Opinión Nacional

Un aliciente inolvidable en memoria de Juan Pablo II, El Magno

“No tengan miedo”
Juan Pablo II

Cuando en el otoño romano de 1978 el colegio cardenalicio sorprendió al mundo rompiendo una centenaria tradición y nombrando un nuevo Papa en la figura de un desconocido cardenal polaco, muy pocos de nosotros podíamos imaginar que estábamos apenas a una década del derrumbe del muro de Berlín y la estrepitosa caída de los regímenes socialistas. Acontecimiento que marcaría el último cuarto de siglo y constituiría sin duda uno de los eventos más significativos de la historia contemporánea. ¿Sabía el Vaticano que el Papa que elegía, nacido en las cercanías de Cracovia hacía 58 años y el único en traspasar la cortina de hierro en plena guerra fría, sería una figura clave en dicho proceso y posiblemente el puente de oro para que dicho tránsito de regreso al capitalismo y a la democracia liberal se cumpliera sin traumas ni cataclismos?

Los indicios, antes que mostrar las profundas fisuras que ya corroían la estabilidad de la dictadura soviética, mostraban signos en contrario. Los Estados Unidos acababan de sufrir su primera gran derrota histórica en Vietnam, el caso Watergate había dañado los cimientos mismos de la democracia norteamericana socavando la credibilidad de su ciudadanía en el establecimiento político, la marea anti norteamericana crecía por doquier y el presidente Richard Nixon se había visto obligado a dimitir, causando un profundo estupor en la comunidad democrática del planeta. A esos graves quebrantos de una de las potencias imperiales se unía, en nuestra región, una amenazadora marea dictatorial. Campeaban las dictaduras militares, que convirtieran al continente – con contadísimas y honrosas excepciones, como la Venezuela democrática – en un inmenso campo de concentración.

¿Un Papa polaco en un mundo que presagiaba – atendiendo sobre todo a la superficie de los hechos políticos – la acelerada crisis del capitalismo y un eclipse de la hegemonía de los Estados Unidos? Muy pocos comprendieron la apuesta de la institución más antigua y tradicionalista de la historia, aún vigente luego de dos milenios de fundada.

Hoy, cuando el mundo asiste profundamente conmovido y apesadumbrado a su desaparición, tras 26 años de deslumbrante magisterio, la explicación parece evidente: Karol Wojtyla unía a su profunda espiritualidad una capacidad política y una fuerza de liderazgo simplemente asombrosos. Con su ilimitada grandeza ha venido a servir de contrapeso en un siglo caracterizado por la preeminencia de figuras verdaderamente malvadas, como Stalin y Hitler, por nombrar sólo a los mayores. Es, sin duda de ninguna especie, el hombre de mayor relieve y trascendencia de la segunda mitad del siglo que con su muerte está llegando a su fin.

Juan Pablo II, el Magno, logró en vida resolver el más difícil de los desafíos a que está sometida la Iglesia por propia vocación: reconciliar los anhelos de su irremplazable liderazgo espiritual con la necesaria intervención en los asuntos del mundo. Un desafío no siempre resuelto. Y muy pocas veces con la grandeza, la profundidad y la eficacia de este inmenso estadista. Pues el predicamento testamentario que señala que el reino de Dios no es de este mundo sirvió de coartada a más de una tolerancia eclesial ante hechos abominables.

¿Cómo olvidar la sombra de dudas y sospechas que lastraran al pontificado de Pío XII, situado en bambalinas ante el despliegue de brutalidad y violencia que coparan la escena de la historia europea durante el reinado de Musolinni, Hitler y Francisco Franco? ¿Cómo su silencio ante el Holocausto, el más horrendo de los crímenes cometidos contra la humanidad desde el nacimiento del cristianismo? ¿Cómo el mutismo ante actos que maculan su maravillosa tradición, como los horrendos crímenes de la Inquisición, la ceguera y el rechazo ante invalorables descubrimientos científicos, el fanatismo ante otras iglesias que se reclaman del mismo ecumenismo que la católica, apostólica y romana?

Era imposible que en 26 años de pontificado, Juan Pablo II diera respuesta a todos estos graves interrogantes. Pero fiel a sus primeras palabras radiofónicas Urbi et Orbi del 17 de octubre de 1978, inmediatamente después de asumir el Papado – “No tengan miedo” – se enfrentó sin una sola vacilación y con un coraje admirable a su tarea evangélica. E intentó, con su humilde perdón y su fraternal llamado a la reconciliación, responder a todos ellos, ofrendando su vida hasta el último suspiro ante su obligación pastoral.

