Opinión Nacional

Democrático pero no tonto

«La verdadera utopía de la cúpula chavista es la guerra civil». Lo dice, convencido, un buen amigo luego de escuchar la tragicómica sentencia del TSJ que le permite al Jefe Único ejercer el nuevo período presidencial sin tener siquiera que demostrar que aún respira. Asentimos porque los argumentos sobran.

No es casual que el «comandante presidente» haya hecho su entrada en la política no fundando un partido o dirigiendo un sindicato, sino en un tanque de guerra, intentando tomar el poder a sangre y fuego y asesinar a un presidente democráticamente reelecto, fracasando en el intento pero dejando a la democracia herida y ataviada de muerte.

Tampoco que una de las frases más recordadas de la campaña electoral que le llevó a la Presidencia en 1998 haya sido la promesa de freír las cabezas de los adecos en pailas de aceite hirviente. Ni el silencio que guardó cuando, empezando su gobierno, las hordas de la llamada «esquina caliente» apedreaban sistemáticamente a diputados de los partidos demócratas y enviaron a más de uno al hospital.

Para la guerra se han estado preparando. Haciendo torpes simulacros de resistencia a una imaginaria invasión de marines.

Invirtiendo millones en equipos bélicos. Creando una milicia de civiles paralela a la institución castrense. Y coreando lemas como «¡Rodilla en tierra!» o «¡Patria, socialismo o muerte!». Sólo que la muerte, sin guerra ni magnicidio alguno, le mostró sus feas fauces al Jefe Único y, para no seguir invocándola, decidieron no pronunciarla más.

Para acallar a Uribe, con una guerra el Jefe amenazó a Colombia y envió tropas a su frontera.

Con otra, al planeta entero en caso de que, gesticulaba histriónico, «el imperio se atreva a invadir Irán». Pero la más feroz de todas, la más cruenta guerra civil de nuestra historia, fue aquella con la que amenazó o, mejor, chantajeó en su última campaña a los electores venezolanos en caso de que Henrique Capriles ganara las elecciones presidenciales. «¡O Chávez, o la guerra civil!», advertía amenazante ante las masas uniformadas de rojo.

Por suerte, en un país que todavía guarda en el zócalo de su memoria la trágica zaga de guerras, guerritas y escaramuzas que empobrecieron y diezmaron su población y marcaron nuestra historia en el siglo XIX, ni el Imperio ni las fuerzas democráticas que le adversan le han dado a los rojos el pretexto que, pareciera, necesitan para echar a andar la maquinaria bélica y lograr así el deseado control total del poder para el que vienen trabajando duro pero con el corsé ­eso sí, cada vez mas burlado­ de la Constitución democrática.

Salvo el patético intento de aquellos que condujeron el golpe de 2002, que le ha servido de pretexto a los rojos para descalificar moralmente a todo el que disienta de su proyecto, la dirección política opositora ­con todas sus dificultades, aciertos y equívocos­ ha elegido el camino pacífico y democrático aun a sabiendas de que compite contra un proyecto, un partido y un aparato de Estado que no lo son.

Con la particularidad de que ese proyecto, el rojo, optó por no dar el zarpazo golpista tradicional y por eso oculta su verdadero rostro autoritario tras una peculiar pero efectiva máscara democrática que, por suerte, les obliga a mantener con vida, aunque asfixiándolas cada vez más, un mínimo de libertades políticas.

Es comprensible que por momentos la población demócrata pierda la paciencia y con ella la esperanza. Que abusos de poder y burla de la Constitución, como la que acaban de alcahuetear los miembros del Tribunal Supremo, nos hagan rabiar de impotencia. Pero hay que resistir sin pasos en falso.

Soportar humillaciones, discriminaciones y ofensas, porque estamos en una democracia secuestrada. No se trata de cruzarse de brazos. Se trata, ahora que la Constitución ha sido definitivamente ultrajada, de cambiar de estrategia. De jugar un juego nuevo, menos inocente y «bien portado», en el que la irreverencia, la confrontación abierta, la contracomunicación, la guerrilla simbólica y el trabajo de base sean estrategia de lucha democrática sin darle a la nueva clase dominante la más mínima coartada para que pueda poner en juego su utopía: la guerra.

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