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¿Xenofobia?

Noticias recientes en la prensa, la televisión y los medios sociales nos informan de las dificultades, desprecios y abusos que sufren algunos paisanos nuestros que han debido abandonar el nativo suelo en búsqueda de un lugar en el mundo en el cual sea menos traumática la existencia y se tenga más posibilidades de proveer de alimentos a sus familias.  Añaden más las noticias: que esas acciones infames provienen tanto de particulares como de agentes de la autoridad.  Y la queja se vuelve más amarga cuando leemos que tales maltratos se originan en países que, hasta hace poco, nos enviaban sus menesterosos para que se establecieran entre nosotros y pudieran prosperar lo suficiente para vivir dignamente y poder remitir algo de dinero a los parientes que dejaron atrás.

Desde el mismo momento en que apareció el Nuevo Mundo en los mapas europeos, los venezolanos recibimos bien a los que arribaban.  Y llegaban de todas partes: del Oriente Próximo, los que denominamos impropiamente “turcos”, aunque eran sirios, libaneses y palestinos en su mayoría —el apodo se debe a que todos llegaban con pasaportes del Imperio Otomano, que empezaba a derrumbarse—; españoles, primero catalanes y vascos, cuando la Guerra Civil, luego gallegos y canarios que huían de la pobreza y demás perturbaciones ocasionadas por la posguerra; por iguales motivos nos llegaron los italianos, griegos, franceses y eslavos del sur, impelidos por otra guerra, la Segunda Mundial; antes nos habían llegado los judíos ashkenazim que lograron escapar de su patria antes de que los nazis los volvieran ceniza y humo en los crematorios de los campos de concentración (sefarditas hubo entre nosotros desde los tiempos de la conquista).  Aunque siempre hubo colombianos entre nosotros, en la década de los setenta se incrementó su número porque comenzó la “Venezuela Saudita”, rica como nunca (hasta que llegó la siguiente bonanza en tiempos de Boves II).  Por ese mismo motivo aparecieron entre nosotros los ecuatorianos, peruanos, dominicanos y haitianos.  Por la misma razón, más el ingrediente de las dictaduras militares, abundaron inmigrantes del Cono Sur.  Tanto es así, que llegó un momento en que los datos censales informaban que, de cada siete personas que pisaban nuestro suelo, una no había nacido en él. 

A todos los recibimos como sangre nueva que iba a colaborar con el progreso de Venezuela.  La mayoría de ellos no tenía sino una muy elemental instrucción, pero unas inmensas ganas (y necesidad) de trabajar, de acometer trabajos menestrales.  Había también, hay que reconocerlo, gente con tercer y cuarto nivel de instrucción.  De todos los países, pero especialmente chilenos y argentinos que, apenas llegados, empezaron a desempeñarse como profesores universitarios y profesionales en toda regla.  Aunque, al igual que sucede con nuestros paisanos ahora, bastantes comenzaron trabajando por debajo de su nivel de conocimientos: ingenieros laborando como maestros de obra, médicos como camilleros…

Por eso duele lo que les pasa a nuestros paisanos de la diáspora.  Pero tenemos que estar claros en un par de cosas: primero, que no son los países los que tratan mal a los extraños, son individualidades —pocas, pero ruidosas—; por cada peruano o ecuatoriano que maltrata, hay diez que comprenden la crujía que pasan nuestros paisanos y los ayudan.  Hace dos semanas, explicaba en esta columna cómo se han organizado muchos colombianos para ayudar a los caminantes que avanzan hacia sus destinos por las empinadas carreteras andinas.  Y, segundo, que los agravios, atropellos, perjuicios y hasta lesiones que reciben, no son causados tanto por xenofobia sino por aporofobia: no los maltratan por ser extranjeros sino por ser pobres; por la amenaza que representan al ofrecerse en el mercado laboral compitiendo con los sectores más pobres del país de acogida.

Duele, también, que entre nosotros haya individualidades que catalogan a nuestros migrantes como poco venezolanos, como traidores a la patria.  En esas recriminaciones hay algo que es muy poco cristiano; una inmensa falta de caridad, de ponerse en la situación del otro.  Veámoslos como gente valerosa, que siente una responsabilidad muy grande con los que dejan atrás; como personas que han decidido vivir una vida de estrecheces para que los suyos no pasen hambre.  Alegrémonos, también, porque algunos debieron de irse por dignidad; por huir de un régimen donde la sola forma de pensar pone en peligro la existencia. 

Si me disculpan la chocancia de citarme a mí mismo, termino copiando algo que escribí sobre el tema en 1996: “En casos como estos últimos (…) la emigración es hasta obligatoria.  Por lo menos así lo enseña el Corán.  El versículo 97 de la IV Surah señala que: “…aquellos a quienes los ángeles se llevan (a los muertos) … los ángeles les preguntan: ‘¿En qué te ocupabas?’  Si ellos les contestan: ‘Estuvimos oprimidos en nuestro país’, los ángeles les dirán: ‘¿No era espaciosa la tierra de Alá como para que hubieras emigrado de allí?’  Para ellos, su habitación será el infierno, el fin de un aciago viaje”.

La marcha de muchos compatriotas, no la veo como una consecuencia del cínico aforismo: ubi bene, ibi patrie.  Ellos se van, no para encontrar una nueva patria donde van a estar bien, sino para que los suyos puedan estar bien sin tener que ausentarse de la propia.  Sinceramente, yo los admiro: tuvieron la fuerza de voluntad y la fortaleza para irse a tierras extrañas a enfrentar dificultades, a tener que tragar grueso y sobreponerse ante los desmanes de algunos aporofóbicos, a conseguir ingresos para sobrevivir y enviar a casa.  No fue el egoísmo lo que los impulsó, sino el amor a los suyos.  Que les vaya bien paisanos; que, así como Poder Celestial no los ha de abandonar nunca, no renieguen de su venezolanidad. Porque, Dios mediante, el sufrimiento del exilio será temporal…

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