Opinión Nacional

Claves para entender a Ratzinger

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Una religión existe en el espacio de una pluralidad de religiones, y cada una de esas religiones supone que es más verdadera que las demás. Esa pretensión de poseer la verdad más verdadera intrínseca a cada religión dificulta sobremanera el diálogo entre religiones, pero a la vez es una de las condiciones de ese diálogo, pues ninguna religión puede dialogar con otra ocultando los principios de su propia fe, del mismo modo que un diálogo entre dos personas es imposible si una de ellas al menos oculta su personalidad frente a la otra. Es por eso, que si se quisiera resumir en una sola máxima la filosofía de Ratzinger acerca del diálogo interreligioso, la más acertada sería probablemente la siguiente: «Sí al diálogo. No si ese diálogo exige el precio de renunciar, aunque sea a una parte, de la propia identidad».

No deja de ser interesante mencionar que fue desde las iglesias cristianas donde primero surgió, y con mucha intensidad, el llamado a dialogar con otras religiones. La razón es simple: El cristianismo es, en esencia, una religión inserta históricamente en la historia de occidente; y occidente, es un espacio de diálogo, de discusión y de política.

Por el hecho de residir en el espacio occidental, las iglesias cristianas se han visto obligadas a discutir, no sólo con otras religiones, sino que también con ideologías y organizaciones políticas. La discusión entre las propias iglesias cristianas sigue manteniéndose en nuestro tiempo, aunque sin la virulencia que caracterizó su historia en la era de la pre-modernidad. Y por si fuera poco, las discusiones al interior de cada iglesia cristiana son a veces más intensas que las que tienen lugar al interior de los partidos políticos. Para nadie es un misterio que al interior de cada una de esas iglesias hay corrientes y fracciones, y por lo mismo, aunque a veces de un modo velado, tiene lugar una verdadera lucha interna por el poder.

La discusión dialógica es un medio de comunicación. Por eso las iglesias cristianas han llamado a las otras religiones a entablar un diálogo. Ratzinger, como defensor tenaz de la tradición, no ha rehuido jamás la polémica y la discusión. Más bien tengo la impresión de que Benedicto XVl es el Papa con más pasado polémico de toda la historia de la cristiandad. Por lo tanto es un Papa abierto al diálogo pues no se puede polemizar sin entrar en diálogo.

No obstante, y ese es un peligro advertido por Ratzinger en muchos de sus escritos, occidente no sólo es el espacio de la discusión y de la polémica, sino que también del relativismo y de la duda. Relativizarlo todo y dudar hasta de sí mismo ha sido desde el mundo griego hasta llegar al nuestro, una práctica filosófica profundamente occidental. Y naturalmente, no debe extrañar que esas características tan occidentales hayan penetrado al interior de la propia iglesia católica, manifestándose cada cierto tiempo en discursos teológicos relativistas que ponen en duda los principios de la propia fe, no sólo ante sí mismos, sino que frente a otras religiones. Más todavía, hay representantes eclesiásticos que suponen que una práctica interreligiosa exige la renuncia a aspectos esenciales de la propia identidad, como medio de acercamiento a las otras creencias.

La utopía representada en la New Age relativa a fundar una sola religión cosmológica mundial es considerada por Ratzinger como una renuncia no sólo a la identidad histórica de cada creencia, sino que, además, a los fundamentos básicos de la cristiandad. Esas tendencias han debido ser muy fuertes al interior de la cristiandad católica, de otra manera no se explica porque Ratzinger en representación de la Congregación de la Fe se haya visto obligado a hacer una declaración oficial en la sala de Conferencias del Vaticano el 5 de septiembre del 2000, declaración conocida con el nombre de Dominus Jesús. La presentación de la declaración hecha por Ratzinger es un verdadero ataque teológico a la llamada «teología pluralista de la religión» que, según su opinión, es la consecuencia de una falsa idea de la tolerancia.

En nombre de una falsa tolerancia, afirma Ratzinger, ha llegado a ser posible renunciar a la causa de la propia verdad. Esa renuncia es parte de una debilidad de la actual cultura occidental que ha hecho de la ideología relativista una verdad absoluta. Pero si la causa de la verdad no es defendida, desparece la esencia misma de la religión y la fe es degradada a una simple superstición. La renuncia a la propia verdad, a la idea de verdad en general, en nombre de una falsa tolerancia, significa, además, una falta de respeto a las otras religiones y creencias del mundo, pues ellas también tienen el derecho a creer en su propia verdad.

