Opinión Nacional

François Mauriac

François Mauriac nació en Bordeaux, Francia, el 11 de octubre de 1885, y “mi vida ha resultado ser una larga entrega de premios”, que incluyó el Premio Nobel de Literatura en 1952. Sus escritos fueron como una “balsa” para preservar su individualidad e impedir que se sumergiera en una limitada sociedad provinciana, hundiéndose en las negras y peligrosas aguas de la existencia. Pero la balsa llegó a un puerto de serenidad, especialmente cuando se alejó de París y sus polémicas. En 1964 fue acusado maliciosamente de ser un “homosexual de tipo femenino”, con moralidad sexual burguesa, hipócrita, aunque nunca quedó muy claro si era un “homosexual activo”, pese a sus frecuentes referencias a su “drama secreto” y su “lucha interna” que justificaban tales inclinaciones. Pero en sus escritos los opuestos fundamentales de Mauriac fueron entre sus experiencias morales del cristianismo y la sexualidad como tal; cuestiones que no afectan significativamente el análisis de su obra.

Más de 60 libros apenas agotan la relación de amor-odio que tuvo con Bordeaux (“la historia de Bordeaux es la historia de mi cuerpo y de mi alma”), región que abandona a los 21 años para establecerse en París. Sus dos primeras publicaciones fueron de poesía, Les Mains jointes (1909) y L´Adiu á l´ adolescense (1911), luego las novelas L´Enfant chargé de chaines (1913), La Robe prétexte (1914) y La Chair et le sang (interrumpida por la guerra y no publicada hasta 1920). En ello tenemos esencialmente un mundo aristocrático y literario de hombres jóvenes, no profundamente involucrados en vivir, de memorias nostálgicas de la infancia, a disgusto con lo ordinario, tentados por el placer, en busca de un amor casto y satisfactorio. La guerra interrumpió esta búsqueda.

Regresó a Francia en 1917 y publicó Preséances (1921), Le Baiser au Lépreux (1922), Le Fleuve de feu (1923), Genitrix (1923), Le Désert de L´amour (1925) y Thérése Desqueyroux (1927), Naeud de vipéres (1932), Destins (1928) Le Mystére Frontenac (1933), La Fin de la nuit (1935), Les Anges noirs (1936), Les Chemins de la Mer (1939), La Parisiense (1941)…

Mauriac, más allá de su carrera como escritor, tuvo gran influencia en el periodismo de opinión. Aunque fue una figura solitaria, fue una notable figura pública en tiempos de desorden político y moral, un observador independiente y cronista cruel de ese tiempo: “Esta historia criminal e inepta, esta historia de una década ha sido escrita en tinta roja por Cristianos, por hombres cuyo arribo al poder después de la Liberación me llenó de alegría y orgullo… han traicionado su vocación, para hacer manifiesta la verdad de que la política no puede fallar en colocarse bajo una ley moral…” Aunque su inusual tipo de periodismo pareció ser negativo debido a que personalizaba en vez de analizar sistemáticamente, colocándose románticamente por encima de Méndes-France y De Gaulle, que representaban diferentes concepciones políticas; Mauriac estaba orgulloso de que sus limitaciones eran su fuerza; no tenía ningún sistema y ahí donde las posiciones ideológicas eran ignoradas o colapsaban ante los hechos; un poco de estilo y un poco de simplicidad lograban bastante. Presentándose como un hombre común que reaccionaba ante los eventos, era muy leído precisamente porque era católico y un grand bourgeois en vez de un demócrata de origen. Pero su obra literaria contiene sus ironías.

Todo gran novelista tiende a rendirle honores al mundo, así como también a torcerlo, usarlo como un medio de persuasión en la objetivización de una visión privada. Esto es así en Mauriac, quien se describió como un “escritor instintivo”, que se sorprendía con lo que escribía. Escribía extremadamente rápido y no se preocupaba mucho por el ordenamiento deliberado de la estructura de su obra. El control, en la novela de Mauriac, es puramente orgánico, y la calidad una función de la intensidad de concentración sobre un tema. Su acercamiento a la novela es el de un poeta dibujando fábulas desde un preciso campo de experiencia protegido del mundo relativo por fuerza de su impacto original sobre la mente.

