Opinión Nacional

Los políticos y los bárbaros

“El actual gobernador, mafioso y traidor, no sólo va a perder la gobernación, sino que va para la cárcel, te vamos a barrer, asqueroso traidor. Tendrás que entregar la Gobernación a nuestro candidato, y nadie te salvará de salir de la Gobernación para la cárcel”.

Esa fue una de las frases heroicas del presidente Chávez, una de las tantas dirigidas en contra de los candidatos que lo desafiaban desde la disidencia y la oposición durante la campaña electoral de Noviembre del 2008, la que culminaría con una victoria pírrica para él y sus huestes. Al gobernador de Zulia, Manuel Rosales, amenazó con “meterlo preso” en reiteradas ocasiones. Y, por si fuera poco, lo injurió con el mismo término que usaba el dictador Augusto Pinochet para referirse a sus enemigos: “es un desgraciado”.

Las gloriosas frases del Presidente venezolano recorren las agencias noticiosas del mundo, aumentando su ya alto prestigio literario. Pocas veces, o quizás nunca, el lenguaje político ha degenerado tanto en la boca de un gobernante. Y la frase que siempre se repite entre quienes leen tanta ilimitada grosería es siempre la misma: ¡qué barbaridad!.

Realmente: ¡qué barbaridad”!
Cuando el presidente Chávez pase a la historia, no será sin duda por haber liberado a Venezuela de algún imperio (nunca la dependencia de ese país respecto al mercado mundial ha sido tan férrea como durante su mandato), o por haber construido el socialismo del siglo XXl (que nunca ha existido) sino por haber sido el mandatario que más ha ensuciado el lenguaje político en toda la antipolítica historia de América Latina. El idioma político de Chávez es, efectivamente, el de la barbarie. En la contradicción “civilización-barbarie”, él es, sin duda, uno de los más empecinados defensores del ideal de la barbarie. Razón de más para ocuparse del significado de la barbarie política, que será el tema de este artículo.

1.

El dilema existente entre la civilización y la barbarie ha marcado hondo en la historia de la literatura y de la política de nuestro continente, sobre todo durante el siglo XlX al que muchos de sus escritores y cronistas imaginaron como el siglo donde se forjaría definitivamente la modernidad continental. Modernidad que tanto desde una perspectiva económica como cultural, nos pondría a tono con el desarrollo alcanzado por países europeos y por los EE UU. De todos esos mentores, quizás no hubo nadie más significativo que el argentino Domingo Faustino Sarmiento cuando en uno de sus tantos exilios y destierros escribiera en el Chile de 1845 su siempre tan citado libro: “Facundo Quiroga o Civilización y Barbarie”.

Escritor, periodista, militar federalista y unionista después, pedagogo y educador, gobernador de San Juan, Presidente de la República, y mucho más, pocas personalidades más inquietas, más polémicas y más complejas han habido como la de don Domingo. Su temperamento no pudo ser contrarrestado ni por el humanista Don Andrés Bello (también asentado en Chile) quien intentó más de una vez frenar los rudos comentarios que profería Sarmiento en contra de las llamadas “razas aborígenes”. Sí, porque entre los menos meritorios méritos del argentino está el de haber proclamado el exterminio cultural (no físico) de los pueblos indígenas, en nombre de la civilización y en contra de la barbarie, actitud que originaría el polo contrario: un indigenismo no menos furioso ni racista que el de los modernistas al estilo de Sarmiento -o de Bautista Alberdi, o de Alcides Argüedas, o tantos otros.

El modernismo era, efectivamente, la ideología dominante entre las elites latinoamericanas de mediados del siglo XlX. Y todo lo que se oponía al modernismo – al que la CEPAL llamaría después “desarrollo”; los liberales “progreso”; los marxistas “socialismo”- debería ser drásticamente erradicado de la superficie histórica. Aún a mediados del siglo XX los “cepalinos” – siguiendo el tono modernizador impuesto por Prebisch- hablaban de “los obstáculos para el cambio”, eufemismo más refinado que los que empleaba Sarmiento; aunque la idea, al fin, era la misma: la de superar nuestra histórica barbarie.

