Opinión Nacional

Un Demócrata

1. Si hablamos de democracia nos referimos a un orden político cuyas características fundamentales son la subordinación del Estado a una Constitución que garantiza el cumplimiento de obligaciones, pero también de libertades como las de pensamiento, de opinión, de información, de reunión, asociación, de culto, etc. Condición básica de toda democracia es –como ha sido generalmente aceptado- la división de los poderes públicos, división sobre la cual reposa el principio de elecciones libres y secretas, desde donde emergen los representantes civiles y los gobernantes nacionales.

La democracia es antes que nada un orden político y no una estructura económica o social, como imaginan los neoliberales y los marxistas de nuestro tiempo. La mayor o menor participación social, o justicia, o igualdad económica, no son partes de la democracia sino resultados de luchas y conflictos que, a su vez, para que tengan lugar de modo pacífico, requieren de la existencia de un orden democrático. La otra posibilidad es la barbarie: que no otra cosa es la política sin normas, reglas y leyes.

No obstante, más allá de cualquiera definición, la democracia requiere, por una parte, de instituciones democráticas; y por otra, de ciudadanos democráticos. Ese, por cierto, es un ideal que como todo ideal sólo cumple una función orientadora. En la mayoría de los países democráticos las instituciones son más democráticas que los ciudadanos, lo que es obvio: las instituciones, a diferencia de las personas, no se dejan llevar por impulsos, emociones y pasiones. Y justamente por eso requerimos de la democracia. Si no la tuviéramos, la vida interna de las naciones se desarrollaría de acuerdo a las ocurrencias y alucinaciones de quien detenta el poder.

Una democracia sin demócratas, a su vez, es una imposibilidad histórica. Quiero decir: quienes dan vida a la democracia no son las instituciones sino los ciudadanos. De ahí que cuando hablamos de ciudadanos, hay que hacer algunas diferencias pues la condición ciudadana no siempre es sinónimo de condición democrática. Demócratas son quienes han hecho de la democracia una práctica política no ocasional sino cotidiana.

Ahora bien, el espíritu de la democracia se encuentra, bajo condiciones normales, en la Constitución de una nación. Esa es la razón por la cual el demócrata de verdad no se reconoce en una democracia estable sino en aquellos momentos en que la vida constitucional está en peligro, o definitivamente ha muerto. Y esos personajes, hay que afirmarlo, no siempre son mayoría. De ahí que acatar el principio de la mayoría no es razón suficiente para garantizar la estabilidad de una democracia. Hay muchos casos que demuestran como terribles tiranos se han hecho del poder mediante el uso de medios electorales. Las elecciones son –que duda cabe- una parte vital e imprescindible de toda democracia; pero son sólo una parte, y nada más.

En fin, ser demócrata en una democracia es una actividad muy sencilla. Ser demócrata defendiendo una democracia, o luchando por obtenerla, implica acceder a un nivel superior de la política. Y hay quienes han alcanzado ese nivel.

Pienso, entre otros, en esa figura emblemática de las luchas democráticas de nuestro tiempo que es Václav Havel, quien fuera elegido Presidente de Checoeslovaquia en 1989 y de la república Checa en 1993

2. Nadie, Václav Havel tampoco, nace siendo un demócrata. Ser demócrata es una opción y, en las condiciones que vivió Havel, se trataba de una opción ética.

Václav Havel, nacido el año 1936, proviene de una familia relativamente acomodada. Como otros escritores checoeslovacos podría haber llevado una vida intelectual en París o Londres. Méritos no le faltaban. Talentoso escritor, sus primeros libros – “La fiesta” (1963) y “el Memorándum” (1965)- en los que se reconoce desde las primeras líneas el influjo kafkiano, tuvieron un pronto éxito.