Cada diálogo, sobre todo si es religioso, requiere que sus participantes tengan principios claramente definidos. Si uno renuncia a sus propios principios en aras del diálogo, renuncia también al diálogo el que se convierte de ese modo en una conversación intranscendente, pues si quienes participan en un diálogo renuncian a sus principios, nadie puede aprender del otro, nada. Como dijo Ratzinger el día en que presentó la declaración: «La veneración y respeto frente a las religiones y culturas del mundo, que han traído consigo un enriquecimiento objetivo en el apoyo a la dignidad humana y en el desarrollo de la civilización, no empequeñecen ni la originalidad ni la particularidad de la revelación de Jesús Cristo, del mismo modo como tampoco limitan las tareas misionarias de la iglesia».

El diálogo entre religiones debe partir no sólo de una actitud autocrítica, sino que también crítica respecto a las demás religiones. Supone por lo menos lo mínimo, creer en la propia religión, lo que significa no asumir «a priori» la religión del otro como verdadera. El reconocimiento a lo bueno, a lo digno, a lo bello que hay en otras religiones, no lleva a aceptar los principios de todas esas religiones. «Todo lo que hay de bueno y de verdadero en las otras religiones, no puede darse por perdido» -dice Ratzinger- «más aún; debe ser reconocido y dignificado. Todo lo bueno y verdadero donde se encuentra, viene del Padre y está determinado por el Espíritu Santo. Los granos de la semilla del Logos han sido repartidos por todas partes. Pero eso no lleva a cerrar los ojos frente a los errores y engaños que existen en las religiones».

En otras palabras, la posición de Ratzinger frente a las demás religiones es la de un diálogo que no renuncia al antagonismo. Más aún, el antagonismo en la medida que significa reconocimiento de las diferencias, es a la vez condición del diálogo. Sólo puede haber acercamiento entre diferencias a partir de una determinada distancia. La distancia es condición de reconocimiento del otro y de auto-reconocimiento de sí. La diferencia constituye a la identidad y la identidad a la diferencia. Identidad y diferencia son por lo tanto condiciones preconstitutivas de cada diálogo. Esas deben ser, además, las bases de toda relación entre las diversas religiones.

1.Las posiciones de Ratzinger con relación al diálogo interreligioso recuerdan en parte a la filosofía política de Carl Schmitt. No por casualidad, Carl Schmitt era católico. Del mismo modo como las exigencias relativas al «sacerdocio como profesión» recuerdan a la sociología weberiana, la sombra de Schmitt es inocultable en las propuestas dialógicas de Ratzinger.

Para el intelectual Ratzinger, ni la sociología de Weber, ni la filosofía de Schmitt, era desconocida. Pero puede suceder que el mismo Ratzinger no hubiera sido consciente de la «presencia» weberiana o schmittiana en algunos de sus escritos. Quizás tampoco es plenamente conciente si en sus escritos asoma de pronto la presencia de Kant, Nietzsche, Heidegger, y otros grandes pensadores de nuestro tiempo. Pues sucede que las ideas de un determinado período no sólo se encuentran en los libros de los diferentes autores, sino que, por así decirlo, «flotan» en los ambientes intelectuales, académicos e incluso políticos del tiempo en que uno existe. Muchas veces uno piensa que está escribiendo algo muy original, cuando lo que está haciendo indirectamente es «citar a alguien».

La presencia indirecta de Carl Schmitt se deja ver sobre todo en la tesis que adopta Ratzinger relativa a que el antagonismo y las diferencias (entre religiones) sólo son posibles de ser configurados sobre la base de la afirmación de la propia identidad. A la inversa, la presencia de un antagonismo permite visualizar las diferencias, y por lo mismo, el antagonismo se convierte en un medio que lleva a la afirmación de la propia identidad. Como es sabido, «amigo y «enemigo» son las metáforas que usaba Schmitt para referirse al antagonismo político (metáforas que por algunos de sus críticos fueron tomadas en un sentido literal, lo que ha llevado a muy falsas conclusiones acerca de la filosofía política de Schmitt).