La sociología argentina del siglo XX, sobre todo la de Germani, Di Tella y Graciarena, siguiendo al Ortega y Gasset de “la rebelión de las masas”, vio en el avance de las multitudes la venganza del campo en contra de la ciudad, sobre todo en esos ejércitos de pobres que se amontonaron alrededor de las urbes y que no fueron ni lo uno ni lo otro: ni ciudadanos ni campesinos. “Marginalidad”, según Germani; “masa marginal”, según los estructuralistas pos-marxistas; “Lumpenproletariado”, o “superpoblación relativa”, según los marxistas; “los excluidos”, los llaman hoy los anti-globalistas. En el fondo, nadie quiere nombrarlos con el nombre que estampó Sarmiento sobre aquello que es la carne y la sangre de populismo latinoamericano: la barbarie.

2.

Barbarie – palabra que a veces suena tan despectiva como decir masa o chusma; como decir hampa o ralea; como decir hordas o populacho; como decir marginal o informal – es, sin embargo, un concepto que se encuentra siempre latente no sólo en el pensamiento político sino en el filosófico de nuestro tiempo. Porque barbarie, qué duda cabe, no es un término positivo, sino esencialmente negativo. De ahí que para acercarnos a su significado, será necesario saber cual es su nombre antinómico más preciso. En ese sentido, encontramos tres conceptos que niegan la idea de barbarie: cultura, civilización y política. De tal modo que cuando endilgamos a alguien la cualidad de la barbarie, será necesario saber a que barbarie nos estamos refiriendo: o a la anticultural, o a la anticivilizatoria o a la antipolítica.

Domingo Faustino Sarmiento se refería a las tres barbaries a la vez, acentuando la antipolítica. Por eso propongo que cuando se lea su “Civilización y Barbarie”, se la lea bien. No nos dejemos llevar por sus diatribas en contra del pasado pre-colonial y colonial, que al fin y al cabo de ahí venía saliendo la Argentina de Sarmiento. Por lo demás ¿no fue Karl Marx quien en la misma época de Sarmiento escribiría en su Manifiesto en contra del “idiotismo de la vida campesina”?
Es cierto que por momentos la barbarie, en la pluma de Sarmiento, es identificada con el mundo rural. Ardiente partidario de la modernidad ilustrada, imaginaba que el campo sólo podía ser incorporado a la civilización mediante intensas campañas educadoras. Sin embargo, leyendo con atención el libro, se comprueba que lo que más temía Sarmiento no era la realidad rural en sí, sino que la alianza entre el militarismo pos-colonial con las masas más atrasadas del campo. Esa fue, efectivamente, la realidad que se dio en Argentina durante la dictadura de Juan Manuel de Rosas, sobre todo a partir del segundo mandato del cruel dictador (1836). A través de la dictadura de Rosas la barbarie argentina adquirió, según Sarmiento, no sólo una connotación cultural, sino esencialmente política. Rosas mismo, como estanciero y como general, simbolizaba a la barbarie política, la misma que después se haría presente en clave populista, hasta llegar a la siempre desordenada Argentina de nuestros días.

Fue imposible – mientras leía de nuevo y después de tantos años Civilización y Barbarie de Sarmiento- dejar de pensar en los dictadores militares latinoamericanos de fines del siglo XX, sobre todo en los del Cono Sur. Porque esos militares no sólo fueron “peones del imperio”, como imagina la superficial historiografía de la izquierda latinoamericana. Fueron, sobre todo, portadores de ideales autoritarios de origen rural en el marco de una alianza de poder que partía desde el ejército, pasaba por los sectores sub-urbanos, hasta llegar a la más remota oscuridad de las provincias. Agrarismo y militarismo unidos, renacen cada cierto tiempo en nuestro continente, aunque siempre bajo nuevas formas. En cierta medida es la alianza maligna que asola la civilidad política continental desde las guerras por la independencia. Es interesante, por lo mismo, mencionar que tanto los dictadores militares argentinos, como los chilenos y los uruguayos fueron derrotados por amplios movimientos urbanos. No olvidemos tampoco que después de su abdicación, Pinochet se encerró en su hacienda.

3.

