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El coronavirus, una lección de vida

La pandemia ocasionada por el coronavirus ha traído consigo muerte, la única palabra, el único hecho, que no puede justificar nada: si hay muerte, no hay ganancia. Sin embargo, en todo esto hay mucho para reflexionar, porque es cierto que la situación ha significado un gran alto a una vida llena de vértigo.

Una de las cosas que ha puesto sobre la mesa esta coyuntura es la reconsideración sobre lo verdaderamente trascendente, como por ejemplo respirar. Un virus que cuando tu cuerpo no puede luchar contra él, te quita la posibilidad de oxigenarte. Por esto, es una invitación a meditar en el valor que tiene cada bocanada de aire que hoy tomas.

Para combatir el COVID-19, se recomienda reducir la movilidad. Por lo tanto, si permaneces en cuarentena, es menos probable que te contagies y contagies a otros. Esto permite revisar todo el concepto sobre la libertad vinculada a aquello que es cotidiano, pero que estás tan acostumbrado a
hacer, que dejas de medir el privilegio del libre albedrío.

Es un mal invisible, porque no podemos ver a simple vista un virus, lo que sacude los cimientos de los miedos y te induce a aprender a no temer aquello que crees inminente y que ni siquiera ves. Nos ha aleccionado con respecto a lo que representa vivir en incertidumbre, un sentimiento poco aceptado, pero que es más común que la certeza.

Lo que estamos viviendo ha sido también una clase obligada de ruptura de los individualismos, al ser una afección que fuerza a pensar en el otro: si uno más se contagia, potencialmente se vuelve un peligro mayor para todos. Como el efecto del aleteo de las mariposas, tan descrito para explicar fenómenos pequeños que pueden alterar el devenir del Universo. Así, este virus viene a recordarnos que todo está conectado indefectiblemente.

Foto: EFE

Ha sido, asimismo, una manera de voltear a otros aspectos fundamentales como la familia y los afectos. El coronavirus nos ha dado el tiempo para mirar dentro de nosotros mismos, pero también a nuestro alrededor, tiempo para tomar el teléfono no sólo para mandar un meme, sino para saber que quienes te importan están bien.

Ver a nuestro alrededor y saber que todos y todo está conectado, ha dado paso a visibilizar aún más todo el movimiento en pro del cuidado, o más bien el rescate, de la Tierra. ¿Qué estamos haciendo con un sistema mundial en el que las grandes decisiones están regidas por lo económico y no por lo humano? Hemos entrado en el debate interminable que sin economía no hay bienestar, y que con ese bienestar lo único que hacemos es condicionar la posibilidad de tener un futuro.

El COVID-19 ha sacado lo peor y lo mejor de muchas personas. En primer lugar, a aquellos que trabajan en el sistema de salud, en cualquier parte del mundo, quienes han estado, cual si fuera una guerra, en la primera línea de fuego. Hay un resurgir de la conexión emocional a través del arte, la música, el baile que se manifiesta en los balcones. Las redes sociales ahora son más escenario que nunca. La tecnología, acusada de deshumanizar a las personas, resulta ser la vía para la cercanía que estamos obligados a no
tener en físico, en directo.

En la palestra también están temas como la violencia doméstica, la ansiedad, el estrés y muchos otros “fantasmas”, que suelen agravarse a las faldas de una cuarentena prolongada.

Los más sensibles han volcado la mirada hacia los sin techo y hacia los pobres, aquellos que se ganan a diario el sustento para vivir. Ambos son problemas sociales universales, parecieran un ritornello macabro, que se profundiza cuando la mayoría se resguarda en casa y muchos no tienen a donde ir. Los más desfavorecidos, en una situación de emergencia como la actual, son una de las formas más constantes de restregarnos en la cara que nada anda bien.

El contexto ha traído consigo manifestaciones de bondad, hay quienes cosen y donan mascarillas para evitar el contagio, otros que donan comida, están los que alojan en su casa a quienes no tienen donde ir o el que asume en sus espaldas el cuidado de quien ya sufre la enfermedad. Vemos noticias sobre jóvenes voluntarios para asistir a las personas mayores, quienes compran los alimentos y hacen todo lo que ellos no pueden en tiempos de cuarentena.

Entre los que contamos como buenos, están aquellos que han demostrado que las personas mayores importan y lo han hecho ver con actos de amor frente a asilos, hospitales, refugios o sus propias casas.

Y de los malos, hemos visto a dirigentes levantar su voz para ser parte más del problema que de la solución a la pandemia, privando su ego sobre las vidas de muchos. De ese grupo, que parece sin alma, están personas cuya bajeza los lleva, por ejemplo, a hacer fiestas, aún cuando saben que son portadores del virus.

Otros niveles de sordidez, desatino, locura y maldad están en la gente que escupe un asiento de autobús, un pasamanos, un picaporte, que tose, sabiéndose portador del virus, sobre un panel de ascensor, sobre las frutas en los supermercados, que lame mercancía en tiendas por departamentos. Es como si pensaran: “si yo me contagié, tú mereces entrar en esa ruleta de la vida y la muerte tanto como yo”.

La pandemia ha sectorizado la humanidad en aquellos que quieren aprender la lección, vivir con propósitos más elevados y en otros que motu proprio se han dejado abrazar por una vorágine de oscuridad y desatino.

Nada que implique muertes puede ser considerado una ganancia, digamos entonces que es una lección, una lección de vida en forma de virus y, como siempre, tenemos la opción de elegir cómo actuar.

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