Havel también podría haberse convertido en un acólito literario más de la dictadura comunista. E invitaciones no le faltaron. O podría haber sido un intelectual complaciente, de esos que se permiten de vez en cuando ciertas críticas, pero sin cuestionar a fondo al régimen. Cabe recordar que después que cayó el muro de Berlín aparecieron de pronto, en las ex “democracias populares”, una gran cantidad de “luchadores académicos” que no habían movido un dedo en contra de las dictaduras, que vieron con indiferencia como los esbirros cerraban universidades y periódicos, y que ni siquiera solidarizaron con las desgracias de quienes pasaron, como Havel, largos años en prisión, o como otros, en el forzado exilio. A lo que más se limitaron fue a pedir de vez en cuando a las dictaduras una mayor “participación popular” (¡!) en sus decisiones.

Václav Havel, lo ha repetido él muchas veces, no fue a la resistencia a defender una ideología, o un sistema económico. Fue simplemente porque el régimen le impedía decir lo que él pensaba debía decir. Porque Havel, como escritor o político, ha sido un hombre de pensamiento, y por lo mismo, de palabra. De este modo comprendió rápidamente que sin libertad de prensa no podía haber libertad de pensamiento. Es por esa razón que junto a él se agrupó una generación de intelectuales que no soportaban el ahogo mental a que los sometía la dictadura comunista. Así fue que cuando ellos no estaban en prisión, pasaban sus días en los cafés, redactando panfletos, documentos, haciendo uso de la palabra oral y escrita: disintiendo y resistiendo en medio del humo de esos cigarrillos que terminaron provocando en Havel un cáncer feroz.

Tanto el grupo Carta 77 como el Foro Cívico de 1989 liderados ambos por Havel, fueron movimientos culturales que pusieron en la primera línea la lucha por la libertad de opinión y de prensa. Alrededor de esos pocos que supieron resistir se congregaron después las multitudes que a fines de los ochenta pusieron fin al socialismo del siglo XX: milagro histórico que los engrandece aún más porque, antes de la llegada de Gorbachov al gobierno de las URSS, no había ningún indicio de que Checoeslovaquia pudiera alguna vez salir de la dictadura comunista. A Havel nunca le pasó por la cabeza la idea de que podía ser presidente de una nación democrática. Si luchaba en contra de la dictadura era simplemente porque no podía hacer otra cosa. Hay seres que son así.

3. La razón por la cual Havel no se identifica con ninguna ideología moderna (socialista o liberal) se deduce del sentido de su propia lucha. Las dictaduras comunistas eran, en efecto, dictaduras ideológicas, y la ideología principal era que el mundo socialista se encontraba en abierta contradicción con el capitalista. Los capitalistas eran, para los dictadores comunistas, todos aquellos que por diversas razones disentían de las dictaduras. Para Havel y quienes lo rodeaban, no se trataba en cambio de una lucha entre el comunismo y el capitalismo. No deja de ser interesante que, precisamente en un estudio económico de Havel titulado: “La economía de la propia responsabilidad” escribiera el Presidente: “Nunca en mi vida me he identificado con alguna ideología, creencia o doctrina, sean de derecha o de izquierda, ni tampoco con un sistema cerrado de pensamiento sobre el mundo”. Efectivamente, nunca estuvo a favor de una dictadura: ni de la del mercado, ni de la del estado.

La que Havel y los suyos llevaron a cabo, y eso es algo muy diferente, era una lucha por las libertades políticas. Esas libertades políticas pueden ser negadas en una nación capitalista o en otra socialista, y ejemplos de lo uno y de lo otro hay suficientes en la historia moderna. Tampoco se trataba, la que tenía lugar en las naciones comunistas, de una lucha entre la izquierda y la derecha. Havel entendió rápidamente que derecha e izquierda son agrupaciones políticas que sólo pueden funcionar en un orden donde el Parlamento es una entidad autónoma y en ningún caso dependiente del Ejecutivo. Cuando no hay independencia de poderes que regulen las contiendas políticas, no hay izquierda ni derecha: hay simplemente partidarios de la libertad y partidarios de la tiranía. Así de simple.

