Opinión Nacional

El golpe, el golpe

El oficialismo sufre de manía persecutoria, más o menos sustentada por aquello de que, según ellos, le quieren recetar su propia medicina.

Golpes van y golpes vienen. Si la oposición dice a, un golpe se aproxima segurito. Si en vez de eso dice ñe, alguna variación habrá pero de que el golpe se cocina, se cocina. Y así.

Cuando el jefecito afirma que de golpe y porrazo lo quieren poner de patitas en la calle, siendo en realidad la intención echarlo a punta de firmas y referendos, entonces uno frunce el ceño, se ríe un poco del otro, y ve con mucha lástima la forma miserable como se cuecen las papas. El jefe, claro, grita al descampado para que sus amiguitos prosigan la algarabía, y entonces el racimo de voces a pulmón batiente busca enseguida y de ese modo embolsillarse ciertas conciencias, chillando mil veces lo del golpe… que si el golpe… que mire usted que el golpe.

Nada más. Eso es todo. Hasta ahí la poco afinada comparsita sobre la idea de arrojarle oscuridad a realizaciones tan impresionantes como el Reafirmazo, por ejemplo, aduciendo sin vergüenza que una oposición golpista (no digamos fascista, que ya eso es el colmo de hablar por los codos sin saber un pelo de lo que se dice) anda detrás, haciendo megafraudes. Y pensar que corazón para los golpes, con mayúscula y experiencia comprobable tienen, vean bien qué espectáculo de fauna tan variada, bebés de pecho como Chávez, Arias Cárdenas, Rojas Suárez (actual gobernador de Bolívar) y una partida de aventureros cuyas conciencias, por los cadáveres y el desastre que han dejado a su paso a ras del golpismo duro y crudo, deben guardar un macabro decorado en luto, es decir en blanco y negro.

Yo me pregunto, cada vez que escucho, leo o veo a alguien repetir todas las sandeces que el gobierno arroja a los cuatro vientos para embaucar incautos e intentar cobrar políticamente, y más aún si se refiere al golpe opositor como médula esencial de sus histerias y terrores, dónde queda lo moral. Sí, ¿con qué moral se acusa (sin la más mínima prueba, además) de golpista al que lleva la contraria, cuando quien abre la boca es uno consumado, exconvicto y confeso, con buena cantidad de muertos en su haber gracias a que se creyó el Salvador, se alzó en armas y dijo: allá voy, a redimir al mundo?. Esto es como para junta de psiquiatras. A cuanto chavista expongo esa humilde interrogante, me viene con la monserga de que esos señores pagaron sus crímenes porque estuvieron presos. Dígame usted, es lo que con justicia merecían, pero tal responso no satisface mi pregunta. Todo lo contrario, le otorga más fuerza pues la moral, que es una palabrita muy entre los dientes de todos los bandidos habidos y por haber (recordémoslo, la mayoría se cree cargada de una moral pura y absoluta), juega aquí su papel fundamental. Veamos.

Esta gente, es decir, golpistas de la talla de Arias, Chávez y Rojas Suárez (sólo para continuar con el trío mencionado ya hace rato, pues si no la lista es larga), fueron a prisión porque atentaron contra la Constitución, delinquieron, llevaron a un gentío al matadero y traicionaron su juramento como militares que defenderían el orden democrático. Hasta allí fluye con normalidad el esquema establecido de que quien lleva a cabo un delito tiene que ser castigado. Pero la cuestión raya en lo absurdo y patea con fuerza el ámbito de lo moral toda vez que tales criaturitas, con la convicción del que guarda la verdad aprisionada bajo el brazo, ensalzan, alaban, dan vítores y elevan, según sus pobres coordenadas acerca de lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, el golpe de Estado que intentaron perpetrar a categoría de fecha patria, de cosa santa, dignísima o heroica, y demás locuras por el estilo.

Que alguien se equivoque y llegue a cometer errores es algo comprensible, que pague por tal cosa es necesario para no hacer de las sociedades máquinas anárquicas en las que unos y otros se devoren mutuamente, pero que un individuo actúe al margen de la ley, sea en consecuencia castigado y luego haga apología de esa conducta como lo mejor que pudo realizar (y que realizaría otra vez) en su mediocre hoja de servicios, donde no caben arrepentimientos ni propuestas sinceras de enmienda, es algo que amerita cuando menos profunda observación y estudio, amén de que deja desnudo, sin moral al respecto, a todo aquél que esgrima lógica parecida. Lo que tal persona manifiesta, en dos platos, con todo cinismo y sin el menor asomo de rubor, es que el crimen que cometió sigue siendo para ella de lo más simpático, que lo volvería a cometer encantada (porque no quedaba otra, vea usted), y que si otros lo llevan a cabo, teniéndola esta vez a ella como objetivo, sólo en ese instante sería un hecho condenable, traicionero y punible. Tal es el disparate que en este país, sin ton ni son, sostiene a diario la cupulita en el poder y quienes la siguen como un acto reflejo.

Los golpistas del gobierno lo siguen siendo, básicamente porque defienden con pies, manos y uñas el asalto al poder que años atrás, vía fuego y sangre, intentaron concretar, de modo que en lo más mínimo poseen moral ninguna capaz de revestirlos para señalar (sin fundamento sólido, reitero) a otros como sus supuestos imitadores. ¿Es que acaso hay golpes buenos y golpes malos?, ¿hay dictaduras buenas y dictaduras malas? (la de Castro, para ellos, es por lo visto magnífica. Ahí estás Rojas Suárez y su bufonada al condecorar al barbudo).

Da risa, mucha risa, el coro de adláteres que siguen las morisquetas de sus jefes. Al grito de ¡golpe!, todos repiten el gesto sin imaginar siquiera las dimensiones de semejante chiste cruento o el peso que lo grotesco es capaz de producir, más aún si quien se erige como el primero de la cantaleta vive jactándose día y noche de su condición.

Si la moral anda de paseo, lo demás importa poco; sirve para cualquier cosa, incluso para hacer el peor de los ridículos. En eso el oficialismo tiene bastante que mostrar. Póngale, si no, atención al próximo acto.

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