Opinión Nacional

Espejismo de País

No recuerdo de quién es la cita, pero leí alguna vez que «quien busque un país donde nunca ha existido uno corre el riesgo de no encontrarlo». Traigo esto a colación porque es un hecho cotidiano, tanto en los medios audiovisuales como en los escritos, que se nos ofrezca una interminable selección de análisis y predicciones en torno a la política y la economía de Venezuela. Entre estos aportes los hay mejores y peores, pero son muy contados los que no incurren en falta de realismo. ¿En qué sentido? Pues en que casi todos hablan de un país que sencillamente no existe. Nadie se atreve a mencionar nuestras verdaderas y tristes realidades sociales, políticas y económicas de fondo, comenzando por el hecho de que nuestra economía no es realmente un mercado. La omisión se debe en no pocos casos a escasez de criterio, pero sin duda también a conveniencias políticas o a la cobardía que a muchos impide hablar con la verdad.

Respecto de la economía, y aunque pueda parecer que intento descubrir el agua fría, conviene repetir que sin el petróleo seríamos sin duda uno de los países menos desarrollados del planeta. Nuestro sector privado, con las excepciones que nadie puede negar, existe o subsiste de igual modo que la mayor parte de la población: gracias al ingreso petrolero. Tradicionalmente se lo ha apropiado en simbiosis con la clase política. Con él ha financiado una economía de puertos basada en el contrabando, la evasión fiscal y la especulación, modelo en el cual la ley de la oferta y la demanda tiene muy poco que buscar. La reducida economía no petrolera consiste principalmente en traer mercancía extranjera de segunda o tercera y venderla como si fuese de primera, a precios que generalmente superan los de cualquier otro mercado. Igualmente se importa materia prima barata para producir mercancías que en ninguna parte pueden competir en calidad, variedad ni cantidad, y mucho menos en precio. Ello es posible en este conglomerado de acaparadores que nos empecinamos en llamar mercado y que en el mejor de los casos no pasa de ser un bazar oligopólico.

Cuando se discute en torno a los caminos para salir de la crisis, muchos especialistas adelantan la tesis de que después de la Segunda Guerra Mundial Europa se encontraba en una posición mucho menos ventajosa que la nuestra en el presente, como también era el caso de Corea en los años cincuenta. Este razonamiento ignora dos factores determinantes. En primer lugar el hecho de que una cosa es la destrucción física de la infraestructura y otra muy diferente la crisis generada por causas estructurales. De otra parte está la contundente realidad de que el nivel de desarrollo cultural, material y cívico de nuestro elemento humano se halla a años luz por debajo de los pueblos de Europa Central y el Sudeste asiático. Nuestra población es mayoritariamente parasitaria e improductiva, acostumbrada a vegetar de manera directa o indirecta sobre la porción del ingreso petrolero no engullida o despilfarrada por la clase dominante. De nada vale crear puestos de trabajo que muy pocos están en capacidad de ocupar.

La marginalidad crece con mayor rapidez que cualquier indicador económico positivo, lo cual neutraliza toda posibilidad de crecimiento sostenido y, por ende, hace del desarrollo una quimera. Como si fuera poco, crece sin control la marginalidad importada. Sufrimos un asfixiante influjo de ignorancia, buhonería, delincuencia, drogadicción, enfermedades y malas costumbres. En cuanto a la clase profesional, la realidad es que durante más de cuatro décadas la política educativa basada en la demagogia ha rendido culto a la cantidad en detrimento de la calidad, produciendo masas de licenciados y hasta doctorcillos que no pasan de ser analfabetas superiores.

Hay mucho más que pudiéramos agregar en relación con el tema, pero creo que lo hasta aquí mencionado es más que suficiente para entender por qué los análisis de economistas expertos basados en la teoría del mercado no dan en el blanco. Y si resta todavía alguna duda, reflexionemos sobre lo siguiente:

Es práctica ordinaria que cuando una economía de mercado medianamente desarrollada se encuentra en una coyuntura recesiva se recurra a medidas fiscales como la reducción de impuestos; o a mecanismos monetarios como la disminución del interés bancario o el incremento del gasto público. Dicho de otra manera, se aplica una terapia de efecto expansivo. Pero ocurre que en el caso de economías subdesarrolladas como la nuestra, cuando surge una situación igual o similar, las agencias financieras internacionales como El FMI o el Banco Mundial nos condicionan su asistencia a la imposición de recetas macroeconómicas consistentes en, por ejemplo, incrementar el IVA o el precio de la gasolina, o recortar el gasto público, ahorro que generalmente se traduce en suspender las inversiones del Estado en lugar de reducir la burocracia. Es decir, que aunque parezca mentira aplicamos medidas contractivas para combatir la recesión. En un mercado real esto carecería de lógica. Sin embargo, en nuestro ámbito lo que se persigue es simplemente racionalizar el uso del ingreso petrolero, de manera tal que el Estado pueda continuar subsidiando la economía y alimentando a la población; asegurando de paso su capacidad para cancelar los intereses sobre la «asistencia» financiera recibida. Por supuesto que mientras más se prolonga el pago de la deuda, mejor es el negocio para los acreedores y por ende para los intereses transnacionales neo-colonialistas.

Si observamos con suficiente atención notaremos que en los últimos 44 años el ciclo evolutivo normal de la economía venezolana ha consistido en un continuo vaivén entre crecimiento, estancamiento, decrecimiento y crisis, pero con muy poco o ningún desarrollo. Al mismo tiempo nos daremos cuenta de que las crisis se limitan esencialmente a la insuficiencia presupuestaria. Ello se explica porque del presupuesto nacional, o sea del ingreso generado por la economía monoproductora, vive el país entero. Desde 1986, cuando definitivamente la renta petrolera se tornó insuficiente, el ciclo económico del país se ha movido solamente entre una crisis y la siguiente.

En tal contexto, cualquier gobierno, sea éste bueno, malo o regular, que de algún modo pretenda romper este esquema histórico inevitablemente chocará con las minorías que tradicionalmente han prosperado a su sombra.

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