Opinión Nacional

Tiberio César

ERAN TIEMPOS DE GUERRA, como los que vinieron antes y los que vendrían después: de las guerras sólo se acuerdan los que perdieron en ellas a los suyos y los que en ellas ganaron prebendas, que tarde o temprano perderían.

Pocos recuerdan en efecto a Tiberio, quien fue al tiempo hijastro y yerno de César Augusto; nadie celebra su nacimiento ni su muerte.

Las pocas estatuas que quedan tienen casi todas la nariz partida.

Y es que Tiberio murió sin percatarse de que en una lejana provincia de su imperio sucedía algo que cambiaría la Historia de manera insospechada. Si viviera hoy, y fuera gobernante de nuevo, puede que tampoco se enterara de otra cosa que de las rencillas de palacio o de las conspiraciones de sus rivales políticos. Puede que para él, el mundo se limitara a lo que los augures pagados por él mismo decidieran mostrarle para conservar su puesto. Si fuera hoy un mandatario mundial, como lo fue en su tiempo, estaría convencido de que las cuestiones de Estado son las únicas cuestiones que existen y que tienen sentido.

Los que vivían en su reino y dependían de sus decisiones también pensaban que Roma era el mundo y que lo que ocurría fuera de Roma era insignificante. Si no se sabe en Roma es que sencillamente no existe, dirían aquellos ciudadanos, como dicen hoy algunos de aquello que no aparece en la televisión o no tiene repercusión a través de Internet.

Pero no estamos en el año 14 de nuestro calendario (el 767 de la fundación de Roma) cuando Tiberio obtuvo el poder supremo como emperador. Estamos en el 2006 de una cuenta que comienza para nosotros 14 años antes de eso, cuando un suceso que todavía muchos califican de legendario pasó completamente desapercibido para el poder y para los medios de comunicación de aquella época.

No vivimos en la Era de Tiberio.

Y no es descabellado pensar que dentro de otros dos mil años, si esta especie que llamamos humana continúa poblando este pequeño planeta mágico y hermoso, casi nadie recordará los nombres de quienes hoy se jactan de obtener el máximo centimetraje en los periódicos.

Porque nos acordamos de Keops por las pirámides que construyeron anónimos arquitectos; nos acordamos de una extravagante y sangrienta familia Medici por las obras de arte de quienes llamamos hoy renacentistas, y casi no sabemos otra cosa de Cleopatra, o de la Guerra de Troya, o del Mio Cid que las que nos contaron poetas pobres, ciegos o perseguidos por la justicia.

Aún así, no celebraremos tampoco el 2007 a partir del nacimiento de Shakespeare o de Homero.

Debemos el calendario, la civilización y la cultura de lo que llamamos Occidente (pero que rige al planeta entero) al improbable nacimiento de un niño que nunca fue coronado, que jamás escribió una línea y que nunca ganó una batalla. Pasó desapercibido para todos los hit parades y no figuró en récord de ninguna clase.

Ese niño se parece a nuestros propios niños y a nosotros mismos mucho más que a las estrellas de cine, a los ricos, famosos y poderosos, pero insistimos en pensar que el Mundo y la Historia dependen de lo que estos o aquellos dicen y hacen, de las guerras que emprenden, de los honores que obtienen o del ridículo que hacen. No hemos aprendido aún que la vida depende más de ínfimos actos de amor de pastorcillos ignorantes o de carpinteros errantes que de los Herodes de todos los tiempos. Tampoco de él nos acordaríamos si no fuera por los anónimos evangelistas oficiales o apócrifos.

Seguimos en tiempos de Tiberio.

Y la verdadera Historia se produce ante nuestros ojos, en nuestro propio tiempo, pero no la vemos.

Tal vez en el 4012 habremos abierto los ojos.

Feliz Navidad.

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