Profundamente religioso, Havel no necesita de una ideología para entender su lugar en el mundo. Su práctica tampoco estaba ligada a una estrategia de poder. Le bastaba simplemente con decir no a lo que consideraba indigno de ser vivido y así por lo menos, dejar su testimonio personal. No sin razón llamó él, a la lucha que tan pocos libraban, con el sugestivo nombre de “política existencial”. Todavía conmueve leer aquellas frases que desde la prisión escribió Havel a Olga (Cartas a Olga). En una de ellas se lee: “Puede que sea precisamente esa constante inseguridad respecto a mi lugar en “el orden de cosas” lo que me obliga una y otra vez, obstinadamente, a definir, desarrollar y reforzar mi posición, a defender y testimoniar mi verdad, a mantenerme en mis trece. Parece que cuanto más uno duda de sí mismo, tanta más energía ha de invertir en superar esas dudas y así defenderme ante mis propios tribunales” (12 de abril de 1981)
Rápidamente entendió Havel que las grandes ideologías, sean ellas capitalistas o socialistas, cumplen la función de ocultar la realidad. Poseídos por una ideología, los hombres abandonan, según Havel, la realidad y se convierten en portavoces de visiones que no tienen ningún asidero en los acontecimientos reales. Las ideologías jamás se equivocan, y al no equivocarse, no permiten pensar pues sin equivocaciones no hay pensamientos. Así se explica porqué los seres ideologizados son personas tan aburridas, repetitivas, y sobre todo incultas. Esa es la razón por la cual todas las dictaduras son ideológicas, e incluso: misioneras. El presente, para las dictaduras no cuenta: de ahí su desprecio por las vidas humanas, incluyendo las propias. De ahí también su inevitable crueldad. Porque toda ideología, al anidar en el futuro, es sacrificial. Cuando los representantes de determinadas ideologías alcanzan el poder político, destruyen la realidad inmediata, y es por eso que todos han llevado a sus naciones a la ruina. Ejemplos hay decenas. Corea del Norte y Cuba, representaciones monstruosas del socialismo del siglo XXl, son hoy los ejemplos más visibles que delatan la lógica mortal de la razón ideológica.

4. No obstante, la nación donde vivía Havel estaba lejos de ser una del Tercer Mundo. Los jerarcas comunistas, a diferencias de los de Rumania o Bulgaria, podían incluso pavonearse de algunos éxitos en materia económica y social. Al momento de la caída del régimen, Checoeslovaquia mantenía una economía que si bien no era sólida, tampoco era catastrófica, y en comparación con la de otras naciones comunistas, la política social no era la peor. Esa fue una de las razones por las cuales los intelectuales occidentales, sobre todo aquellos que se sirven de paradigmas “economicistas”, como los que representan el liberalismo económico y el marxismo, no pudieron jamás entender el sentido de las revoluciones antidictatoriales europeas de fines de los ochenta. Todavía no lo entienden. Es que para ellos la lucha por la libertad es sólo un “factor secundario”, en el caso del liberalismo económico; o una simple “superestructura”, en el caso marxista.

Václav Havel se vio permanente confrontado con argumentos que sostenían que su lucha no sólo no tenía sentido, sino que además era reaccionaria, pues llevaba a cuestionar los grandes “éxitos” económicos y sociales alcanzados durante el socialismo. Son, por lo demás, los mismos argumentos que emitían los economistas liberales que apoyaban a las dictaduras de Pinochet y Videla en Sudamérica (detenimiento de la inflación, diversificación de los mercados, industrialización del agro). Son también los mismos que resaltan los éxitos de la medicina social y de la escolaridad en Cuba, o de las ayudas misionales en la Venezuela chavista.

