Opinión Nacional

La compra-venta de un país

En noviembre de 1956 fue publicada la primera edición del libro más importante de Rómulo Betancourt: «Venezuela, Política y Petróleo». La primera parte de la extensa obra lleva por título «Una República en venta» y se refiere al período hegemónico del general Juan Vicente Gómez, 1908-1935. Betancourt, con su habilidad periodística que ni sus más enconados adversarios le pudieron regatear, quiso identificar la época gomecista con lo que él mismo denominó «la entrega de gran porción del subsuelo nacional a los consorcios extranjeros».

Pues bien, medio siglo más tarde se podría afirmar que la hegemonía que hoy impera en Venezuela, la liderada por el presidente Hugo Chávez y que lleva el pomposo nombre de «revolución bolivariana», se identifica con la noción de la compra-venta de un país. Esto es la política de los realazos para adueñarse de la República, y no sólo para comandarla con ánimo cuartelero sino para controlarla con poder de propietario.

Para ello es que sirve la botija petrolera, repleta como nunca gracias al prolongado boom de los precios en el mercado internacional. Una especie de fondo patrimonial que dispone el señor Chávez a su antojo y discreción con el fin de reforzar su dominio personal sobre el Estado, la economía real y la base socio-política que sustenta el modelo «revolucionario». La más reciente cuenta del rosario, por ejemplo, es el impuesto petrolero a las ganancias súbitas que pasarán de forma directa a engrosar las chequeras presidenciales, desprovistas de cualquier tipo de control por parte de las autoridades formales del poder público.

Así, lo que se pueda ocupar, se ocupa, y lo que se tenga que comprar, se compra. Instituciones, empresas, grupos, personas, conciencias, lo que sea menester. Con el barril por encima de los 100 dólares se piensa que hay dinero para continuar este proceso de compra-venta y aún para acelerarlo, tal y como las evidencias confirman. Y no es que se trate de un propósito signado por la ideología, que desde luego algo de ello hay con base a los criterios desvencijados de la «izquierda borbónica», la que ni olvida ni aprende; es que se trata de un proyecto de dominación nacional para intentar imponer el continuismo sin límites del desvelado por la reelección indefinida.

Ya el Estado «bolivariano» con sus casi 30 ministerios, más de 100 viceministerios, su multiplicado número de organismos oficiales y su largo inventario de entes para-presupuestarios, ha batido récords de gigantismo estatal y de intromisión cada vez más decisiva en cualquier esfera política, económica, social y mediática de la vida cotidiana del conjunto de los venezolanos. Al respecto, algunos analistas consideran que esto significa una «reedición ampliada» del vertiginoso crecimiento del tamaño del Estado durante la época de la «Gran Venezuela» o la «Venezuela Saudita» de gran parte de la década de los años 70.

Sin embargo creo que hay un error importante de apreciación, porque en aquel entonces el Estado estaba sometido a un sistema de controles sobre el ejercicio de su propio poder, comenzando por la limitación del período presidencial, y la existencia de instituciones nacionales con diversos grados de autonomía entre sí, lo que en la actualidad no tiene ningún tipo de vigencia material. Además, el alcance del denominado «capitalismo de Estado», con todo y sus muy costosos excesos burocráticos y financieros, palidecería en comparación con la marcha avasalladora del copamiento de la vida venezolana por parte de la revolución roja-rojita.

En este sentido, ¿qué se puede decir de las «nacionalizaciones? Que ni siquiera son «estatizaciones», porque ni la nación ni un Estado nacional o representativo tienen algo que ver con el destino de lo «nacionalizado». Son auténticas apropiaciones con recursos públicos para acrecentar el poder personal de una jefatura y de una camarilla, incluso de composición familiar. En teoría, la adquisición de una corporación privada por el Estado o la extensión de la propiedad pública en una empresa mixta, son decisiones perfectamente soberanas que pueden compartirse o no, pero que no necesariamente suponen la ejecución de un plan de dominio político sobre la sociedad. Pero en la práctica, si el Estado ha sido sustituido por una voluntad autocrática cuya doctrina principal es la supervivencia cueste lo que cueste, entonces la transferencia patrimonial real no es entre el particular y la República, sino hacia la parcialidad política de la autocracia.

Y en una sociedad de raigambre populista como la nuestra, dónde se espera que el «gobierno venga y solucione» todo tipo de problemas a casi todo el mundo, desde los potentados que figuran en la lista millardaria de la revista Forbes hasta los ciudadanos más humildes de las barriadas populares, lo que termina ocurriendo es que se refuerza la dependencia social y psicológica hacia el Estado repartidor, ahora, encima, secuestrado por una nomenclatura de ambiciones perpetuas. Porque una cosa debe señalarse aún a sabiendas de que luzca «políticamente incorrecta»: el populismo venezolano no ha sido un fenómeno exclusivo del arriba hacia abajo, sino muy extendidamente del abajo hacia arriba, vale decir fundado en el imaginario social del «gobierno como fuente primordial, acaso única, de riqueza y bienestar».

En su ortodoxia comunista, el viejo Domingo Alberto Rangel ha argumentado con impecable tino cómo opera la pretensión de compra-venta política o clientelar a través de las ejecutorias de la «revolución bolivariana», y cuáles son sus principales efectos en términos de desvalorización del trabajo y el sentido de superación mediante el esfuerzo personal. Y es que un tema es la política social, asistencial o misionera para distribuir recursos que compensen la desigualdad y garanticen servicios accesibles a los sectores más necesitados, y otro tema es la creación de masivas redes de dependencia dineraria con objetivos políticos que van, por cierto, más allá de una coyuntura electoral específica, y se orientan a la sujeción individual, familiar y comunitaria al poderío revolucionario.

«Un país de esclavos», ha escrito DAR, es lo que se busca a fin de cuentas y para conseguirlo no se escatima esfuerzo alguno. Curioso que el estribillo «Uh Ah Chávez no se va», ya no se oiga como manifestación de solidaridad política, sino como respuesta al aumento de bonos, becas, estipendios y comisiones siempre de carácter monetario, y casi siempre como apagafuegos de reclamos insatisfechos. Es la transacción esencial de la hegemonía de boinacolora, ya muy alejada de motivaciones políticas o ideológicas, y en cambio de lo más afincada en el chorreo de la bonanza petrolera.

La compra-venta de Venezuela por parte de Chávez y su entorno, con recursos de todos los venezolanos y con el objetivo de ampliar el andamiaje de dominación, no se detuvo después del referendo del 2-D de 2007, sino que más bien se está acelerando en lo que va del 2008. Pocas veces ha tenido más razón el historiador Manuel Caballero cuando en vez de usar la expresión «revolución bolivariana», se empeña en utilizar la de «revolución bolivarista». Comprenderlo así es indispensable para acertar no tanto en el diagnóstico, sino sobre todo en la lucha para superar el mal.

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