Aunque tenía resentimientos profundos hacia Freud, Mauriac definió sus iniciativas creativas en términos freudianos. Frecuentemente sugería que su trabajo reflejaba una situación privada y, en La Vie de Jean Racine, escribe: “El impulso creativo nos impele a sacar y dar forma a la parte más oscura y más desequilibrada de nosotros.” Los escritos imaginativos de Mauriac son intentos para trascender por autoliberación a través de la proyección, y su dependencia sobre el locale del Bordeaux provinciano y el campo circundante es su dependencia del contexto en que, en su vida temprana, se echaron los conflictos fundamentales, donde fueron “amarrados”: “Yo no observo y no describo. Yo redescubro. Redescubro el cerrado mundo jansenista de mi infancia devota, infeliz e introvertida. Es como si cuando tenía 20 años se hubiera cerrado una puerta dentro de mí para siempre sobre aquello que iba a ser el material de mi trabajo.” Los escritos de Mauriac serían un intento, a nivel más profundo, por abrir esta puerta, por lograr continuidad entre la infancia y el campo mayor de la experiencia. En París dedicará sus energías a escapar de Bordeaux, y escapará, al final, sólo aceptándola, regresando a ella.

Subrayando sus novelas y emergiendo en exclamaciones de incredulidad, hay una profunda creencia de que “esta civilización mecánica que es destructora del espíritu” está cerca de ser una vasta pesadilla materialista, freudiana: “¿No estás más y más impactado por la devaluación de la mujer a medida en que se hace más pagana?: esto nos está llevando a un nuevo mundo, un mundo bárbaro…” En cosas como esta, Mauriac demuestra que el escritor instintivo atado a la infancia tiende, pese a toda su inteligencia, a ser un hombre dividido, un hombre solo; soledad que se hace más significativa en sus relaciones con la Iglesia Católica.

Mauriac escribe constantemente sobre la “naturaleza afectiva” de su fe y –a ratos coquetamente- sobre su instintiva aversión a la teología. No tenía ninguna admiración particular por las estructuras de la Iglesia; le disgustaba “la complicidad de nuestra iglesia con las formas más bajas de la devoción”; también como católico era un hombre solitario. La fe, para Mauriac, es un salto apasionado por encima de la Iglesia y la teología, “para que el criterio de la verdad venga, inevitablemente, a caer en la intensidad de sentimiento.” Esta intensidad provenía también del amor y dependencia que Mauriac tuvo por su madre, de quien dependió emocionalmente, ya que su padre murió cuando Mauriac tenía menos de 2 años. La madre religiosa fue la encarnación de la verdad a todos los niveles, proporcionándole el refugio de su amor fusionado con la terrible autoridad de un Dios inescrutable. Dominado por el drama amor-madre y la salvación individual, el pequeño mundo no lineal de la infancia vibró hacia un sentido de “eternidad jugada a cada momento.” Aquí fue donde Mauriac osciló de acuerdo al péndulo de la culpa y la redención, y donde aprendió que el amor y el terror –“el terror amoroso”- serían los polos de su sensibilidad.

La adolescencia de Mauriac era una preocupación permanente con la pureza y la liturgia llena de misterios, ferias que encarnaban la tensión, máscaras en los Miércoles de Ceniza colocando en peligro la inmortalidad de las almas, la ciudad de Bordeaux toda magnificando con miedo el obsesivo y privado conflicto entre el Pecador y la Gracia. Para el inocente lleno de culpa, el misterio de la vida humana coincidía con el misterio del pecado. La madre desplegó una protección que le inculcó el miedo al mundo, impidiéndole ver el mundo, mucho menos ponerse de acuerdo con él , impregnando su “mundo secreto”: “…pasiones de las cuales el amor a Dios y mi loco deseo de pureza y perfección interior eran lo menos exigente, sino también el orgullo y la vergüenza que sentía al ser tan diferente, tan inexplicable; y la desesperante timidez del adolescente que tiene sentido de su propio valor infinito pero que descubre, en algún momento, que su valor no tiene cabida entre los hombres.” En este mundo no había espacio para un Mauriac. Y reaccionó.