Aparentemente la realidad agraria latinoamericana de nuestro tiempo tiene que ver muy poco con la del tirano Rosas que tan bien describe Sarmiento. En la mayoría de los países latinoamericanos el campo ha entrado definitivamente a la modernidad global hasta el punto que ya es posible advertir que el sector más moderno de la economía (aunque no de la cultura y de la política) hay que encontrarlo a veces en los campos, definitivamente abiertos a la demanda que proviene de los insaciables mercados internacionales. En diferentes naciones de la región ha tenido lugar un proceso que los economistas llaman “diversificación de las exportaciones” que en el ideario económico ha venido a reemplazar al de la “sustitución de importaciones”, lo que no quiere decir que esas naciones renuncian a la industrialización, pues si algo está ocurriendo aceleradamente es la industrialización del agro. Hay países, sin embargo, y entre ellos se cuenta la Venezuela de Chávez, donde el campo sigue siendo, en alguna medida, decimonónico, sujeto a la voluntad del caudillo o del cacique, ya no representado por el gran patrón sino por el gobernante militar. El “mande usted mi señor” ha sido reemplazado por el no menos servil “a su orden mi comandante”.

Basta entrar a cualquier supermercado europeo y observar: ellos abundan en carne argentina, vino chileno, café colombiano, espárragos peruanos, mangos brasileños, piñas y melones centroamericanos, plátanos ecuatorianos. Más, nadie ha visto en ellos algo que provenga de Venezuela. Ni siquiera ron.

La no entrada del agro venezolano a la modernidad cultural y económica tiene evidentemente secuelas políticas, y la más preocupante de todas es que en Venezuela pueda tener lugar aquello que las elecciones regionales del 23 de noviembre anunciaron con números: la alianza tácita entre agrarismo y militarismo tan temida por Sarmiento.

Doy por descontado, por cierto, que la división no es tan nítida como parece. No todos los campesinos son chavistas ni todos los sectores modernos urbanos son oposicionistas. Pero, por otra parte, es innegable que el agro apoya más a Chávez que a la oposición, y que las grandes ciudades apoyan más a la oposición que a Chávez. Como dijo un comentarista de un modo intencionalmente exagerado: “en las elecciones regionales la oposición se quedó con las grandes ciudades y el chavismo con monte y culebra”.

No obstante, hay que subrayar que ni los militares ni los campesinos pueden ser considerados como representantes de la barbarie (aún en el sentido sugerido por el gran Sarmiento). El agrarismo no son los campesinos: es sólo una ideología del campesinado. Del mismo modo, el militarismo no son los militares: es sólo una ideología de los militares. Lo que sí es cierto, es que la fusión de ambas ideologías ha servido de base a muchos gobiernos autoritarios y dictatoriales (no sólo en América Latina). Esa fusión es encarnada hoy –aunque sea en parte- por el chavismo en Venezuela.

4.

Más allá de la dureza de sus expresiones (gran escritor que era, pero también hombre de pistolón al cinto) es importante constatar que la noción de barbarie se aproxima en Sarmiento a la grecoromana.

Como es sabido, para los antiguos griegos, la contrapartida de barbarie no era ni la cultura ni la civilización. Tanto griegos como romanos reconocían que existían grandes civilizaciones, fastuosos imperios y portentosas ciudades creadas por pueblos bárbaros. Aquello que definía a la barbarie era, para griegos y romanos, la ausencia de política. Y política significaba para ellos el arte de polemizar de acuerdo al uso educado de las palabras. De la misma manera, Sarmiento reconoció en la tiranía de Rosas un vasto proyecto industrializador, crecimiento económico y sobre todo, centralización de la nación (Sarmiento era unionista) pero al mismo tiempo lo consideraba –entre otras cosas: por la extrema procacidad de su lenguaje- como el enemigo más grande de la cultura política de su país. Sarmiento, en fin, más cerca de Maquiavelo que de Hobbes, fue uno de los primeros políticos realmente políticos de nuestro continente. Para Sarmiento, el tirano Rosas, a través de la alianza maligna forjada entre la masa agraria y el ejército, era el genuino representante de la barbarie nacional. Y barbarie significaba realizar -como ha ocurrido con tantos militares latinoamericanos cuando se han hecho del poder- la política de la antipolítica. Contra esa barbarie se levantó Sarmiento en armas y contra esa barbarie lucho desde el poder. Pero el suyo era el poder de la política, no el de cuarteleros que apasionan a las masas más pobres e incultas de cada nación. El odio declarado de Sarmiento a la barbarie (milicos + masas agrarias y suburbanas) no era el odio del aristócrata a las muchedumbres sino que el temor del político moderno a la antipolítica.