La verdad es que si el ser humano fuese sólo un “Homo Economicus”, no habría ninguna razón para luchar en contra de ninguna dictadura. Si sólo eso contara, Hitler habría sido sin duda un gobernante “progresista”. En efecto, durante su dictadura fueron construidos “automóviles populares”, fue detenido el paro, fue superado el grave problema habitacional, hubo una notable redistribución del ingreso “hacia abajo”, fue establecido el sistema de seguro social más avanzado de Europa; el “pueblo” podía asistir gratis a los grandes espectáculos culturales, y los trabajadores de las empresas fabriles gozaban de vacaciones gratuitas en los balnearios de Alemania e Italia. Goebbels repetía, en muchos discursos, que gracias a Hitler el pueblo alemán, ignorado por gobiernos anteriores, se había convertido, por fin, en un protagonista decisivo de la historia nacional.

Ahora, sin intentar comparar a ninguna dictadura con la de Hitler (que es incomparable) hay que decir, sin embargo, que aquellos que buscan legitimar a dictadores, siguen usando hoy día los mismos argumentos de Hitler (y de Stalin). No fueron esas, sin embargo, las razones que convencieron a Václav Havel. Para él y los suyos, la lucha por la libertad de ser lo que uno es, era lo que más contaba. Aún más: sin esa libertad, los más grandes éxitos alcanzados en materia económica y social estaban destinados a perecer, como ocurrió en la URSS. O como hoy ocurre en Corea del Norte y Cuba.

5.Que Havel no es un ideólogo, no significa que no tiene ideas. Y además: ideales. La diferencia entre ideas e ideologías es muy simple. Las ideologías son sistemas de ideas petrificadas con escasa comunicación metabólica con su mundo exterior. Las ideas en cambio, surgen del enfrentamiento con la realidad, la que se muestra a través de sus acontecimientos. Los ideales, a su vez, son ideas que se quiere aplicar en el futuro ya que en el presente todavía no son viables. Los ideales, a diferencia de las ideologías, son simples posibilidades. Las ideologías en cambio, dan por seguro su cumplimiento en el futuro. De este modo, mientras los ideales no sustituyen el presente por el futuro, las ideologías sí lo suplantan, y hasta tal punto que terminan desvalorizando e incluso negando el presente. En cierto modo, los ideales son deseos y por eso pueden ser comparados con los sueños, que son deseos encubiertos.

Uno de los textos políticos más importantes de Václav Havel lleva precisamente por título. “Por el futuro que yo sueño”. Allí Havel demuestra que sus sueños no surgieron de la nada, sino que aparecieron como negación de la herencia que legó la dictadura comunista. Lo que él rechazaba reveló aquello que él deseaba, y no al revés. Esos sueños no son un programa, pero sí, constituyen objetivos a realizar en el futuro inmediato. En gran medida, la mayoría de ellos ya han sido realizados.

No deja de ser interesante que entre sus sueños, el primero que nombra Havel es el de la rehabilitación de las ciudades. “La vida en las ciudades y aldeas” -escribía- “se revela como una reminiscencia de la era de la aridez total, de la monotonía, uniformidad, anonimidad y odiosidad. Todo eso deberá ser humanizado” (…) “las comunas y las ciudades volverán a recuperar su rostro, su civilidad, su buen gusto, su limpieza y su hermosura”.

Ese ideal urbano de Havel no sólo obedecía a una preocupación estética. Tampoco es puramente ecológico, aunque él fue uno de los presidentes europeos que más en serio tomó las propuestas de los movimientos ambientalistas. La rehabilitación de las ciudades, es decir, de las polis, tiene que ver, antes que nada, con la rehabilitación de la política. La polis, la ciudad, es el lugar de la política ciudadana y por eso debe ser preocupación principal de los gobiernos y estados. Las calles malolientes, los basurales amontonados, los terrenos baldíos, la impune delincuencia, son hechos que no sólo tienen que ver con la mala administración o con la desidia burocrática o con el pésimo gusto de los jerarcas comunistas. Son, además, expresión demográfica de la destrucción de la política.

