Ediciones mensuales

Reflexionando en torno a la pasión por escribir

‘Pienso que ha de ser doloroso ver dispersa la propia obra, eso que, al margen de sus bondades o de sus maldades, tantas horas de esfuerzo nos cuesta a cada autor’. Camilo José Cela, ‘Cajón de sastre’.

La cita la he tomado del prólogo de la obra mencionada. Punto de vista con peso propio, más allá de cualquier temor de mezquinas interpretaciones torcidas. Beneficio que al autor le concede las dimensiones que encierran sus altísimas cualidades de escritor, tan español-universal, cuya aureola no parece empañarse con el vaho de ciertas zafias maneras de ser y formas de actuar que suele practicar en el transcurso de su relación social, privada y pública. Contradicciones de la personalidad que suelen interpretarse como afirmaciones de ella, en este caso nada extrañas a cuanto acuna en su regazo el alma hispana. Fragmentos del esqueleto sobre el cual se ha de comprobar su biografía, destinada a preservar la memoria que se le debe al escritor, en razón a la hermosura de su prosa y a la hondura de su sensibilidad, tan profundamente emparentada con el genio imperecedero de don Francisco de Quevedo y Villegas.

La dispersión pudiera bien asomarse como el mascarón de proa en la nave de la tragedia en medio de la cual culminan las tormentas de la era que cierra el siglo que termina. Se dispersa la obra del escritor con raíces profundas, indiscutidas. Al igual que la de aquel que sólo alcanza la pretensión de llegar a serlo. Que se queda al nivel de escribidor o de solitario emborronador de cuartillas, compañeras de las soledades más diversas. Unos y otros siguen aferrados al antiguo valor de la angustia compartida; de la esperanza descubierta a través de las emociones deslastradas de prejuicios; de la vida expuesta tras la limpia imagen de un espejo que no niega el rostro de la poesía. Fórmula que ayer no se discutía, en su condición de elemento apropiado para hacerse portavoz de una cierta manera de ver y entender la vida, a través de la letra, más permanente que la pura palabra. Fue, entonces, el libro, imán para mantener unido el pensamiento de quien escribía. Y si tantos no tenían acceso a ello, por no saberlo hacer, guardaban, al menos, respeto por quienes se dedicaban a su hechura. La ciencia aplicada, la revolución de las comunicaciones, la babélica confusión universal, hizo que la dispersión se convirtiera en ansiedad para quienes la padecen y en indiferencia para quienes se encargan de dictarla y aplicarla.

Como apostados al margen de ese panorama _absolutamente incapacitados para escapar al efluvio de la letra que recoge el pensamiento_ sigue el escritor escribiendo. Bien sea portador de laureles que atestiguan su valía, o apenas sea aspirante defraudado al logro de un lugar bajo la luz de esos esplendores. Bajo cualquiera de las dos condiciones, el zarpazo de la indiferencia, o de la mala voluntad, o de la trácala, todas esas posibilidades abiertas para que la dispersión cunda y desaliente, se hace portadora del dolor que causa ver y sentir que, aquello, una vez considerado secuencia de un solo pensamiento, o de una única inseparable emoción, se va perdiendo en el torrente por donde se despeñan las múltiples corrientes diferentes que brotan del seno de un terreno fértil.

La cuestión de la dispersión de la obra literaria guardaba relación estrecha, antes, casi en exclusividad, con actitudes personales asumidas por los propios autores. Desde secuelas de una bohemia irredenta _en tantos casos espinas de una sociedad malsanamente pacata _hasta factores de índole psicológico perturbadores de la armonía del espíritu, tales como: desmedida y severa autocrítica, o repudio a la calificación oficial de la obra de creación, anclada en consagramientos comprometidos con los políticos reinantes. A esas causas, ahora, habría que agregar la pragmatización absoluta de la actividad editorial _globalizada con anterioridad a lo que hoy es moda impuesta_ cuyos parámetros se suelen ubicar entre las imposiciones de un hedonismo francamente vulgar, comprometido, en muchas vertientes con la pura y simple pornografía y las limitaciones impuestas por las técnicas publicitarias, dominadas por factores internacionales de competencia, de espalda a los mejores intereses culturales.

Hube de referirme en días pasados, en artículo publicado en este mismo diario, a la generación del noventa y ocho española. Gran parte de esa inmensa obra de creación literaria y de iluminación de los más altos y perdurables intereses de España, se publicó en revistas y diarios. La referencia a Arturo Uslar Pietri, entre nosotros, resulta singular al respecto. Azorín y Larra, en la cumbre, se dedicaron a dialogar con el alma de España, estrangulada por la honda desazón que generaba el turbión de un actuar político desconcertado, el cual había colocado al Estado al borde mismo de su desaparición. El periodismo abrió sus brazos para recibir la presencia luminosa de aquellas letras, comprometidas, tan sólo, con los intereses superiores de la patria, que tan huérfana quedaba en medio de las pugnacidades subalternas que componían las noticias del diario sucederse de los días, todas tan repletas de nostalgias infecundas o de pesimismos denigrantes.

El escribir con pasión ahoga y acompaña, según el hacerlo constituya secuela de sentimientos específicos. En cualquier caso, pudiera afirmarse que la soledad compone el elemento que impulsa la lucha entre el pensar y ejecutar la escritura. Lo de su calidad es otra cosa y en relación con ello el mejor juez ha de ser el tiempo. Eso permite entender, y hasta justificar, la diligencia, angustiosa y tantas veces infecunda, que pone el escritor o el escribidor, en juntar en una sola pieza, _valga la expresión por lo de juicio mencionado_ las pruebas de cuanto compuso su agonía, palabra mágica que don Miguel de Unamuno _aquella gran voz de la misma generación deslumbrante_ puso a rodar por el universo de su filosofía como puntal de la razón que había para escribir como lo hacían. El menosprecio que impera por el libro que reúne lo escrito para diarios y revistas, _periodismo de opinión_ lo menos que constituye es injusta descalificación de un quehacer literario útil y digno. Ganador de su propio espacio, en un tiempo tan escogido de virtudes cívicas como lo es éste.


El Universal Caracas, martes 3 de junio, 1997

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