Ratzinger no habla de religiones «enemigas», pero si de postulados religiosos que son antagónicos, es decir, no conciliables con el espíritu de la cristiandad. El antagonismo político cumple una doble condición en Schmitt. En tanto que es antagonismo, acentúa la división de los oponentes y luego la propia identidad de ellos, pero en tanto que es político, mantiene los conflictos en un nivel que es gramatical y no militar. El antagonismo polémico es por lo mismo, condición ineludible de toda relación política. En ese mismo sentido polémico, Schmitt desencadenó una ofensiva a fondo en contra del liberalismo político que en aras de la economía y del desarrollo busca suprimir los antagonismos y con ello despolitizar a la política, algo que está sucediendo, y de modo muy radical, en nuestro tiempo.

En un sentido muy similar, Ratzinger no renuncia ni a las diferencias ni a los antagonismos en el marco del diálogo con otras religiones y del mismo modo ataca a las posiciones teológicas relativistas de la modernidad que suponen que creer en un Dios o en el otro, es exactamente lo mismo.

Recordemos que también para Weber, la creencia en las propias convicciones es una condición ineludible del profesional político. Un político sin convicciones era para Weber un negociante, un burócrata, un administrador, pero no un político. Podría afirmarse que para Ratzinger, quien profesa una religión (es decir, un profesional de la religión) debe estar convencido en primer lugar de sus propias convicciones. Sin la convicción que da la fe en la propia religión, o desde una posición religiosa relativista que acepta cualquiera verdad que no sea la propia, no puede haber ninguna relación dialógica. Para Ratzinger, por lo tanto, en el diálogo con otras religiones debe haber un «sí», pero también debe haber un «no». Ese «no» es el que separa a una religión de otra, es el límite, la línea divisoria que permite que una religión sea una y la otra sea otra. El «no» en este caso, es constitutivo del «sí».

El diálogo que propone Ratzinger es el de dos vecinos que conversan a través del cerco que separa a ambas casas. El cerco separa, pero también asegura la vecindad.

2. El cristianismo tiene sus orígenes históricos en el «no», afirma Ratzinger. Como continuación del judaísmo hace propia la tradición revolucionaria de la religión judía que nació al mundo como consecuencia de la negación al politeísmo y a la idolatría. Ese «no» judío debe ser conservado y mantenido, pues es el punto originario de la tradición cristiana.

Por lo mismo, no sólo hay separaciones entre unas religiones y otras, sino que también, por así decirlo, hay «familias religiosas». Las tres religiones abrahámicas (la judía, la cristiana y la islámica) son miembros de una familia, y sus relaciones de correspondencia son mucho más intensas que las que existen con religiones que provienen de otra filiación. Así como sucede con los idiomas, que unos vienen de una misma raíz, y otros de otra raíz, y así sucesivamente, las religiones se encuentran entre sí no sólo geográfica, sino que sobre todo, culturalmente separadas. Y, efectivamente, hay religiones, piensa Ratzinger, con las cuales las posibilidades de diálogo son muy precarias; más bien nulas.

Pero no sólo existen separaciones entre las diversas estructuras religiosas, sino que también entre los distintos momentos que permitieron el origen de cada una de ellas. El primer momento, el llamado primitivo, corresponde con las primeras experiencias religiosas de la humanidad, y son más bien propias al mundo animista que caracterizaba a los pueblos que se encuentran en la infancia de la historia (y como observó muy agudamente Freud: en el comienzo de la infancia de cada ser humano). Desde esas experiencias animistas primitivas fueron surgiendo sistemas más complejos, los llamados mitos, que son en esencia representaciones metafísicas de la vida humana. Del mito surgieron a la vez tres ramas, una es la mística que tuvo lugar en el lejano Oriente, otra es la Ilustración, que tuvo principalmente lugar en la antigua Grecia, y la tercera es la revolución monoteísta, cuyo sujeto originario fue el pueblo judío.