Sin polis no hay política. Pero sin política, tampoco hay polis. Despojada la ciudad de su carácter político, sus habitantes, al perder el gusto por la política, pierden el gusto por la ciudad. La ciudad deja de ser sentida como algo propio y es vista como algo ajeno; a lo sumo: como un simple lugar de residencia, y nada más. ¿Para que cuidar lo que no me pertenece o me ha sido arrebatado?
Gran mérito de Havel fue, sin duda, hacer que Praga volviera a ser lo que fue antes del comunismo: la ciudad más bella de Europa. Quizás un día La Habana –pienso yo- llegará a ser lo que fue antes de que los Castro se apoderaran de Cuba: la ciudad más bella de América Latina.

Interesante son también los ideales de Havel en torno a la futura universidad checa. Como humanista que es, comprendió que las universidades no pueden ser instituciones al servicio de gobiernos y estados, sino entidades autónomas, libres y soberanas. Dicho ideal es en la mayoría de los países occidentales un bien entendido. La universidad no sólo es un centro de saber especializado sino, además, un espacio crítico de discusión que todo orden social necesita para reproducirse a sí mismo. De ahí que Havel se propuso, antes que nada, liberar a las universidades de los tentáculos del Estado. Así escribió: “El Estado nunca más será el distribuidor de cupos, a repartirse de acuerdo a las necesidades de aceptación y ocupación universitaria en función de supuestos planes quinquenales” (…) “nuestras universidades serán descentralizadas, serán diversas y pluralistas” (….) “Muchos podrán estudiar en el extranjero y después volverán a enseñar en nuestras escuelas”. La universidad, en fin, fue devuelta a la sociedad, y los estudiantes nunca más fueron los robots ideológicos que el Partido Único requería para afirmar su sistema de dominación socio militar. Ese objetivo ya sido alcanzado en la república checa; y con creces.

Muy importante para Havel era la formación de un auténtico empresariado nacional. La libre empresa –según su opinión- necesita de empresarios libres que, de acuerdo a determinadas reglas, compitan entre sí y dinamicen el aletargado mercado. “Ese sector” –subrayaba Havel– “será un motor importante de nuestra vida económica” (….) “Y así ellos ganarán el respeto de la sociedad que de nuevo entenderá que la propiedad no es una vergüenza ni un vicio, sino al contrario: una obligación y un instrumento al servicio del bien común”
Más, un empresariado nacional no puede actuar libremente si no existe libertad de trabajo. En ese sentido, Havel se propuso como gobernante ayudar a la liberación de los trabajadores de las garras de un Estado que usurpando los intereses de “la clase obrera” los había sometido a un sistema de explotación más duro y gravoso que los que existían en los países capitalistas menos avanzados. Con la diferencia que en estos últimos, los trabajadores a través de sus propias organizaciones y partidos, podían y sabían defenderse. En la antigua Checoeslovaquia en cambio, y al igual que en el resto de los países comunistas, los trabajadores habían sido expropiados de sus organizaciones y subordinados bajo la férula del poder central. Tema tan importante y actual que merece ser tratado en el próximo apartado.

6.Todavía no ha sido escrita la historia de la “clase obrera” en los países socialistas. Cuando se escriba, conoceremos una historia triste y dramática: la de la destrucción de las organizaciones obreras en nombre de la clase obrera. Destrucción que no sólo fue institucional, sino producto de innumerables masacres cometidas a los trabajadores existentes y reales. Esa historia comenzó precisamente en los momentos en que se iniciaba la revolución rusa: a fines de 1920 en la ciudad de Kronstadt, cuando los obreros y marinos portuarios iniciaron huelgas con el objetivo de que fueran aumentados sus salarios y mejoradas las miserables condiciones de trabajo. Para el efecto, redactaron un manifiesto que en lo sustancial apoyaba la ideología comunista. La respuesta de Lenin no pudo ser más brutal. A comienzos del año 1921, el Ejército Rojo, cometió en Kronstadt una de las masacres más espantosas que conoce la historia del movimiento obrero mundial. Aduciendo el consabido argumento relativo a que las manifestaciones obreras obedecían al mandato del capitalismo internacional, la soldadesca, dirigido entre otros por Leo Trotski, asesinó a miles y miles de obreros. Los sobrevivientes fueron llevados en cadenas a los por Lenin recién inaugurados campos de concentración de Siberia; allí continuaron muriendo, alejados de sus familias; de sus ciudades; de su propia historia.

