Opinión Nacional

La revolución pendiente

Resulta obvio que Venezuela no atraviesa un proceso revolucionario. Una revolución, como afirman los manuales, constituye una ruptura con los paradigmas político y económico preexistentes. Lo sucedido hasta ahora ha sido la sustitución de una elite política por otra, pero el régimen filosófico-mitológico del sistema sigue siendo el mismo.¿Vive Venezuela una revolución? La mejor respuesta sería la frase atribuida a Carlos Andrés Pérez: si, no, todo lo contrario. Más explícitamente, Venezuela experimenta una revolución pero en un ámbito muy limitado, ya que en lo esencial, no existe proceso revolucionario alguno, por el contrario, el viejo régimen pareciera reinventarse.La revolución venezolana se ha reducido al desplazamiento de una clase política que, en su empeño por mantener el poder a cualquier precio, destruyó las instituciones y pervirtió los procesos del sistema democrático. Los poderes públicos, partidos, sindicatos, colegios profesionales, la descentralización, la modernización económica fueron sacrificados en el frenesí megalómano de los últimos veinte años. Por ello la liquidación de esa elite devino en conditio sine qua non de cualquier cambio.

¿Alcanza esa liquidación el grado de proceso revolucionario? La respuesta dependerá del diagnóstico que se haya hecho previamente. Si se parte del utilizado hasta ahora (Venezuela es un país rico gobernado durante 40 años por una elite corrupta y carente de voluntad para distribuir equitativamente la riqueza), habría que reconocer la existencia de una revolución. Ya «adecos» y «copeyanos» han sido depuestos y voluntarismo (para hacer justicia social y económica) es lo que sobra en el nuevo liderazgo. Mas si el diagnóstico proviene de hurgar en la democracia y su régimen, los venezolanos están muy lejos de experimentarla. De hecho, si se concretan algunas de las iniciativas puestas en marcha por la nueva mayoría, serían más bien testigos de un relanzamiento del ancient regime.

Al examinar el período 1958 – 1998, los investigadores sociales venezolanos han resaltado reiteradamente su caracter populista. Esto es, la democracia como sistema se estructuró en torno al populismo como régimen (entendiendo como tal el conjunto de pricipios filosóficos que son referencia para el comportamiento de la organización social). En el núcleo del régimen populista venezolano moran dos mitos: la democracia y la riqueza. El primero, el mito democrático, fue el fundamento de la idea de la democracia como condición dada, silvestre, la declaración formal reiterada con cada vez menos sustancia. Venezuela era un país democrático porque no era una dictadura: había un ambiente de relativas libertades civiles y el pueblo votaba. Esa concepción obvió la necesidad de crear, con las conductas diarias, una auténtica cultura democrática, de ir más allá de la formalidad mínima. La leyenda económica fue el complemento necesario. Venezuela cuenta con una riqueza inagotable que mana de su dotación natural y que le corresponde por derecho. No importan los criterios de eficiencia económica para generarla ni hay necesidad de ajustarse a los cambios del ambiente internacional. Esta mitología político-económica cristalizó en comportamientos que constituyen la parte visible del populismo: la demagogia, el nepotismo, el nacionalismo patriotero, la viveza política, la irresponsabilidad e ignorancia de la nomenklatura, la trampa electoral y la personalización de los partidos.

El régimen populista permitió al liderazgo bipartidista (y a la muy sui generis izquierda venezolana) negarse a realizar los cambios demandados por la sociedades doméstica e internacional desde inicios de los 70. Amparados en la reminiscencia caudillista contenida en ese patrón político, los dirigentes de AD y Copei cancelaron la democracia interna en sus organizaciones y se aferraron a las posiciones de comando, convirtiéndolas en patrimonio personal y mecanismos de exclusión. El paradigma populista fue también la fuente de los sofismas nacionalistas y patrioteros tras los cuales se atrincheraron los representantes de la casta saliente para segar cualquier intento modernizador inspirado en el desarrollo común de la humanidad. La tesis de la conspiración internacional contra Venezuela (proveniente, según haya sido el caso, de las empresas petroleras, el comunismo, las transnacionales, los medios, la globalización económica, el neoliberalismo, etc), último recurso de los gobernantes criollos para ocultar su propia torpeza, se apoyó precisamente en esa mitología de país rico y democrático. Por último, en esta numeración incompleta, el populismo fue el pegamento del andamiaje clientelar con el que se sustituyó la institucionalidad democrática y la modernidad económica.

Si el diagnóstico anterior es válido, resulta obvio que Venezuela no atraviesa un proceso revolucionario. Una revolución, como afirman los manuales, constituye una ruptura con los paradigmas político y económico preexistentes. Lo sucedido hasta ahora ha sido la sustitución de una elite política por otra, pero el régimen filosófico-mitológico del sistema sigue siendo el mismo. Será revolución en la medida en que la propuesta de Chávez plantee una confrontación dialéctica contra ése régimen populista y se empeñe, con el fervor mostrado para derrocar a sus mandatarios, en erradicar su filosofía, su mitología y sus conductas.

La liquidación política del viejo liderazgo concluirá con la ratificación de la Constitución y la elección de una nueva élite. Hasta ahora a eso se reduce el asunto, pero la revolución sigue pendiente: la modernización económica y política de Venezuela. Ese es el auténtico proceso revolucionario que los venezolanos necesitan. El que entierre definitivamente al populismo y conduzca a una democracia al ras del estándar internacional y a una economía moderna que genere los recursos requeridos por los venezolanos.

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