Opinión Nacional

Socialismos reales

Socialismo es una de las palabras más utilizadas y manoseadas en la vida política de los dos últimos siglos. En consecuencia, una de las que tiene significados más diversos y, a veces, incluso contradictorios. En eso quizás pueda competir con la palabra pueblo.

Los llamados socialismos utópicos del siglo XIX la asociaban con grandes y pequeños experimentos de lo que ahora se llamaría ingeniería social. La mayoría de ellos irrealizables. Luego Marx formularía el socialismo científico, inspirado por los grandes pensadores alemanes y los economistas ingleses. Más tarde llegó el socialismo de vanguardia, liderado por Lenin, tan realizable que en efecto se realizó y se mantuvo en el poder por setenta años. Los más moderados impulsaron el socialismo democrático, con todas sus variantes, mientras que los recalcitrantes de derecha inventaron la perversión racista del nacionalsocialismo, o nazismo, el cual fracasó, luego de haber llevado al mundo al borde del colapso. Los más rurales lograron instaurar el socialismo popular en la poblada China, de la mano de Mao.

La inmensa variedad de propuestas y acepciones condujo a que los estudiosos diferenciaran entre las ensoñaciones de académicos, locos y bienintencionados y los procesos para llevar a la práctica efectivamente el socialismo en donde este último había conquistado el poder. A estos los llamaron los socialismos reales, susceptibles de ser estudiados por sus ejecutorias más que por sus teorías e intenciones. El primero y principal de los cuales fue el de la Unión Soviética, que logró ser la segunda potencia mundial y extender su influencia a casi toda Asia, a la Europa Oriental y a buen número de países del Tercer Mundo.

 

Los éxitos iniciales del socialismo real le confirieron una gran popularidad. Su capacidad de crecer acelerada y continuamente, su resistencia ante el acoso de los grandes poderes imperiales, su contribución decisiva a la derrota del fascismo y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial, su papel pionero en la conquista del espacio, la desaparición de las grandes fortunas privadas y la amplia cobertura de sus programas sociales le ganaron simpatías entre intelectuales, campesinos y trabajadores. La concentración del poder en el Estado y el monopolio social de los medios de producción parecían ser un camino para superar la pobreza y lograr el desarrollo en pocos años.

Sin embargo, en los socialismos reales la solidaridad y la participación popular que proclamaban no duró mucho tiempo. Stalin, primero, y después Mao comprendieron que la concentración del poder económico y político podía convertirse en el fin mismo, en el objetivo a perseguir. Y utilizaron el liderazgo que les habían dado sus respectivas revoluciones para acumular poder, más que para la acumulación de riquezas o la repartición de bienestar. Esta deformación condujo a la eliminación de quienes pensaban distinto de ellos y al culto a la personalidad del jefe único, dispensador de favores, de castigos y de un solo pensamiento. Llevó a lo que algunos intelectuales de desecho de la ilusión libertaria han bautizado como hiperliderazgo.

Ese personalismo real en sociedades secuestradas por sus máximos líderes se pudiera añadir a la lista de acepciones de la palabra socialismo bajo el título de socialismo monárquico, de uno solo o de una realeza. Es lo que heredamos en América Latina del socialismo real y resultó muy compatible con la tradición de caudillos que vivimos desde la Independencia. El jefe único dejó de invocar la gracia de Dios, para invocar ahora la del pueblo. Tal fue el caso de la Revolución cubana, que primero pretendió ser una versión fresca y original del socialismo, pero la cual, con medio siglo de personalismo absoluto, difícilmente puede rechazar los cargos.

Y tal es el caso de la supuesta revolución bolivariana, cuya única seña de identidad es el poder y la persona de Hugo Chávez, pero que ha querido sumarse a la larga lista mencionada con la etiqueta, aparentemente novedosa, de socialismo del siglo XXI. Por no hablar del caso impresentable de Daniel Ortega, al cual sólo le cabe la etiqueta de peligro.

El socialismo monárquico, última etapa del socialismo real, nos hace volver la mirada al socialismo democrático y nos obliga a comprender que la muy vieja lucha entre monarquía y democracia aún no ha terminado.

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