5.

Ahora bien; quien mejor representa en nuestro tiempo el ideal negativo de Sarmiento, el de la barbarie política, es sin duda el presidente Chávez. Más aún: Chávez es la representación personificada de las tres formas que ha asumido la barbarie política en los siglos XX y XXl. La primera que ya hemos analizado, es el populismo agrario y suburbano. La segunda es, evidentemente el militarismo. La tercera que, en cierto modo es un derivado moderno de la segunda, es el castrismo (o militarismo castrista).

Las tres barbaries mencionadas han tenido eximios representantes a lo largo de la historia latinoamericana. Eva Perón fue sin duda quien mejor personificó el populismo agrario y suburbano (Juan Domingo, en cambio, arrastró consigo a los sindicatos urbanos). El militarismo, en su forma más pura, encuentra sus mejores exponentes en las dictaduras que asolaron América Latina hasta fines del pasado siglo. El castrismo, que es una variante izquierdosa del militarismo tradicional, tiene naturalmente sus mejores exponentes en los Castro. Interesante es constatar, que ninguna de estas barbaries excluye a la otra. Veamos: Perón, aclamado por “cabecitas negras” y “descamisados”, era militar, y además, durante su segundo mandato, el castrismo en su forma “montonera” (y hoy “piquetera”) penetró sus filas. Pinochet que hablaba un lenguaje campesino más que campechano, jugó aquella carta populista que le permitió ganar plebiscitos alcanzando un fuerte arraigo en las provincias del sur y – hecho que todavía la izquierda chilena oculta- en muchas barriadas suburbanas. Y al igual que Castro, Pinochet justificaba sus crímenes ante la necesidad de una revolución libertadora. Fidel Castro, tan militarista como Pinochet, tan populista como Perón, con tanta mentalidad estanciera como Rosas, descubrió, además, el significado mágico de las ideologías que absuelven de toda responsabilidad personal. Porque tanto Perón como Pinochet y Castro, así como ayer Rosas, pensaron que sólo tenían que dar cuenta a la Historia, a esa Historia cuyos tribunales – esa ha sido la ferviente creencia de cada dictador- los absolverán de todo crimen que cometan.

La (por ahora) peligrosidad potencial del presidente Chávez quien no ejerce (también por ahora) una dictadura, aunque sí una democratura (o quizás una dictacracia) es que él reúne, tanto en su personalidad como en su proceder político, las mismas características que las de sus predecesores dictatoriales. La diferencia es que mientras cada uno de los nombrados eran más lo uno o lo otro (más militarista que populista o a la inversa) Chávez suele ser todo a la vez. O dicho en otras palabras: mientras que las tres barbaries se han presentado en los dictadores sudamericanos de un modo paralelo, en el presidente Chávez se presentan de un modo más bien condensado. Para que se entienda mejor lo que estoy diciendo, me valdré de un ejemplo.

Cuando el presidente Chávez en medio de un proceso electoral grita en contra del entonces gobernador de Zulia, Manuel Rosales: “te voy a meter preso”, esa frase está dirigida, no a Rosales, sino a las tres barbaries que representa desde la presidencia. Veamos:
“Meter” a alguien preso, es hacer prisionero a alguien. En la vida cívica nadie, ni siquiera un presidente, puede “meter” preso a nadie. La frase cívica correcta es “lo voy a demandar” o “voy a iniciar un proceso judicial en contra suya”. Sólo en la guerra, nunca en la política, los adversarios pueden ser hechos prisioneros sin juicio previo. De ahí que la frase “te voy a meter preso” es una frase de guerra. Ahora, una de las características principales del militarismo es usar la sintaxis de la guerra en la política. El objetivo es simple: se trata de destruir el lenguaje político hasta el punto que el enemigo se convierte no en un ciudadano, sino que en un soldado que hay que aniquilar (en este caso con la prisión). Ese, por cierto, no es el lenguaje de un militar de profesión. Ese es el lenguaje del militarista (no todos los militares son militaristas ni todos los militaristas son militares). Y el militarista, también llamado el cuartelero, a diferencias del militar profesional, es el que impone la lógica de la guerra en la política con el objetivo de destruir la política.