Fue así como enfrentó los graves males de éste siglo XX que recién termina, el más sangriento y luctuoso de la historia de la humanidad, pero el más preñado de esperanzas y maravillosas realizaciones: la falta de libertad, la pobreza, la injusticia, la guerra. Lo hizo sin maniqueísmos estrechos ni fanatismos guerreros, sino con profunda humildad, con magisterio y comprensión. Llevó su ejemplo y su santa palabra al corazón de los desvalidos, al trono de los usurpadores, cobardes y todopoderosos, al reino de los pusilánimes. Jugándose su vida por la libertad, la paz, la justicia, la reconciliación y la esperanza. Y no volvió atrás ni luego de ser cobardemente agredido por un fanático al servicio de las fuerzas más oscuras del autoritarismo y el oprobio que ya se eclipsaban. Entre otras razones, por la acción decidida, lúcida y valiente de un padre espiritual que no temía tocar con sus manos el corazón desolado de sus semejantes. Para revivirlo y alentarlos a no desesperar. Para mostrarles el camino cristiano de la redención. Demostró con su simple figura que el universalismo del mensaje de Cristo continúa estructurando espiritualmente a una inmensa porción de la todavía hoy sufriente humanidad. En primer lugar la nuestra, que se debe a él por encima de diferencias, ambiciones y miserias.

Su Polonia natal, que sufriera en carne propia los dos grandes oprobios de la humanidad – el nazismo y el socialismo -, y que viviera el horror de los más espantosos centros de reclusión y exterminio de la judería europea a manos de los esbirros hitlerianos, se encontraba hundida en el desencanto, la apatía y la resignación. Su ascenso al trono de San Pedro abrió las compuertas de la esperanza y sirvió de aliento para que un movimiento obrero, cristiano y popular, dirigido por Lech Waleska, derribara las fortalezas de la dictadura y restableciera la democracia. Fue el inicio de un soberbio proceso cultural, religioso, social y político que terminaría por llevar al derrumbe del régimen y al desplome de la Unión Soviética y todos sus satélites.

Su peregrinaje por el mundo, ni siquiera interrumpido por las graves dolencias que le afectaran, algunas de ellas como resultado del terrible atentado que sufriera, lo llevó a luchar por los altos ideales del cristianismo en todos los rincones del mundo. Despertó un fervor popular nunca antes vivido por Papa alguno. No sólo por las condiciones de la comunicación satelital, la imagen televisiva y las facilidades de transporte. Sino por un magnetismo arrollador, una espiritualidad combativa y una apertura sin fronteras a un hecho palmario, que muchos fariseos ya intentan ocultar: el único sistema político de la modernidad que se aviene con el mensaje de Cristo es la democracia: ama a tu prójimo como a ti mismo.

Más aún: pueda que el secreto de su milagrosa influencia en el corazón de los hombres de buena voluntad, de toda edad y condición aunque particular y sorprendentemente entre los más jóvenes, se encuentre en la inmensa orfandad espiritual de un mundo que pone en cuestión los más perdurables valores de la espiritualidad religiosa. Así, en ese mundo signado por el mortal enfrentamiento entre las dos potencias hegemónicas, plagado de ruina y desolación, de guerras fratricidas y letales ansias de retaliación de minorías étnicas perseguidas y aplastadas, supo llamar a la concordia, a la reconciliación, al entendimiento y la paz. Con el suficiente vigor, la decidida tenacidad y la fuerza necesaria como para ser escuchado. Y lo fue.

En estos atribulados momentos de su partida, cuando el odio y la ambición parecieran querer hundir sus colmillos sobre nuestra ingenua nacionalidad, la muerte de Su Santidad Juan Pablo II, el Magno, nos retrotrae a esas generosas y deslumbrantes visitas que nos hiciera en dos ocasiones. Esos momentos permanecerán en la memoria de nuestra patria como un indeleble recuerdo de la espiritualidad de que somos capaces, del amor que podemos brindar, de las tareas que podemos cumplir. Y de la capacidad moral que nos asiste para combatir los atropellos del Poder y buscar con denuedo y tenacidad la ruta hacia la concordia social, la paz y la modernidad. Que Juan Pablo II, el Magno, sea el permanente aliciente de nuestra lucha por la libertad, la justicia, la paz y una patria mejor.

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