Opinión Nacional

El País que tenemos, el País que queremos, el país que podemos tener

70% de los venezolanos opina que “unos pocos líderes fuertes le harían mucho bien a este país”. Dos tercios de la población mentiría para proteger a un amigo que cometió un delito. Al 80% de los habitantes de Venezuela se le hace difícil diferir las recompensas, es decir, prefiere obtener un premio menor, siempre que sea ahora mismito, antes que esperar un tiempo razonable para recibir un premio mucho mayor. Entre 70 y 80% de la población es externa: percibe que el origen de las cosas, malas y buenas, que le ocurren, está fuera de su control y no puede hacer nada para modificarlas. 67% piensa que no tiene control suficiente sobre el rumbo que toma su vida. 67% opina que una organización se reduce a un grupo de gente que trabaja junta, y también cree que los resultados de esa organización dependen de las relaciones entre la gente que la forma. 90% desconfía del venezolano y de sus instituciones; 92% piensa que es más seguro no confiar en nadie, fuera del círculo íntimo. 78% de los venezolanos cree que su país es uno de los más ricos del mundo.

Las afirmaciones anteriores corresponden a diversas encuestas, estudios y sondeos realizados en Venezuela durante los últimos 10 años. Leyendo estas opiniones de nuestros paisanos –que, al final, no son sino las opiniones de nosotros mismos- deberíamos entender mejor las cosas que pasan, y las que no pasan, en este tan sufrido terruño. Por ejemplo, no es de extrañar que nos gusten –y así los elegimos- los líderes fuertes y autoritarios. Tampoco es extraño que nuestras relaciones personales estén por encima de las reglas, las normas y las instituciones, puesto que, según la mayoría, la relación con el pana es más importante que el cumplimiento de las leyes. Nuestro cortoplacismo no es sino una manifestación colectiva de la dificultad que tenemos para diferir las recompensas: nos desesperamos con facilidad y queremos los resultados y los premios para ya. Por la misma razón, no planificamos y somos proclives a parapetear el trabajo para que esté listo rápido, pues la impaciencia por llegar al resultado final no nos deja esperar.

Si la sociedad civil no está organizada y, como consecuencia, dejamos todo en manos del gobierno, es porque no confiamos en los semejantes, excepto si son familia, panas o compadres: para que la sociedad se agrupe y se haga fuerte hace falta un nivel de confianza espontánea entre los ciudadanos que no existe en Venezuela. La externalidad es nuestra forma de vida, lo que significa que no somos responsables de lo que ocurre o deja de ocurrir. La responsabilidad siempre es de otro ¿Y quién mejor que el gobierno, los dirigentes o los políticos para asumir –por comisión de las autoridades o por omisión nuestra- la solución de los problemas, o para ser el blanco de las críticas porque nada se arregla? Si nuestros gobiernos son interventores y metiches, no es por culpa exclusiva de los gobernantes; es que nosotros los ciudadanos, y ellos los gobernantes, lo hemos querido así y le hemos dejado el terreno a papá Estado para que nos resuelva.

Los males que sufrimos los venezolanos y de los que tanto nos quejamos –debilidad institucional, desconfianza, autoritarismo, cortoplacismo, y un largo etcétera- no son la marca de fábrica de un grupo perverso y poderoso que nos engaña, nos tracalea y siempre se sale con la suya, sino que provienen de la misma fibra de nuestro tejido cultural. Los gobiernos centralizadores, arrogantes y despóticos, el “Estado soy yo”, la improvisación, el macheteo, las leyes que no se cumplen y tantos otros padecimientos que sufrimos todos los días no parten de que tenemos una dirigencia diabólica e inútil. No; las formas de gobierno y de interacción social que ocurren en este país son perfectamente coherentes con los valores que tenemos y la manera como creemos que debe ser el mundo. No tenemos el país que nos han dejado sino el país que hemos querido construir. Si a la vista de las últimas décadas el resultado no nos gusta, la responsabilidad es de nosotros mismos: nadie nos ha obligado a construir –o destruir- el país que tenemos.

