Opinión Nacional

Míster Bush o el otro Chávez

Hace poco vi un programa de televisión en el que entrevistaban a George W. Bush. Fue en un espacio llamado “Primetime”, trasmitido por A&E Mundo, bajo la conducción de quien me pareció, luego de terminada la conversa, una periodista de bajos kilates, poco incisiva, complaciente las más de las veces.

Aparte de los temas fláccidos, más allá del cristal rosa que peligrosamente se apodera de tantas y tantas transmisiones de este tipo, luego de despachado el palabrerío acerca del señor Bush y su perro, del señor Bush y su vida familiar, del señor Bush y su expectativa navideña, barajado con mano de seda, el diálogo no trascendió lo que en líneas generales puede hallarse en las revistas del corazón. Hasta que, por un momento, se atravesó el tema de Irak.

De míster Bush es bueno decir que intenta hacerse el simpático. Bromea, se ríe, habla de Dios, y en general echa mano de esos comodines tan caros a cuanto demagogo pulula en estos lares, empezando por el mismísimo Chávez. Utiliza con soltura la palabra “pueblo”, sabe vincularla con lo que éste y la noción de Dios originan en tanto dúo muy productivo desde la perspectiva política, y, en fin, se mueve como pluma al viento cuando de lidiar preguntas más o menos incómodas se trata. El tipo, visto al trasluz y con frialdad, tiene mucho de vivo criollo (no lo olvidemos: es un presidente que ganó perdiendo). Vaya usted sacando cuentas.

Quien llevaba adelante la entrevista apretó el gatillo soltando lo conocido por todos, es decir, increpando acerca de las armas de destrucción masiva en Irak (excusa para atacar a ese país), dando a entender que tales armas como que no existen. El señor Bush, de inmediato, afiló la lengua para responder, muy orondo, que Hussein fuera del poder es mejor para los Estados Unidos y para el mundo (cosa, por cierto, con la que estoy de acuerdo). Pero ése no era el punto, y hasta ahí llegó la osadía de la periodista. Con tal respuesta a lo Hugo Chávez míster Bush creyó comérsela, mientras la mujer no fue capaz de agarrar al toro por los cuernos y con inteligencia, tacto y destreza plantarlo ante quien tiene muchísimo que responder. Powell lo indicó tajantemente ante la ONU, Bush lo manifestó en alocuciones a la nación, ambos sostuvieron, lo cual resultó un engaño flagrante a la luz del presente, que en Irak existían laboratorios móviles, que ahí se manejaba uranio (material imprescindible para trabajar con armamento prohibido). Hasta la fecha, claro, nada se ha encontrado.

Míster Bush actuó como Chávez cuando mete embuste, y hay que ver que de falsedades e imposturas el de Sabaneta puede enseñar a cualquiera. Nadie niega que Saddam Hussein es un sátrapa despreciable que jamás debió acceder al poder en su país, que llevó a su pueblo por sendas de miseria, desesperanza, sangre y abyección, tal como ha ocurrido con un Fidel Castro, por ejemplo, sólo para mencionar el ejemplo que tenemos en las narices. Pero de ahí a arremeter como en el viejo Oeste, a llevar a la práctica empresas por encima del visto bueno de instituciones como Naciones Unidas, perdónenme, pero hay que ser un caradura tan grande como un templo.

En fin, que Bush ofrecía idéntico rictus, casi la misma sonrisa de satisfacción que saca a relucir el Chávez a quien se pareció tanto en ese instante de maniobra politiquera. Míster Bush, ante la interrogante de la guerra, terminó afirmando, tranquilo y feliz, que lo realizado por los Estados Unidos de Norteamérica (y de tal cosa estaba muy seguro, según dijo) era lo correcto. Así de simple y así de escueto. Los argumentos no estuvieron, todo análisis huyó con el rabo entre las piernas.

A esas alturas, y ya con una bolsa de cotufas entre manos (no era para menos, tomé el asunto como obra de fición, como una “película” más, como una copia igual de mala que el hilarante “Aló, Presidente”) mis neuronas no tuvieron otra que compararlo, aunque toda comparación resulte odiosa, con el “demócrata” de aquí. Bush, cual Chávez hablando inglés, bromeó ante la periodista, hizo muecas, soltó de lo lindo unas cuantas carcajadas, y por un momento pensé que llegaría a pedir un cafecito, enviarle un saludo al señor Reigh (o nada más que a Otto) y que sus próximas palabras serían para colar algún episodio, de muy tierna recordación, allá en tierras de la vaquera Texas.

Ni modo, a Chávez le salió imitador (y viceversa, quién sabe). Lo cierto es que tanta payasada, la de allá y la de aquí, tiene en común un chamuscado parecido, muestra el oscuro recurso de quien se sabe al descampado e intenta guarecerse a como dé lugar. Después de todo, aquello de que un chavista podría llegar a la Casa Blanca no luce ya tan descocado, aunque un descocado lo haya sugerido, en cadena, y con la misma sonrisita de autosuficiencia, de mira que me la comí, que de seguro es aportada por los nervios, por el litio, o vaya usted a saber por cuáles designios insondables.

El otro Chávez sí que ha hecho bien su trabajo. De embusteros talla grande y estadistas de tercera teníamos bastante. La lista continúa en aumento.

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