“Te voy a meter preso” es, además, un mensaje directo a la oposición. Quiere decir: no estamos en una elección democrática sino en una guerra de vida o muerte. Por eso yo me permitiré hacer prisioneros a mis enemigos cuando lo estime conveniente.

Por otra parte, la frase “te voy a meter preso”, esta dirigida a las masas desarraigadas, sobre todo suburbanas y rurales que aclaman al caudillo como si éste fuese un cacique agrario. Para que se entienda mejor la tesis, hay que tener en cuenta que muchas veces la ley de la república no alcanza a los pueblos lejanos en los cuales de una manera u otra sigue imperando la ley del más fuerte, que es la de la prepotencia y la del cuchillo sin fundas. Es también la ley del patrón. La imagen que proviene de condiciones determinadas por el atraso agrario, no ve en el gobernante un representante, mucho menos un empleado público, sino un jefe, un caudillo, en fin, un gran patrón. El mandatario es visto simplemente como el mandamás; no es un electo; es un “elegido”. Por lo tanto, su poder es ilimitado. Él es el dueño del poder real y del simbólico a la vez. Puede crear “misiones”, pero también cambiar el escudo nacional. A través del “te voy a meter preso”, Chávez quiere señalar a sus fieles campesinos que en su nación no hay más ley que su palabra, que el país es una gran estancia, y que él es su patrón: un buen patrón: leal con quienes son leales, inclemente con quienes lo adversan.

Por último, el “te voy a meter preso” de Chávez, también está dirigido a su público ideológico, predominantemente el castrista. En este punto es necesario precisar los límites del castrismo, pues más de alguien puede pensar que el castrismo es una ideología de tipo socialista. No, el castrismo es, antes que nada, una ideología de la revolución, pero no de las revoluciones que ocurren, sino de las revoluciones “que se hacen” como si el revolucionario fuese un artista que modela a la sociedad según su gusto. Chávez –lo dijo el mismo- es como Picasso y Venezuela es Guernica destruida. La obra, en este caso, la destrucción de Guernica (o de Venezuela) es lo que importa. O mejor dicho: la verdadera ley, la única que cuenta, es la revolución. Ese “te voy a meter preso” es un mensaje no cifrado del presidente a sus “intelectuales”. Quiere significar: en esta revolución no hay ley judicial que valga. Si la revolución es la Ley, la revolución soy yo. Chávez, al igual que una vez hizo Castro en Cuba, se sitúa no fuera de la ley, pero sí: más allá de la ley.

El dilema de Domingo Faustino Sarmiento continúa por lo tanto vigente. Los personajes han cambiado. El problema sigue siendo el mismo en algunos países latinoamericanos, incluyendo al de Sarmiento. El camino que va desde la barbarie hacia la civilización política no ha quedado atrás. La historia, a pesar de sus revoluciones, es mucho más lenta de lo que parece.

29/11/2008

P.S. (30/11/2008)
Pudiera pensarse que al abominar de la barbarie política imagino una realidad surcada por procesos prístinos, libres de impurezas, reglados por la ley y ajustados al derecho público. No es éste el caso. Estoy dispuesto a aceptar la tesis de que el chavismo representa objetivamente el tránsito –recorrido con tardanza- de la política de elites a la política de masas. La política, estoy convencido, en tanto es obra de seres humanos, contendrá siempre elementos antipolíticos, es decir: bárbaros. La razón es casi antropológica: el ser humano no es por naturaleza político. La política es sólo una invención que nos permite, entre otras cosas, ser menos bárbaros de lo que seríamos sin política. El dilema, por lo tanto, es otro.

El dilema es si la política es subsumida en la barbarie o la barbarie es subsumida en la política. Porque, convengamos en que no existe una forma única en la realización de los procesos históricos. La incorporación de masas excluidas puede ser realizada por medios antipolíticos (militaristas, dictatoriales) como también por medios democráticos. Que ése es el dilema que deberá afrontar la cada vez más numerosa oposición democrática venezolana – así como también los sectores constitucionales que quizás subsisten dentro el chavismo- no me cabe ya la menor duda.

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