Sabía que sería un católico para siempre, ya que pertenecía “a la raza de aquellos que, nacidos en el catolicismo, comprenden al entrar en la hombría que nunca podrían alejarse de ello, que no son libres para irse…” La trampa en que el muchacho creía estar aprisionado no era una donde escapar le resultara fácil. En su mítico Bordeaux mantenía a distancia el Bordeaux real, y cierto “Bordeaux” –que para él era la vida misma- se hizo el villano, un villano que tomó la forma de clase media católica, que no pasaba por la lucha interna entre pecado y gracia. Bajo la superficie calmada de estas vidas respetables adivinó escándalos, odio, hipocresía; hasta en las iglesias vio oposición simbólica; “esa santa clase media, preocupada con no pasar por alto ningún beneficio, con no desdeñar ninguna promesa, con no tomar ningún riesgo innecesario, hasta en el plano metafísico, una especie cauta, circunspecta, sensible, con todas sus pólizas de seguro en orden para este mundo y para la eternidad.”

Mauriac identificó al adversario; no tanto al no creyente –porque el no creyente navega en un barco distinto- sino el creyente falso, el “Fariseo”, el compañero pasajero que parece estar disfrutando del viaje, el que parece haber llegado por algún proceso misterioso de autotraición a un acuerdo con este mundo.

Una infancia donde la madre estaba mezclada inextricablemente con la idea de la verdad, el sentido de seguridad emocional y espiritual; una polaridad vertical de pecado y Gracia absolutizando el mundo relativo como tentación y eclipsando los problemas morales intermedios, individuales y colectivos; un temor sexual; un empuje hacia la libertad y la autorrealización formulándose como el “deseo secreto” para ser libremente lo que uno siente que ha de ser; el conflicto marginal ambiguo y pasional entre el adolescente herido y los “fariseos” de “Bordeaux”… El mundo sobre el cual la puerta se cerró cuando Mauriac tenía 20 años, no es un gran mundo. Tan cerrado como es, sin embargo, el escritor instintivo se las arreglará para darle a veces una gran unidad orgánica a través de un profundo sentido de destino, y relacionándolo resonantemente con el mundo a través de un raro don por la sugerencia sensual y simbólica.

El trasfondo de los escritos serán esencialmente el “Bordeaux interior” de Mauriac y el paisaje interior de Landes, el gran bosque al sur de Bordeaux, del cambio de siglo. A menudo será la ciudad: el interior bourgeois, la violencia latente subrayando el silencio de la cena, el adolescente caminando por calles oscuras iluminadas por el café tentador, el tranvía con su única luz yendo hacia el doloroso vacío de los suburbios, la intimidación de la derrota en medio de un olor inquietante del mar que no se ve. Más profundamente, serán el quejido del bosque, los helechos, los lagos, los arenosos caminos alejándose a través de brezos púrpura, el silencio elocuente de Landes. Fue aquí, entre los sangrantes pinos de este paisaje solitario, que el joven Mauriac descubrió la belleza de la naturaleza pecadora, el paganismo de la sangre; donde confirmó la ambigüedad fundamental del ser. Si también se derivan de la tradición clásica, los términos centrales de vocabulario simbólico –desierto, arena, fuego, sofocante, consumidor, sed, última duna- son nativos de Landes. La confusión aparente en su uso de estas imágenes es artísticamente necesaria para la visión casi maniquea en cuanto expresa la ambigüedad pérfida del mundo de las apariencias. El sol puede madurar las uvas o consumir el bosque en fuego, iluminar la mañana o inflamar la tarde con pasión; la lluvia puede nutrir a la tierra o puede aplastar los viñedos, refrescar y consolar o minar la resistencia moral; el viento del mar puede ser refrescante, brisa curadora de la eternidad del amor de Dios, o el aliento caliente de la destrucción y el deseo. Este paisaje tembloroso y susurrador, donde aparecen lo físico y lo metafísico para fusionarse, serán un escenario mítico esencial para Mauriac. En este mundo misteriosamente hermoso y misteriosamente corrupto, evocado de la dualidad de la naturaleza del hombre, Mauriac encontrará la propia imagen del Jardín del Edén después de la Caída. Es aquí donde el poeta-novelista, entonando sus intensidades y sus niveles de tiempo con los ritmos interiores del destino, se realizará.