La relación entre la cultura y nuestra realidad social se distingue mejor si se aplica la debida perspectiva. Para los venezolanos, la amistad es un valor importante, como lo son la protección y la solidaridad con el amigo y la familia. Tendemos a ser incondicionales con nuestra gente y nos enorgullecemos de ser generosos y leales. Pero estos valores, innegablemente estimables a nivel individual, pueden ser un obstáculo para la vida en común cuando sucede que la sociedad entera pasa por encima de las leyes para proteger y esconder a los parientes y a los compadres que cometen faltas. La caridad es un valor piadoso y cristiano que forma parte de nuestra ética colectiva, pero un gobierno caritativo que se empeña en repartir limosnas impide el crecimiento del colectivo y nos convierte a todos en pedigüeños y desamparados. En síntesis, hay una contradicción importante entre nuestros rasgos sociales y las reglas mínimas que necesita mantener una sociedad para funcionar eficientemente, es decir, para ser capaz de crear prosperidad, mantener la paz y la armonía y castigar a los malandros.

Valores y Organizaciones

Las organizaciones venezolanas –los partidos políticos, las empresas, el gobierno, las instituciones oficiales y las juntas de carnaval- están inmersas, como es de esperarse, en la cultura del país. En Venezuela, la capacidad de organización está seriamente limitada por diversos factores de índole cultural, independientemente del sector (público o privado) y del tipo de institución. Y uno de los factores que más nos impide progresar es precisamente que el esfuerzo común –el esfuerzo que se emprende desde las organizaciones, las instituciones y los grupos- no cristaliza ni produce resultados. Los partidos políticos se llenan de clanes y tribus; los gobiernos caen en las manos de un cogollo y no responden a las necesidades de la mayoría porque están preocupados por su cuota de poder y su agenda gloriosa; la empresa privada se mantiene en unas pocas manos; la ley se usa para pasarle facturas a nuestros enemigos y no para limpiar a la sociedad de elementos y prácticas indeseables.

La cultura de nuestra sociedad –nuestra cultura- no se puede calificar como “buena” ni “mala”, porque no hay términos absolutos para calificar las creencias y valores de ninguna persona ni grupo social (a menos que estemos hablando de los nazis o de alguna aberración semejante), pero el problema es que hace tiempo que lo que hacemos no alcanza para que comamos todos. Supuestamente, somos felices con los panas y queremos al gentilicio, pero siguen creciendo la pobreza, la falta de oportunidades, la delincuencia y el deterioro social. Estamos bien pero vamos bastante mal, desde hace ya muchos años: el país –nosotros- ha destruido consistentemente riqueza y competitividad durante las últimas 2 décadas, en paz y democracia y sin la intervención de factores exógenos que puedan justificar un desempeño tan modesto. Y es muy difícil, por no decir ingenuo, seguir echándole la culpa a otros y negar que la sociedad entera, con sus valores y creencias y su manera de hacer las cosas, es la responsable de lo que nos ocurre.

La manera como actuamos los venezolanos, individual y grupalmente, responde a cómo percibimos las relaciones, la familia, el espacio, el tiempo, las ideas y qué consideramos como bueno o malo. Valoramos el poder por encima de la afiliación y a ésta por encima del logro, y nuestras instituciones reflejan este patrón: tienden a ser centralizadas y jerárquicas, y generalmente se encuentran divididas en clanes de amigos y parientes. En la mayoría de los casos, los objetivos organizacionales (bienes, servicios, rentabilidad) se sitúan en un segundo plano con respecto a los motivos culturalmente más importantes de concentrar poder o hacer amigos.

