como hoy.

¡Felicitaciones queridos compañeros graduandos!

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