Opinión Nacional

La claudicación de las democracias

La pestilencia moral que cubre a Venezuela comienza a hacerse francamente irrespirable. Si el país alguna vez se asemejó a una cloaca política, pocas veces antes con la magnitud y gravedad que alcanza al día de hoy. La prepotencia, la inescrupulosidad y el irrespeto que asfixian al conjunto de nuestras instituciones y a la vida pública en su conjunto por efecto del carácter autocrático y represivo del régimen, así como por la subordinación de todas las esferas de la vida pública a la omnímoda voluntad del presidente de la república, se han hecho simplemente intolerables. Estamos a punto de transitar el punto de no retorno hacia la consagración de una terrible, de una muy dolorosa dictadura.

 
            Poco importa que la comunidad internacional cierre los ojos y se disponga, en un ejemplo de ominosa claudicación, a tolerar, a negociar y a convivir con una de las figuras más negativas de la realidad política latinoamericana. El doble discurso, la hipocresía y el oportunismo se han convertido en norma de conducta de las cancillerías de la región, con escasísimas excepciones. Gobiernos que sirven de modelo a nuestros nacientes liderazgos y faro y guía para futuras acciones de políticas públicas, también han terminado por doblegarse. Hiede, pues, no sólo en Venezuela.

 
            Duele, asimismo, que el oportunismo y la genuflexión cundan entre quienes agradecen su sobrevivencia en gran parte a la generosidad de la democracia venezolana. Ni un solo gobernante, ni un político ni una sola figura de la vida pública y cultural de nuestro país le dio un solo respiro a los dictadores que asolaron al continente durante los últimos cuarenta años. Especialmente frente a los países del Cono Sur.  Todos nuestros gobernantes supieron que Pinochet, por ejemplo, tendría para rato – diecisiete años, nada más y nada menos – y ninguno de ellos le extendió una mano ni aceptó fraudulentas legitimaciones. Aún y a pesar de que no interfería en nuestros asuntos internos ni constituía una amenaza para la estabilidad de la región. Nadie transó en Venezuela ni un milímetro de tolerancia con su régimen, a sabiendas de que parecía inamovible. En cambio, le abrieron sus brazos a decenas y decenas de miles de perseguidos chilenos, como a argentinos y uruguayos, sin preguntar por filiación política, profesión de fe democrática ni antecedentes curriculares, para que encontraran refugio, pan y trabajo en nuestra patria. Donde muchos de ellos fundaron sus familias y se integraron a las venturas y desgracias de nuestras tierras. Aquellos que volvieran a sus países una vez reestablecidas sus democracias – gracias también a la acción irreductible de nuestros gobiernos – y hoy legitiman y hasta aplauden al responsable por el estado de putrefacción y autoritarismo de que somos víctimas ¿lo habrán olvidado?
 
             Quien se conforme con construir y fortalecer la democracia en su patria y no luche por construirla y fortalecerla fuera de sus fronteras, procede con un inaceptable doble rasero. Venezuela, que ha dado su sangre por la liberación del continente y ha sido un auténtico refugio contra la opresión, merece respeto. No es sólo un prodigioso subsuelo petrolero usurpado por un aventurero inescrupuloso y manirroto: fue y es más, mucho más que eso.

 
            Si no lo saben, ya lo sabrán.

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