Opinión Nacional

La lengua en el bolsillo

Hace muchos años, en 1998, el todavía periodista José Vicente Rangel escribió una columna titulada «Por la boca muere el pez», referida a los «excesos verbales» del entonces candidato Hugo Chávez, en la que criticaba el que hubiera declarado en Maturín que iba freir la cabeza de los adecos en aceite…

Reprochaba Rangel las desmesuras retóricas en la contienda electoral y advertía sobre las consecuencias prácticas de las palabras políticas, así fueran pronunciadas al voleo y sin la debida reflexión. En realidad a Rangel le importaba menos las reglas básicas de la lucha democrática que las consecuencias negativas de las andanadas de su candidato en las encuestas de opinión. Pero sus observaciones fueron y son válidas.

En especial con la nueva vuelta de carnero que ha dado el señor Chávez en su tratamiento discursivo hacia su colega colombiano, el señor Uribe. Del vituperio más violento ha pasado, de nuevo, a la carantoña más pegajosa. Algunos dirán, y con razón, que se trata de una rectificación deseable. Sin embargo, el punto principal no es que el mandatario rojo-rojito se haya tenido que comer sus insultos, es la absoluta irresponsabilidad que le caracteriza al proferirlos, no sólo a Uribe sino a cualquiera, dentro o fuera de Venezuela, que se le atraviese en sus fases bipolares.

Y es que las palabras, así como las ideas, los principios y las doctrinas no tienen importancia sustantiva sino accidental para el actual inquilino de Miraflores. A este presidente lo único que parece interesarle a fondo es el uso, abuso y exhibición del poder, y para satisfacer su afán de mando no escatima agresión, parecer, entuerto o simulación de argumento. Así sea que un día despotrique de algo o alguien, y al siguiente lo alabe con igual y aparente convicción.

La política, claro está, es el arte de lo posible, y las rigideces sin matices suelen ser una receta para el fracaso más estrepitoso. Además, como se dice por allí: «sólo los estúpidos no cambian de opinión». Pero esa flexibilidad propia de la generalidad de los políticos, incluyendo a la categoría superior de los verdaderos estadistas, tiene muy poco que ver con el caso que nos ocupa.

Lo del señor Chávez es cuadro patológico con implicaciones severas y delicadas para la ya precaria salud de nuestra República, su Estado, su economía, su complejidad social y sobre todo sus 28 millones de habitantes. De berrinche a encomio, de cenit a nadir, de un extremo a otro, así se bambolea la interminable verborrea presidencial en una especie de magma sin orilla en el que todo cabe y nada vale. Lo genuino se desvirtúa, lo falso se ensalza y los conceptos se van vaciando de contenido ante la pretensión de aplicarlos a diestra y siniestra.

Cuando la ignorancia crasa y supina se junta con la ambición desmedida y se fondea con chorros de petrodólares, cualquier cosa puede pasar, comenzando por los innumerables episodios de piratería verbal y primitivismo fáctico que están retrocediendo a Venezuela al tribalismo más depredador. Eso sí, el paisa de la Casa de Nariño –que en más de una dimensión se asemeja a su contraparte miraflorino– acaba de lograr que éste se meta la lengua en el bolsillo… y no precisamente del paltó.

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