La humanidad del mundo de Mauriac consistirá en mucho de los Fariseos, la Familia y cierto grado de lo “juvenil”. Los fariseos serán vistos con los claros ojos crueles del niño, atacados por su complacencia, su hipocresía, su esnobismo, su corrupción de la comunidad de Cristo. Con la familia, aunque sólo porque se ataca desde adentro, la actitud será más ambivalente. Pese a ello, por todas partes estamos concientes de que es una unidad social tullida; Mauriac reproduce frecuentemente, de forma directa o invertida, el desbalance de su propia familia, mientras que por ninguna parte hay una familia central fundada sobre un matrimonio feliz. La familia mezcla lo destructivo; la recurrente figura de la madre dominante, el hermano celoso, con lo fosilizado; la tía vieja, el tío incapaz. Por su propia naturaleza, sin embargo, tiende a ser destructivo de la individualidad. Su tradición de propiedad y sus patrones hereditarios de comportamiento o enfermedad tiñen las relaciones humanas, compeliendo a cada nueva generación a someterse, doblan al individuo hacia una conformidad con el mito. La Familia , en la obra de este escritor instintivo cuya propia familia parece haber sido unida, es la propia forma del destino de heredad y ambiente, un continuo desastre humano. Porque la Familia es vieja y el héroe, en Mauriac, es “joven”.

La clasificación básica de la humanidad en Mauriac es metafísica. Por una parte están aquellos que han aceptado el mundo, sea el fariseo, el cristiano rutinario cuya “alma sorda” no recibe respuesta de Dios, o el viejo y común que se hizo parte del mobiliario familiar o implementó su mística en dominación, adquisiciones o simple glotonería. Por otra parte están aquellos que, concientes o no, viven contra el mundo, los auténticos pocos que viven el misterio metafísico de sus vidas como individuos; tenemos, en efecto, la elección del pecador o del santo. Porque en el mundo donde la insistencia sobre la polaridad del pecado y la redención lanza hacia la sombra los niveles horizontales de la moral, habrá inevitablemente una romántica reversión de roles; el pecador o el santo, como las reales posibilidades del hombre dividido, son hermanos. Y esta autenticidad en blanco y negro se sentirá como cierto rejuvenecimiento; los ojos del solitario hombre de mediana edad cuyo sufrimiento atormentado preserva misteriosamente, del artista a cualquier edad, del cura enigmaticamente tragico, del asesino que huye más de Dios que de los hombres, serán jóvenes. En un clima de destino, donde el punto de vista cristiano del mal tiende a sumergirse, la visión del cristiano es buena; donde el mundo, la carne y el diablo se sienten a menudo como uno, el protagonista será un pecador. Como lo dice Mauriac, escribiendo sobre la “luz sulfurosa” que bañan sus novelas: “Con la ayuda de cierto don para crear atmósfera, trato de hacer el universo del mal católico palpable, tangible, oloroso. Mientras los teólogos proveen una idea abstracta del pecador, yo le doy carne y sangre.” El mundo del pecador protagonista será un mundo de destino.

El destino que hace dramático a los escritos de Mauriac -y que cuando no lo establece suficientemente en términos concretos dentro de la ficción que adopta, es melodrameatico- no es meramente una idea. Más que un principio estructural o una concepción teológica transmitida simbólicamente, es la forma, el idioma, el propio significado de la vida humana. “Tejemos nuestro propio destino”, escribe en La Vie de Jean Racine, “lo dibujamos desde dentro de nosotros mismos como una araña dibuja su red.” Un hombre no está más viviendo en la relatividad del mundo sino que creando, absolutamente, su imagen de la eternidad: “No puede ceder a un deseo, a un placer o a una punzada de pesar sin trabajar en su propia estatua y modificarla, porque cada toque cuenta. Todo el tiempo está tomando forma. No puede hacer nada que no se agregue a esta figura acechada por la eterna reprobación o por el amor eterno.” El destino es inherente tanto al vivir como al significado de vivir, cada acción involucra al absoluto, hay un sentido en el que no hay un mundo relativo para Mauriac. Y no es sólo que nuestros pecados nos alcancen, pueden hasta anticipársenos…