La diferencia entre el judeo-cristianismo y otras formas de religión que surgieron del universo mitológico, es que tanto la mística oriental como la Ilustración griega evolucionaron desde el mito, superándolo, pero también conservándolo en su interior, sin suprimirlo. En cambio, la revolución monoteísta judía fue abiertamente rupturista con su pasado mitológico. Por eso fue, la judía, una revolución. En el judaísmo no hay ninguna concesión al mito. Su negación a la mitología fue radical (la arrancó de raíces) y absoluta.

El lugar del mito fue, en cambio, en las religiones místicas, ocupado por una deidad estática y pasiva «por un todo en uno, por un uno en todo» inalcanzable desde la vida cotidiana de cada mortal. En el caso de la metafísica griega, fue ocupado por un mundo puro de ideas puras. En la religión judía en cambio, el vacío mitológico fue ocupado por la palabra de los profetas quienes hablan con, y escuchan a, Dios, en medio del éxodo de la existencia humana. El Dios judío es activo, interferente y dinámico. Esa dinámica alcanza su expresión máxima en el cristianismo, cuando Dios en la persona de Jesús se mezcló entre los mortales, siendo, por un tiempo, uno igual a ellos. Y más todavía: Después de su muerte, permitió a los mortales que a través del pan y del vino, su cuerpo, se mezclen ellos con Dios, su Ser. Esto es algo inaceptable para las religiones místicas.

Las religiones se encuentran histórica y culturalmente separadas entre sí. Las culturas surgen en la historia, y las religiones están siempre culturalmente impregnadas. Desde una perspectiva inversa, las religiones constituyen el eje de rotación de cada cultura. Por eso, las guerras entre las culturas son guerras religiosas, del mismo modo como el diálogo intercultural debe ser necesariamente un diálogo interreligioso. Pero, a la vez, las culturas no son compartimentos cerrados sino que fluyen intermitentemente desde una hacia la otra. Aquello que se denomina inculturación es, en lo fundamental, un «encuentro» de una cultura con otra. Esos encuentros pueden ser muy violentos, pero la historia universal ha sido y es violenta. Siempre lo nuevo irrumpe y en cada irrupción, hay violencia.

Esa visión de culturas en permanente encuentro que es la de Ratzinger, separa radicalmente su pensamiento filosófico de aquellos que hacen de las diferencias culturales antagonismos puros, como es el caso de Samuel Huntington quien -siguiendo la línea culturalista de Spengler y Toymbee- a fin de reforzar su tesis del «choque de las civilizaciones», se vio en la obligación de transformar ideológicamente a cada cultura de la tierra en una unidad cerrada sobre sí misma y absolutamente inaccesible a las demás. En una visión como la de Huntington, el cristianismo nunca habría sido posible. El cristianismo estaba gestándose antes de Cristo -antes aún quizás de aquellos tiempos en que Paulo asistía a la sinagoga de la cosmopolita ciudad de Tarso- a través de un permanente fluir de las culturas.

El cristianismo surgió de una realidad multicultural en un ambiente multicultural y de un cruce esencial de por lo menos dos culturas (la judía y la griega). La multiculturalidad del cristianismo siguió avanzando en el curso de la historia, unida a la expansión geográfica y cultural de occidente, hasta llegar a ser la más multicultural de las religiones del mundo.

Precisamente esa simbiosis entre occidentalismo y multiculturalidad es otro de los aspectos que separa a la religión cristiana de otras religiones. Esa multiculturalidad es ambivalente. Por una parte dificulta el diálogo con religiones monoculturales. Pero, por otra parte, lo hace posible. A su vez, el cristianismo, según Ratzinger, llegó a ser una suerte de cultura sobre las culturas, una cultura que no está determinada ni por una historia común, ni por un idioma común, ni por un pueblo común, y, sin embargo, ha surgido en ella una comunidad cultural en la creencia en un solo Dios a través de su hijo, Cristo.

La creencia cristiana se transformó en una cultura, afirma Ratzinger, sosteniendo una opinión que seguramente no encontrará resonancia positiva en ninguna escuela etnológica y/o antropológica de nuestro tiempo. Pero también es posible, ésta es la tesis de Ratzinger, un desdoblamiento cultural que permite a cada persona pertenecer a dos o más culturas.