La verdad es que masacres como las de Kronstadt (hubieron muchas similares bajo Stalin) ya estaban teóricamente programadas por Lenin, aún antes de la revolución rusa. El año 1902, escribió Lenin un texto que fue elevado después por Stalin a la categoría de clásico del marxismo. Se trataba del famoso “¿Qué hacer?”, lectura obligada en los cursos de formación de cuadros comunistas. En ese texto, Lenin revisó a Marx, aduciendo que “el proletariado” (léase, los trabajadores industriales) no son capaces de generar por sí solos una conciencia revolucionaria, pues ellos luchan por intereses económicos y no políticos (tradeunionistas). De ahí, deducía Lenin que la conciencia revolucionaria debe ser transportada desde afuera de la clase, a saber: por los intelectuales revolucionarios organizados en El Partido. En esas condiciones, el Partido del Proletariado está llamado a sustituir a los trabajadores existentes y reales. Las tesis de Lenin, como es sabido, provocaron indignación ente los socialistas alemanes, sobre todo en Rosa Luxemburgo quien, con suma clarividencia adujo que, llevadas las tesis de Lenin a sus consecuencias, llegaría el día en que el Partido no sólo sustituiría a “la clase” sino, además, actuaría en contra de ella. Eso fue lo que sucedió en Kronstadt. Kronstadt, en fin, ya estaba programado en el “¿Qué hacer?”
Y a propósito: Hace algunos días (30 de mayo del 2009) leí con estupor en la prensa que el Presidente Chávez de Venezuela ha amenazado al presidente Obama con regalarle un nuevo libro. Ese libro es “¿Que hacer?” de Lenin. Todavía me pregunto que es lo que puede aprender Obama del “¿Qué hacer?”: ¿destruir sindicatos obreros? ¿Militarizar a las organizaciones de los trabajadores norteamericanos? ¿Prohibir a las huelgas? Vaya a saber uno.

La historia del comunismo es también la historia de la destrucción de las organizaciones obreras en nombre de la clase obrera. Es una historia repetida sin cesar. Ocurrió el 16 de junio de 1953 en las calles de las ciudades de la RDA, sobre todo en Berlín, cuando la tropa disparó a mansalva sobre miles de manifestantes obreros. Las calles de Berlín fueron pavimentadas por una masa sangrienta de trabajadores convertidos en cadáveres. Ocurrió en 1956, en el también sangriento “octubre polaco”. Ocurrió el 1956 en las calles de Budapest, cuando después de la masacre cometida por el Ejército Rojo, cadáveres agonizantes de obreros eran arrojados a las aguas del Danubio. Ocurrió en la Praga del 1968, cuando las recién formadas organizaciones obreras fueron destruidas y los dirigentes, entre ellos Václav Havel, enviados a prisión. Estuvo a punto de ocurrir en 1981 en Polonia, con el golpe de estado anti obrero llevado a cabo por el general Jaruzelzky. La prudencia del general golpista y la habilidad política de Lech Walesa, impidieron otra descomunal masacre.

Gracias al Solidarnosc de Walesa, tuvo lugar, por fin, la primera revolución obrera de la historia europea. La paradoja es que esa revolución surgió en contra de un Estado que decía ser de”los trabajadores”. Se explica entonces, porque uno de los primeros sueños del presidente checo Václav Havel, haya sido el de liberar a los trabajadores de su país de un Estado que los había secuestrado para hablar en su nombre.