En muchos casos, hemos aplicado modelos importados (políticos, económicos y gerenciales) con la esperanza de que reproduzcan la cultura y las condiciones para las cuales fueron diseñados, pero el resultado previsible es que la mayoría de los transplantes falla en poco tiempo. Así, las empresas compran la receta del último gurú en aprendizaje organizacional y se desencantan cuando la metodología, recién sacada del horno en Harvard o en Osaka, no funciona en Barlovento ni en Puerto Ordaz. Hemos pretendido aplicar una receta neoliberal sin detenernos a pensar que el liberalismo económico no fue hecho ni inventado para estas tierras, y que cualquier intento tiene que estar precedido por una buena dosis de negociación anti-rechazo con la sociedad. Nos empeñamos en continuar con el capitalismo de Estado sin pensar en todo el daño que nos ha hecho -y la riqueza que ha destruido- el gobierno empresario y promotor. Aplicamos cualquier modelo sin antes estudiar con el suficiente rigor y profundidad la realidad cultural de la sociedad. Al final, nos empeñamos con soluciones que no tienen nada que ver con nuestra cultura o mantenemos los esquemas de siempre: nos disfrazamos con un paquete de cambio mientras que, en la práctica, seguimos reforzando las conductas tradicionales.

Las sociedades que le entregan a sus ciudadanos la mayor cantidad de prosperidad, paz social y calidad de vida han encontrado su propio camino a partir de unas cuantas verdades universales cuidadosamente adaptadas a su realidad cultural. Es así como el capitalismo japonés es más japonés que capitalismo, y la seguridad social escandinava es primero sueca, noruega o danesa y después seguridad. El libre mercado norteamericano no es un invento abstracto diseñado en un laboratorio, sino una expresión más de la sociedad de ese país, como pueden ser las autopistas, el béisbol, los downtown y la vida suburbana.

Nuestros sistemas políticos, económicos y organizativos tienen que cumplir con dos condiciones, a veces difíciles de conciliar. Primero, tienen que conducirnos al logro, a la prosperidad, al crecimiento de la sociedad y a la creación de oportunidades para la mayor cantidad posible de gente. Segundo, deben estar en cierta concordancia con nuestros valores colectivos. Hasta ahora, hemos hecho lo contrario: cuando aplicamos modelos foráneos no nos preocupamos por tropicalizarlos (o descartarlos del todo si no podemos adaptarlos), y cuando nos vamos por la vía vernácula no reflexionamos sobre los factores culturales que nos impiden producir resultados. El asunto no es simple, pero por eso mismo es que todavía no hemos podido resolverlo: nuestras instituciones no cumplen con sus objetivos porque se van por el camino del poder, la afiliación, la retórica y el circo, y los mismos valores que nos dificultan la creación de riqueza se oponen a cualquier intento de cambio o ensayo con esquemas nuevos y distintos.

¿Qué hacer?

Es obvio que tenemos que inventar nuestras propias salidas, pero no sin antes llegar a un conocimiento profundo de nuestra realidad cultural, porque ningún viaje tiene éxito si uno no sabe de dónde está partiendo. Debemos analizar sin prejuicios ni falsos nacionalismos lo que nos ha salido mal y porqué. Y también lo que hemos hecho bien, pues Venezuela, todavía, no es un desierto. Existen instituciones autóctonas que, si bien constituyen una minoría, son eficientes y productivas. Hay empresas venezolanas que compiten con éxito en los mercados internacionales, agencias del gobierno que dan a los ciudadanos buen servicio y atención oportuna, e instituciones que cumplen a cabalidad sus objetivos y generan bienestar y calidad de vida a sus usuarios.

Los ejemplos de éxito tienen una cantidad de lecciones que ofrecer, pero antes de intentar su propagación hay que responder, con la debida rigurosidad, una serie de preguntas: ¿qué tienen las organizaciones venezolanas exitosas, desde un punto de vista cultural, que las hace sobresalir? ¿es una cuestión de liderazgo, o de encontrar el “rey perfecto”? ¿son las recompensas y el trato que ofrecen a sus miembros? ¿es la estructura de la organización, que evita que florezcan el poder y la afiliación? ¿Son accidentes? Al final, ¿es factible generalizar y replicar estos ejemplos y obtener un modelo (o modelos) que sea posible en Venezuela y esté diseñado para la realidad cultural del país? o, en otras palabras ¿se puede contribuir al cambio que requiere el país a través del manejo “cultural” de sus organizaciones? ¿Se pueden tropicalizar otros casos de éxito, en otras latitudes? ¿Se puede aprender, o tenemos que inventarlo todo? Cuando contestemos estas preguntas, aún no habremos llegado a ninguna parte pero, al menos, estaremos listos para empezar.

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