Efectivamente, no hay ninguna contradicción si alguien es portador de una cultura nacional y de una cultura religiosa y que esas dos culturas pueden diferir entre sí. Esa es, por lo demás, una característica de los habitantes de occidente que ha hecho suya el cristianismo a partir precisamente de su intensa relación con occidente. De ahí se deduce que es imposible ser cristiano y estar en contra de la multiculturalidad, pues en el sentido establecido por Ratzinger, el cristianismo es, de por sí, y aunque parezca paradoja, una cultura multicultural. Esos cristianos europeos de nuestro tiempo que se pronuncian en contra de la sociedad multicultural defendiendo la existencia de dudosas culturas nacionales (y nacionalistas) harían bien en leer de vez en cuando a Benedicto XVl.

Para que entendamos mejor: Ratzinger defiende la identidad del cristianismo, su tradición, su legado y su historia. Por esa razón se opone, y con mucho énfasis, a un relativismo religioso que en nombre de un diálogo interreligioso, renuncia a los postulados más básicos de la propia religión. En ese sentido y no otro debe entenderse la declaración Dominus Jesús. Ratzinger está abierto al diálogo interreligioso, pero bajo la condición de no entregar la mismisidad de su religión a nadie.

Por otro lado, la filosofía interreligiosa de Ratzinger está muy abierta al conocimiento de las demás religiones. Incluso se declara dispuesto a aprender de ellas, pues nadie se encuentra en condiciones de abarcar la totalidad de la verdad de Dios. Para alcanzar a la totalidad, afirma, nos necesitamos todos, pues la totalidad no está dada en forma de totalidad, sino que en forma de mosaicos. «Sólo a partir de un acercamiento entre las grandes creaciones culturales puede aproximarse el humano a la unidad y a la totalidad de su esencia». Es por eso que los defensores del relativismo religioso y cultural terminan por desvalorizar el valor y el sentido de las religiones y de las culturas. Y si las culturas no tienen ningún valor en sí, hasta la destrucción de las relaciones culturales puede estar permitida. Incluso, afirma Ratzinger, en nombre de una uniformidad cultural, expresada en las llamadas teorías del desarrollo económico, han sido desraizadas culturas completas en los llamados países del Tercer Mundo.

El problema del diálogo intercultural e interreligioso no lo ve, por tanto, Ratzinger en otras culturas y en otras religiones, sino que en las ideologías relativistas occidentales que han penetrado al interior de las propias teologías de la cristiandad. Lo dice muy claramente: «Los acuerdos entre la cristiandad con las antiguas culturas de la humanidad son mucho más grandes que los acuerdos con el mundo relativista que se ha emancipado de los conocimientos básicos y sostenedores de la humanidad y empuja a los humanos a una vaciedad de sentido que amenaza ser mortal si es que no se da pronto una respuesta a ello».

Por supuesto, Ratzinger no quiere el diálogo por el diálogo. A través del diálogo es necesario argumentar, y los argumentos han de apuntar hacia la conversión del otro. En ningún caso renuncia Ratzinger al sentido misional que ha caracterizado a la existencia de la iglesia desde sus propios orígenes. Independientemente a que hay muchos cristianos que se declaran dispuestos a renunciar a la actividad misional, el sentido misional del cristianismo está dado en la palabra de Cristo. Incluso, casi al final del evangelio según Mateo, aparece como una orden perentoria impartida a sus discípulos «Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de gente de todas las naciones, bautizándolas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo, 16,18).

El apostolado de Paulo fue esencialmente misional. La tarea del sacerdote, representante de Cristo y continuador de Paulo debe ser antes que nada evangelizadora pues ha de anunciar la presencia de Cristo sobre la tierra. Por lo demás, afirma Ratzinger, todos hemos sido evangelizados alguna vez. A nadie le llegó la noticia de Jesús desde adentro de sí, sino que como toda noticia, o mensaje, viene siempre desde fuera. La misión no significa como opinan algunos teólogos modernos, alterar la sacralidad de otras culturas. La noticia de Dios es un obsequio que recibimos no para guardarlo como a un tesoro oculto, sino que para volver a obsequiarlo. Así argumenta Ratzinger.

(*) Historiador chileno. Profesor en la universidad de Oldemburg, Alemania. Autor de «La Rebelión Permanente» y el más reciente «El Islamismo».

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