La misma circunstancia tuvo lugar en la Cuba de los hermanos Castro, justo en los comienzos de la revolución. Se trata de un capítulo que ha sido borrado definitivamente de la historia oficial cubana. Ese capítulo ocurrió a fines del año 1959, cuando el Movimiento 26 de Julio dirigido por Fidel Castro intervino directamente en los sindicatos obreros. Los obreros estaban, en ese tiempo, divididos en dos fracciones. Una esencialmente sindicalista, dirigida por Eusebio Mujal. Otra, la comunista. Castro, que en ese entonces tenía una actitud antisoviética, se propuso destruir ambas fracciones, nombrando como interventor del Estado a David Salvador. Luego de destituir y encarcelar a Mujal, acusado de colaborar con Batista, Castro, a través de Salvador, inició la persecución de dirigentes sindicales. Víctimas no fueron sólo los “mujalistas” sino, además, varios comunistas. Para el efecto, realizó, como es su costumbre, una jugada diabólica: nombró como Ministro del Trabajo a un militante filo-comunista: Augusto Martinez Sanchez. De este modo, los sindicatos de Cuba fueron primero, estatizados, y después militarizados. De nada valió la resistencia heroica de algunos veteranos cuadros sindicales. La decisión de estatizar las organizaciones obreras la tomó Fidel Castro en persona durante el X (y último) Congreso de la Federación del Trabajo, el día 18 de noviembre de 1959. Dicha decisión se vio facilitada porque, en esos mismos días, Castro ya actuaba militarmente en contra de las alas democráticas del 26 de Julio, representadas en la persona del héroe de la revolución antibatistiana Hubert Matos quien fue encarcelado y condenado a más de veinte años de prisión. Su delito: pensar diferente al nuevo dictador. Muchos dirigentes obreros fueron a parar a las cárceles de los Castro. Desde ese tiempo data la fraterna división del trabajo que mantuvieron Fidel y Raúl. Fidel destituía dirigentes y Raúl los retiraba después de la vía pública. Así fue como Fidel Castro realizó en Cuba el sueño de los capitalistas más salvajes: crear un país sin organizaciones obreras, sin derecho ni a reunión, ni a huelgas.

Muy diferente ha sido el sueño de personas como Vaclav Havel. Su propósito inmediato fue liberar a los obreros del Estado, restituir sus derechos a los trabajadores, ayudar a la creación de organizaciones obreras, autónomas e independientes.

Cuando por primera vez asumió la presidencia, Havel se encontró con una situación catastrófica entre los trabajadores. No sólo no tenían organizaciones. Habían, perdido, además, sus condiciones ciudadanas. “El régimen anterior” –escribió Havel- “intentó presentarse como la dominación de los trabajadores. Aquello que logró fue reducir el valor del trabajo, su destino y su significado llevado a tan baja condición, que los trabajadores perdieron aquello que para cada ser humano es tan infinitamente importante: la conciencia del sentido de su propio trabajo”.

7. Así como ocurrió con los trabajadores fabriles, ocurrió con los trabajadores rurales, y en general, con la mayoría de los habitantes de la nación checoeslovaca. En nombre de una ideología, los trabajadores fueron expropiados no sólo de sus bienes materiales, sino que, lo que es peor: de sus valores espirituales.

Construir una nueva infraestructura técnica e iniciar un desarrollo económico más dinámico, no ha sido el problema más difícil en los países post- comunistas. Devolver el sentido de la vida, la dignidad de ser a un humano, sí, el deseo de luchar por sus propios intereses, en fin, restituir la condición política arrebatada tan brutalmente por aquellos que imaginaron ser los depositarios de las leyes de la historia, ha sido un camino más largo, y mucho más difícil.

Bajo el sugestivo título de “Política como ética practicable”, escribió Václav Havel un breve ensayo en donde podemos leer el siguiente párrafo que en sí condensa, no su ideología -que nunca la tuvo- sino su posición frente a la vida:
“Estoy convencido que no podemos construir un Estado de derecho ni un Estado democrático si es que no construimos al mismo tiempo –aunque ello suene poco científico en los oídos de los politólogos- un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar nada: ni siquiera legalidad, tampoco la libertad, ni aún los derechos humanos, si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”.

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