Al describir el Mal acechando a su presa a través de “ese estado de la inocencia ya preñada por el pecado por venir”, Mauriac escribe: “Exteriormente, nada está fuera de lugar; estamos sentados fumando o mirando a través de un libro, cuando -desconocida para todos- es abatida y muere.” Similarmente, Dios acecha al alma desprevenida; “Dios es paciente, sabe donde echar la trampa que estrangulará al animal.” Si el destino del pecador protagonista a menudo parece patético en vez de estrictamente trágico, es porque es tan frecuentemente impotente ante los ardides del Diablo o de la Gracia. El aspecto “jansenista” de esta situación parece ser un mero campo de batalla para un conflicto cósmico que trasciende su personalidad conciente y su conciencia moral, un peón en un juego vital. Moralmente responsable o no, puede ser responsable por su naturaleza corrupta, porque él mismo es su propia fatalidad. No sólo es el destino inherente a cada uno de sus actos, precede a cada acto. La relatividad del mundo es una ilusión, un juego de pérfidos espejos, una trampa.

Este casi primitivo sentido del destino parecería ser una visión menos cristiana de la fatalidad y más la fatalidad privada de un escritor instintivo. “Un hombre”, escribe en Diu et Mammon, “puede ser prisionero de una metafísica con la que, en su mente y en su cuerpo, está en desacuerdo.” Hay un condicionamiento de algún tipo en Mauriac. Esta claro que la cuestión de pureza sexual era dominante en su conciencia de la religión. Tanto está claro que el tema central durante gran parte de su carrera fue el conflicto entre la sexualidad y la salvación individual. “Es privilegio de los artistas expresar su pesar individual en sus particularidades, en sus diferencias. Eso es lo que crea su estilo, lo que le da un tono único, su resonancia especifica e inimitable.” De la misma manera afirmó: “Uno nace prisionero de nuestra propia cruz.” Pero Mauriac revela que fuera de la proyección en ficción, no puede explicarse, aunque está poseído por la fe, y esa posesión es trágica en su finalidad, aunque será redimida más allá del tiempo. Mauriac es el hombre que no abandonó la fe cristiana: “yo no puedo dejar a la Iglesia … Si lo intentara, sería para encontrarla en otro lugar.”

Así es que el hombre solo puede jugar a ser el hijo pródigo, porque las ovejas perdidas persiguen una ilusión al pensar que pueden desviarse del hogar: “Cuando imaginan que han deambulado lejos y ampliamente y han visto tierras extrañas, descubren que han estado meramente dando vueltas en círculos, que han estado forcejeando en el mismo punto.”

Los hombres, dentro de la visión pascaleana de divertissement, tratarán de huir de su pesar, para olvidar su cruz, pueden hasta perder de vista la “temerosa señal del cielo”, pero aun así “los hilos misteriosos” los unirán y serán regresados a la cruz, “y entonces, no importa cuán lejos se hayan desviado, sus nexos los devolverán con fuerza sorprendente. Y otra vez se encontrarán misteriosamente lanzados contra el maderaje. Instintivamente, estirarán sus brazos, ofrecerán sus manos y pies, agujereados desde la infancia.”

Para el pecador protagonista de las novelas, también, no habrá escape de la salvación o al menos de la fantasmal dicotomía de pecados y salvación, ningún escape entre lo relativo del destino de lo absoluto. Está atado a una correa, y mientras mas rápido y lejos corra, mas duro será el traqueteo; oscuramente, sabe esto. Y a medida en que se aleja afiebradamente de la cruz, también está -necesaria y ambivalentemente- corriendo afiebradamente hacia el alivio del traqueteo, la abolición de la ilusión de la relatividad y la libertad, la dulce finalidad de la crucifixión.

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